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jueves, 2 de octubre de 2025

"En el colegio no me enseñaron" relato de Eisen Hawer López Chica


Hace diecinueve años me gradué como Bachiller Técnico, en un colegio donde pasé 11 años de mi vida. En ese colegio, que me enseñó a escribir en doble-línea, a dividir y multiplicar, a usar un computador, a pintar carteleras para las exposiciones, a cantar el himno nacional, recitar el juramento a la bandera y rezar el padrenuestro en formación, también me cerraron a la posibilidad de conocer un mundo diverso, vasto y, sobre todo, muy lejano a la realidad educativa de ese entonces.

Parte de lo que ocurre hoy en Colombia es debido a ello, a la precariedad  o el enfoque de la educación pública. En el colegio no me enseñaron, por ejemplo, que a los campesinos los desplazaban y asesinaban para quitarles sus tierras, y que el Gobierno siempre ha sido juez y parte de estos hechos; pero sí me enseñaron que La Ceja del Tambo (mi municipio) queda en el Oriente antioqueño, que limita con Abejorral, El Retiro, El Carmen de Viboral, La Unión, Rionegro y Montebello y que tiene un único Corregimiento: San José. No me enseñaron, en cambio, que en varios de esos municipios, La Ceja entre ellos, se desarrollaba un conflicto armado que se cobraba la vida de un montón de gente, campesinos en su mayoría, señalados de colaborar con este, aquel y el otro.

En el colegio aprendí que los principales ríos de Colombia son el Magdalena, El Cauca, El Atrato, El Amazonas y el Orinoco; pero no me enseñaron que las aguas profundas del imponente Cauca fueron convertidas en un gran cementerio fluvial donde las autodefensas arrojaron cientos de cadáveres. Tampoco me enseñaron que hubo una época en que la gente vivía del río, la pesca y la minería artesanal, que eran los ríos importantes canales de comunicación del país, y que todo cambió con la llegada de la minería a gran escala y la violencia incontenible por los territorios y los recursos. Me enseñaron a diferenciar entre una montaña, una colina, una meseta, un nevado y un volcán, pero no me enseñaron que la erupción de un volcán borró del mapa a Armero, en una tragedia que se pudo haber evitado; así como tampoco me enseñaron a entender los conflictos eternos que han existido por la tierra.

Me enseñaron a leer el evangelio cada domingo, a marcar rimbombantemente el cuaderno de religión, y a obedecer sin reparo los designios de la biblia, dios, la iglesia católica, y la profesora Beatriz. No me enseñaron, en cambio, que en el mundo existen más de 4 mil doscientas religiones, y una incontable, realmente indeterminada, cantidad de dioses… tampoco me enseñaron que la santa inquisición persiguió, reprimió, condenó y asesinó todo lo que se pareciera a ciencia, educación y otras formas de pensamiento, y quemó libros y personas en hogueras infernales.

En el colegio no leímos a Germán Castro Caidedo, ni a Juan José Hoyos, ni la obra de Gabo desde la perspectiva histórica. Tampoco nos contaron que existía un libro llamada “El olvido que seremos” y que habría sido un deleite literario para ese preciso momento de la vida, pues se publicaba justo hace 19 años, cuando estábamos en el último grado de colegio, y que nos habría conmovido y acercado a la realidad que necesitábamos y necesitamos comprender. Pero sí leímos el resumen pirata de “El cantar del Mío Cid”, la Constitución Política, La Biblia, ¿Quién se ha robado mi queso?, La culpa es de la vaca, El caballero de la armadura oxidada, y algunas obras colombianas que debíamos leer para luego exponer en público, más como un resumen o informe de lectura oral, que como una conversación o debate que nos ayudara a comprender y reflexionar sobre el ejercicio de lectura y el contenido, principalmente. Rememoro, entre las opciones de lectura, La casa de las dos palmas, La Vorágine, La Mansión del Araucaima, La Casa Grande, La Rebelión de las Ratas y Cóndores no entierran todos los días. Sobre este último recuerdo una anécdota que luego les contaré.

En el colegio me enseñaron sobre el descubrimiento de América, sobre Cristóbal Colón y La Niña, La Pinta y La Santa María. Sobre la independencia de Colombia, sobre los símbolos Patrios, la antioqueñidad, los indígenas que “habitaron” (porque para nosotros, los indígenas eran algo que le pertenecía a la prehistoria) estas tierras. Pero no nos enseñaron sobre la guerra atroz entre liberales y conservadores, por qué y cómo pasaba. No nos hablaron sobre los movimientos cívicos, sobre el paro del 77, la época oscura del narcotráfico en Colombia en los 80s y 90s, ni de este mismo fenómeno y su relación entrañable con la política colombiana.

En el colegio aprendí a obedecer sin reparo, a repetir, a hacer planas, a llenar cuadernos de información replicada de una cartilla a un tablero, del tablero a los cuadernos, de los cuadernos al lóbulo temporal del cerebro para el examen y, finalmente, después del examen, al bote del olvido. Pero no me enseñaron algo tan elemental como respetar la diferencia. Todos debíamos ser los mismos, y siempre había alguna ofensa o insulto para quien fuera nerd, negro o negra, flaca, pecoso, gay, quien profesara una religión diferente al catolicismo, para el peludo, el flaco, la huérfana, el que la mamá vendía chance o empanadas, el dientón,  la gorda. Mientras en clase de ética y valores nos hablaban del respeto, de ese sofisma que “todos somos iguales”, se reproducían conductas discriminatorias y arbitrarias, donde la última palabra en ser escuchada era la del estudiante. Mi directora de grupo, en noveno, citó a mis padres para decirles que a pesar de que mis notas eran excelentes y no tenía queja alguna de mi comportamiento, había algo inaceptable: tenía el pelo largo, y debía cortármelo. Mis padres accedieron. Si hubieran podido, mi cabello habría sido exhibido: todo un trofeo para la profe, y un botín de guerra justo para el Colegio, que enviaba un mensaje claro a los otros peludos que de a poco germinaban con timidez en los demás grados. Había una preocupación latente por impedir los asomos de pensamiento crítico, y por eso regía el miedo, disfrazado con capa y máscara de “respeto y la autoridad”.

No me enseñaron sobre educación sexual, aunque otros 10 estudiantes y yo tuvimos la posibilidad de hacer un cambalache: cuando cursábamos 7mo grado, una caja de compensación ofreció un Programa de Educación Sexual y Reproductiva llamado “Gestores”. Eligieron a algunos estudiantes y nos propusieron hacer el proceso a cambio de las horas obligatorias de servicio social, o alfabetización. Accedimos sin reparo, pues era librarnos con cuatro años de anticipación de una responsabilidad ineludible. Ese programa, y la profesora Doreley a quien recuerdo con muchísimo aprecio, una psicóloga muy joven, divertida, con una chispa y una energía increíbles, y una naturalidad para hablarnos sobre los temas que siempre nos eran prohibidos, fue una de esas experiencias de mi época de colegio que marcó mi vida, mi adolescencia y muchas formas de relacionarme con el mundo, además de entender muchas cosas sobre mi cuerpo que, hasta ese momento, me producían pánico.

En el colegio me enseñaron, en clase de artística, a dibujar cuadrados, círculos, triángulos, figuras de colores, figuras con las figuras de colores; me enseñaron sobre “historia del arte” (de la cartilla al tablero, del tablero al cuaderno, y ya saben lo demás…) teoría del color y otras teorías que ya no recuerdo. Pero no me enseñaron sobre Débora Arango y su obra, Alejandro Obregón, o Pedro Nel Gómez, tampoco sobre Ricardo Rendón Bravo, sobre la caricatura y su fuerte contenido social y político, ni me enseñaron, en ese colegio, que el arte es una de las más poderosas herramientas para la construcción y la cohesión social, para la resistencia y la esperanza, para la vida misma.

Y no quiero parecer desagradecido. Muchos momentos y aprendizajes del colegio han formado lo que hoy soy y hago. Varias profes de una dedicación y entrega admirables, la calidad humana de muchos de mis profes de escuela y colegio, es lo que más recuerdo, pues poco sirve un conocimiento sino no hay una intención de construcción e incluso de duda sobre ese conocimiento, una grieta que permita dialogar con los estudiantes, como una pequeña fisura que deja entrever un haz de luz que lo cambia todo, que ofrece otra perspectiva. La primera profesora de mi vida, en Preescolar, 9 años más tarde fue mi profesora de español y literatura. Ella fue una de esas personas que marcaron mi vida para que siguiera entre páginas de libros, historias y letras.

Si es cierta esa frase cliché de que “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”, se preguntarán por qué seguimos repitiéndola si “sabemos” que han sido tantas décadas en marchas, paros, manifestaciones. Yo creo que la educación tiene la respuesta. Los medios de comunicación también, pero ese es tema para otro escrito.

Entonces, si no queremos repetir esta historia de hoy, que es la misma desde hace muchísimas décadas, conozcámosla, pero en serio. El poder del docente reside en esa posibilidad de cambiar la historia. Y no una, sino muchas. Además de las familias, son los docentes quienes marcan la vida de sus estudiantes, son quienes les inspiran a saber, a entender, a cuestionar (sobre todo a eso, a dudar y cuestionar) y a ser, en su integridad,  o quienes cierran las puertas a un horizonte de conocimientos y al entendimiento del mundo. Los docentes hoy, y siempre, han tenido el poder de cambiar la historia.

Así como la primera, otra frase cliché de película sería “Todo poder conlleva una gran responsabilidad”. Pero sin el melodrama hollywoodense, el rol de los docentes también es y debe ser político, porque realidades como la actual deben suscitar muchos cuestionamientos en los estudiantes, la pregunta es ¿están preparados los docentes para responder a esos interrogantes? o ¿es mejor darle la espalda al problema, y defender la idea ilógica de que los salones de clase no son espacios de discusión de esos temas?

Yo, en lugar de alguna respuesta, estoy lleno de dudas. Y cada vez que logro responderme alguna, me surgen otras tres, pero voy formando el entramado complejo de la realidad, leyendo otros libros, buscando otros referentes, explorando el mundo que, hace diecinueve años, no sabía que existía, el que se veía tan extraño, ajeno y lejano, allá, cuando estaba todavía en el colegio.


*Eisen Hawer López Chica (La Ceja, 1990). Es comunicador social-periodista egresado de la Universidad de Antioquia en el año 2012. También es escritor, lector, activista literario, miembro fundador y actual director general de la Revista Kronópolis, con la que recibió la Mención de Honor en los Premios CIPA a la excelencia periodística en la categoría “Periodismo comunitario” en los años 2020 y 2021. Publicó el libro de relatos Acto de contrición y otros cuentos (Sílaba Editores, 2021), con el que ganó la Convocatoria de Estímulos 2021 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia. Todos mis muertos, su segundo libro, también fue ganador de la misma beca en el año 2024. 

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