Era el año1.887. Esteban leía la
correspondencia que llegaba del otro lado del mundo. Juan tenía siete años y le
fascinaba escuchar a su padre repitiendo en francés cada palabra escrita por
sus familiares. Descubría las lágrimas que le humedecían los ojos y esa voz
quebrada de emoción volvía más dulce el idioma de sus mayores.
La última misiva tenía como remitente Asnières, Paris y contaba que el restaurante iba muy bien, claro, estaba frente al Sena, el lugar era precioso, y los fines de semana y los veranos se llenaba de turistas.
Mucha gente de paso y también
clientela fija que regresaban cada vez atraídos por los deliciosos platos que
servían. Entre ellos un par de hermanos holandeses.
El pelirrojo era pintor y siempre
andaba con una pequeña maleta repleta de pinceles, espátulas y pomos de
colores.
“Se llama Vincent”, contaba el tío
francés. “Es muy callado y amable. Fuma en pipa y a veces el humo hace que su
figura se vuelva más misteriosa. Es de mis clientes favoritos, aunque habla
poco, es agradable mantener una conversación con él y ya puedo considerarlo un
amigo. Tiene la mirada triste. Creo que guarda dolor en algún rincón del alma.
Pero no me hagas caso, pasar tantas horas detrás de una barra, sirviendo mesas
y preparando platos que agraden a la gente, me lleva a creer que puedo entender
a muchos de ellos, pero Vincent, es especial, ya te digo que lo considero mi
amigo y me preocupa su melancolía. Me ha dicho el barquero, que lo encuentra al
amanecer, solitario, observando el río y que lo hace porque le gusta apreciar
la luz especial que a esa hora desprende el Sena.
¡Si vieras lo educado que es y cómo
la tristeza desaparece de sus ojos, cuando la más pequeña de mis hijas le
alcanza un papel para dibujar! ¡Se vuelve un niño más y juntos llenan de color
y monigotes la hoja!
¿Sabes una cosa? Ahora ha comenzado
a bocetar el edificio, porque me ha dicho que quiere inmortalizarlo en un
lienzo.
Las cartas seguían llegando y Juan
las esperaba con ansias. Cada vez le gustaba más escuchar las historias
familiares, pero quien llamaba su atención y desataba su imaginación infantil,
era Vincent, con su pipa, sus colores y esos libros con cientos de páginas que
decían leía.
“La pintura está terminada, rezaba
una misiva, ¡es tan real!, no sé cómo lo ha hecho, pero ha retratado hasta la
gente que viene y va. Yo no sé de esto. Pero, mi amigo debería ser famoso y
cotizar muy alta cada una de sus obras. Pero él es así, sencillo, uno más de
nosotros y no tiene idea del gran artista que es.
Nuestro apellido está escrito con
letras grandes en uno de los muros, en color azul, tan azul como el nombre del
lugar en que vives, allí demasiado lejos en el llano argentino, tan
azul también, como las flores que
me cuentas que rodean ese arroyo y que tu pequeño Juan junta para su madre.
¿Te imaginas que algún día esa
pintura engalane la pared de un museo? “.
Las noticias se iban desvaneciendo
mes a mes y dentro de los sobres con sello francés habitaban pocas líneas que
hablaran del pelirrojo que había captado la atención del niño argentino. “Hace
tiempo que Vincent ya no viene por aquí”. Y tres años más tarde, la tinta
corrida de un trazo húmedo dejaba leer, me han dicho que Vincent ha decidido
morir, yo no creo que así haya sido, y que sus últimas palabras fueron “la tristeza durará para siempre” y esto último, sí,
hermano, es lo que me decían sus ojos.
Ese día, el
pequeño Juan, no terminó de escuchar a su padre, salió y corrió hasta el
arroyo, allí se arrodilló y mientras las lágrimas mojaban su cara juntó esas
flores azules y mirando al cielo pensó en el hombre de la pipa y los pinceles
que lo había hecho soñar mientras crecía.
Esta historia está basada en hechos
reales. Juan Esteban Rispal fue mi bisabuelo. Sus padres llegaron de Francia y
se afincaron en Azul, Provincia de Buenos Aires.
Vincent Van Gogh pintó el Restaurante
Rispal en Asnières el año en que supuestamente comenzaron a escribirse esas
cartas que nunca existieron. Y obviamente, el pequeño Juan jamás tuvo
conocimiento de ningún Vincent en Paris.
El óleo actualmente se exhibe en Misuri,
Kansas City, Estados Unidos, en el Museo de Arte Nelson - Atkins.
Nunca sabremos si los propietarios del
restaurante fueron parientes, pero Rispal no es un apellido demasiado frecuente
y saber que Van Gogh delineo esas letras con su
magnífico arte, toca intensamente cada
fibra emotiva de mi ADN.
*Se llama Miriam Susana Rodríguez. Cuando escribe le gusta sumar su
apellido materno, por eso sus textos llevan como firma Miriam
Rodríguez Roa. Nació en Florencio Varela, un municipio muy
cercano a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, el 29 de junio de 1963.
Es Educadora Preescolar y Auxiliar Psicoterapéutica y, como tal, facilita
laborterapia y arteterapia. A finales de los años 80 estuvo al frente de un
jardín de infantes barrial y, a partir del 2000, trabajó en principio en un
hogar de ancianos; luego, durante catorce años, coordinó un taller protegido de
producción que brinda espacio laboral a jóvenes con discapacidad intelectual. Más
tarde tuvo la experiencia de pasar por un consultorio de rehabilitación y ser
parte de un equipo interdisciplinario, donde su labor fue la de acercar la
expresión artística a niños, adolescentes y jóvenes neurodivergentes. Actualmente
su tarea se desarrolla en el ámbito educativo, realizando talleres
artísticos-literarios en el nivel inicial. Desde siempre le gusta escribir,
pero no hace demasiado tiempo que comenzó a publicar en blogs y colaborar en
revistas literarias. Un relato inédito, escrito especialmente para la ocasión y
titulado Guarda la lumbre a tu lado,
forma parte de El arte de ser: Mujer, arte y
discapacidad, una obra literaria que suma literatura y obras pictóricas de
mujeres de Cuba, Ecuador, México y Argentina.
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