Tengo que escribirlo…
Mis
piernas punzan, las gotas de sudor caen sobre el teclado y la tos no se
detiene. Continúo con la agitación por el evento tan efusivo y dinámico que
acabo de vivir. Pero para esto necesito ir al principio.
Resulta
que hace unas semanas decidí comenzar mi preparación para correr el Maratón de
la Ciudad de México, para quien tenga duda, son 42 kilómetros y 195 metros. Me
cansé de sólo darle vueltas a una pista, cancha o deportivo, así que opté
porque las calles fueran mi pista de entrenamiento.
Todos
los días corro un aproximado de 20 kilómetros, hago gimnasio y lo complemento
con la bicicleta y un poco de futbol. Regularmente esa rutina la hago en las
mañanas, o al menos cuando aún haya luz.
Hoy
no. Hoy la desidia, las ganas, la remodelación de mi casa, mi perro y mil
pretextos más indujeron a que saliera a trotar hasta las 19:45 hrs. Hoy agarré una
llave y emprendí el recorrido a cualquier lugar.
Apenas
llevaba unos metros cuando salió Pablito, mi vecino y amigo de tan solo 5 años,
quien me cuestionó sobre el costo del balón que le presté la semana pasada. Se
le ponchó. Quiere pagarlo de alguna manera. Le dije que así lo dejara. Me
acompañó un tramo y luego lo perdí.
Mientras
más avanzaba sentía mi trote seguro, ligero, fuerte, imparable. La zancada
estaba mejor que nunca y no importó que ayer dedicara todo mi día a pintar mi
recámara y no hiciera ejercicio. Siempre con la mirada al frente hacia el
objetivo: el cruce entre Fuerte de Loreto y Avenida Guelatao. Sólo hasta ahí
llegué y regresé.
La
“vuelta” esta vez sería alrededor de la universidad ya que la subida exige un
gran esfuerzo, y por lo mismo, aporta bastante a la condición física.
Un
dolor en el estómago parecía decirme: “¡Párate! ¡Ya es noche! ¡Comiste mucho!
¡Mañana corres! ¡Regresa a tu casa!”. Pero la necedad es uno de mis defectos
(que a veces se convierte en virtud) y sólo bajé un poco el ritmo, pero
continué.
De
nuevo el límite estaba marcado entre Loreto y Guelatao. Di varios pasos
chiquitos en curva y la banqueta era cómplice de la fluidez de mi andar.
En ese
momento me percato de que, en la otra acera, un joven, de mi edad o menos, con
chaleco y gorra blancos, corre cual velocista en el carril de los autos para
después subirse a la banqueta. Fue tan rápido que mi ritmo fue un poco más
lento para (ad)mirar su habilidad.
Al
voltear mi rostro al frente observo que hay otros dos sujetos, muy torpes en
comparación con el primero, corriendo detrás de éste. Al notar que no podrían
alcanzarlo abordan un taxi guinda con dorado y, eso no lo escuché pero por su
forma de señalar supongo que gritaron enérgicamente al chofer “¡Sígalo!”…
De
pronto he perdido la concentración en lo que estaba haciendo y ya no sé si en
ese tiempo corrí, caminé o simplemente me quedé petrificado en esos segundos de
acción.
Sólo
dos calles después miro a más jóvenes, los cuales, al verme correr, me señalan.
Un instante.
Un segundo. Un parpadeo.
Una
fuerte contradicción pasa por mi mente: al mismo tiempo quiero echar mano de mi
entrenamiento y correr lo más rápido posible; por el contrario, puedo mostrar
calma y continuar con un trote suave.
¿Por
qué hoy justamente estaba sucio mi short favorito y usé bermuda? ¿Por qué no
traje una de esas playeras deportivas como las que acostumbro? ¿Por qué hoy no
traje mi celular para medir el tiempo y mantenerme comunicado si algo sucede?
¿Por qué ahora que llevo varios días sin rasurarme y mi aspecto no es nada
agradable? Ya de por sí tengo no tengo buena facha y ahora me confunden con un
ratero, un buscapleitos, un criminal,
un traicionero o un yoquesé. ¿Por
qué?
La
noche cayó y forma el ambiente perfecto para la escena. Todos los actuantes
están en sus posiciones. Elijo la segunda opción: mostrar calma y trotar
suavemente. De reojo vigilo que ninguno de los sujetos venga de sorpresa y me
propine un golpe que me haga caer (en el mejor de los escenarios), sino es que
con un arma blanca, roja, negra o de cualquier color.
En la
total oscuridad de mi barrio, noto que, no sé cómo, pero libré aquel conflicto.
Entro a mi calle. Alcanzo a escuchar a lo lejos que un niño, en forma de juego,
levanta a otro y lo consuela “¡Ay, ni te salió sangre!”
Tengo
que escribirlo…