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miércoles, 31 de octubre de 2012

Los Innombrables




I

Éramos ya los innombrables,
los desechados de las glebas,
los que apenas tenían nombre,
lo de vivir en pobres tierras,
los de llevar señal amarga
de castigo por las ojeras,
los de plantar en suelo extraño,
los de vestir ropas ajenas,
los que estaban como de paso
medio sangrando entre las piedras,
los ignorados de la gente,
los del desprecio y las afrentas,
quienes soltaban por las noches
los animales y las hogueras.

Éramos ya los innombrables,
los niños pobres y andrajosos
a quienes se llamaban con un silbido,
o con un gesto, o simplemente con la mitad del nombre;
los que podían vivir bajo las lluvias y los vientos
y las heladas, descalzos, y en las noches crueles de frío y desamparo,
y tener fiebres palúdicas
y envidiar a los bravos
y apedrear los faroles que penden de los tugurios,
o morir como mueren los ancianos
de efímera ilusión, soplados desde abajo.

Podíamos seguir las ferrovías
como si fueran el sendero a la medida
de nuestros anhelos
- brillantes u oscurecidos según la distancia y el tiempo -
orinar en las alcantarillas en los crepúsculos ardorosos
y tener gestos ásperos y altaneros.

Soñábamos con lagos inmensos
y con cabañas en medio de los montes profundos,
soñábamos con bandoleros que asediaban en tranqueras
y podían caer, cruzados de proyectiles, con el regocijo
sobre sus caballos jadeantes, raudos y enloquecidos!


II

Éramos ya los innombrables,
los pobres hombres de la tierra,
los de labios enrojecidos
por pedradas o por violencias,
los de rostro duro y reseco,
los atrevidos en las pendencias,
los que ostentaban sobre el pecho
girasoles y resistencias,
relampagueos en la frente,
sublevaciones en la lengua,
quienes soltaban por las noches
los animales y las hogueras.

Vida la nuestra, oscura,
de conocer todas las hambres,
y los senderos de las lluvias y los paisajes,
de los ventarrones que doblan en las siestas ardientes
el tallo fino de los mandiocales;
conocíamos el bochorno delirante del verano en los cocoteros,
los animales que lamían el bastón de los ciegos y
las serpientes y las flores silvestres.

Conocíamos los caminos
de los talleres y los campos,
de las misteriosas plantas a la orilla de los pantanos,
del sudor pegajoso de los trabajadores en el rumor del mediodía,
del pañuelo bordado por la mano anhelante de las muchachas vírgenes;
conocíamos las marcas forasteras de las barajas en los puertos,
el extraño mutismo de los hombres seguros y violentos.

Acaso descubríamos
cuanto yacía en el sobresalto de nuestros sueños,
el afán insumiso del acero escondido en la cintura
de los valerosos que morían cantando,
la música de los naranjales, el murmullo que suena lluvia adentro,
la cicatriz de los peones que tenían historias indescifrables
sobre la piel oscura a medianoche.

Aprendíamos cantos
de pendencia altanera;
tocábamos las guitarras cuyo secreto profundo era secreto
de los cautos y entristecidos,
aprendíamos las palabras que amedrentaban con su audacia y su furia
como la gloria de los himnos guerreros;
llevábamos el pecho desnudo de amarillo leopardo por los fondos calientes
de los bosques y los tembladerales.

Conocíamos las plantaciones
y los terrenos besados por las Siete Cabrillas,
los que guardaban para nosotros las cosechas más bárbaras,
los que dejaban sangre tibia en la esponja exprimida y oprimida
de nuestra piel morena;
conocíamos el brillo vengativo de los machetes que descansaban todavía
las rodillas que se partían de repente por los montes
húmedos y coléricos, gigantescos y lúgubres, y de virilidad decorosa,
y las comarcas lúbricas de torturado silencio
y el cinturón de fuego del verano.


III

Fuimos hechos de tierra roja
y de palabras callejeras,
de amasijos elementales
y de madera primigenias,
tempraneros encallecidos
de quemarse en las polvaredas,
de auparse en las intemperies,
de madrugar en las capueras,
nacidos ya, como quien dice,
en tiempo de mala cosecha,
sobre caminos quebrantados
por desventuras y querellas,
por gacho gesto ensombrecido,
por un destino de violencias.

Y éramos ya los innombrables,
los pobres hijos de la tierra.

Vida la nuestra, oscura,
de conocer todas las hambres,
de haber escuchado el aliento expectante de los días interminables,
el llanto de las lluvias tristes sobre los llanos,
de haber probado el sorbo
amargo de la desgracia.

Y un día comprendimos
la dirección del viento, de esa musculatura
que se tuesta en la orilla brava de un sol naciente.

Nosotros, los esclavos de siempre,
los hombres de mirada perdida como la curva de los ríos bajantes,
los de anchos pies descalzos como las hojas de los tabacales,
acaparados por los golpes, adosados a los muros,
chamuscados en la extensión espesa de los latifundios infernales,
los que hacían los hijos como escupiendo el aire,
los que llevaban sobre el pecho quemado
los sembradíos y los tatuajes,
comprendimos de pronto
la voluntad sin tregua de nuestras gargantas,
que no había milagro comparable al milagro de nuestras manos poderosas.

Todo cobró un color predominio,
de pasión puesta en pie, de incógnita aclarada,
de ríos madrugando en asunción de brillo saludable,
de camino abreviando el apremio empeñado de los pasos del hombre;
todo animado al soplo de una luz verdadera,
de leño consumido que recobra el desvelo de su fuego,
de una certeza muscular y brava.

Un día comprendimos
que la Revolución no es solamente una palabra
de juvenil violencia, sino el agua fluente para la sed constante de los hombres
que pudiera traer la dignidad, difícil y profunda,
y el apego a la vida
y el latido inocente del sagrado intercambio de la emoción entre los seres.

Que es como la fidelidad de dos manos enamoradas bajo la luna.
Que es como abrir una fuente en una tierra seca bajo la luna.
Que es como la leche tibia de un madre hermosa bajo la luna.
O el grito de una niña bajo la luna.

Y supimos que hay noches
que descansan la frente sobre el pecho del día,
y hombres fuertes, como los nuestros, que sostienen las húmedas mañanas,
y flores que desvarían
en la mano rosada de las jóvenes cándidas,
y empuje adormilado de quebrar cocoteros en la dormida vara de la brisa,
y hogueras que levantan su niebla azul en medio de las colinas,
de las estrellas que guían las fugitivas olas de las playas.

Que no habría senderos entrecruzados,
ni señales desatendidas de los extraviados,
ni desafíos oscuros;
que cumpliría el verano su jornada,
la semilla su parto de esplendor y de ahínco
y el viejo rey del cielo su camino.

Entonces comprendimos
que la vida tendría una extraña belleza
como un árbol preñado de pájaros y meses,
que podríamos levantar la cabeza y mirar el cielo
sin temor y sin vergüenza,
respirar a pulmón pleno las fortificantes frescuras
de las raíces maravillosas.

Que rebelándonos abriríamos
las compuertas cerradas, el telón de los anocheceres hoscos y dolorosos,
que podíamos realizar el amor,
la pura valentía,
el canto,
la sonrisa,
y la fecundación de las aguas!

¡Comprendimos nosotros! Nosotros, los innombrables.