Por: Daniel José Acevedo
Hace
unos años ya, iba caminando por la carrera 80 en la ciudad de Medellín, cuando
fui testigo de un acontecimiento muy particular. Imagínense una tarde soleada,
hora-pico, de esas donde los vendedores de Bon-ice hacen su negocio y los
hombres disfrutamos de las mujeres sueltas de prendas, agobiadas por el calor.
Ellas despiertan suspiros, deseos y algunos coloridos piropos de albañiles,
taxistas, carpinteros y uno que otro adolescente con las hormonas en proceso de
erupción. El pitido de los carros se escucha al unisono como una autentica
melodía urbana que nos agobia con su existir. Hasta allí todo lo normal que se
encuentra en una ciudad como Medellín. Pero el telón apenas estaba a punto de
ser abierto. Cuando me acerque al “rompoy
de Don Quijote”
,
vi a una mujer de cabello castaño mal cortado, una falda larga y una suerte de
camisilla azul. No era en realidad muy bella, pero sus ojos me llamaron la
atención inmediatamente. Eran de un color verde oscuro, parecido a los de una
pitonisa o una diosa pagana antigua, de esas que bailaban en el claro de un
bosque o de las que entonaban bajo las olas, una provocativa canción.
La
mujer se paro en el centro del rompoy – lugar privilegiado donde se concentra
toda la vista, toda la recepción-, miro hacia su frente un momento, con la
mirada perdida. No parecía estudiar ningún detalle exterior en absoluto. Tal
vez estaba intentando conectarse o establecer algún vínculo con alguna fuerza
desconocida o poder interior. O tal vez simplemente no pensaba en nada y dejaba
su mente en blanco, preparándose para lo que iba a suceder a continuación. De
un momento a otro, ante la sorpresa de los transeúntes y conductores que
pasaban por el lugar, la mujer empezó a efectuar un extraño y particular baile.
Que aun hoy, luego de tantos años, no logro olvidar. Al principio se movía como
una especie de robot o autómata, haciendo siempre los mismos tres pasos. Movía
primero su mano izquierda con determinado ritmo durante un rato extenso. Luego retrocedía
levemente y agitaba sus dos brazos hacia adelante y hacia atrás. El tercer paso
era un giro, que sorprendía cuando llegaba y que le daba a su baile un aire
etéreo, irreal. Pero luego de este principio, la danza se hacía más
dinámica, empezaba a mover sus piernas y moverse agraciadamente, sus manos se
movían como culebras buscando una presa para cazar. El movimiento de cintura me
recordaba un eclipse, como el día y la noche, en cada agitada. Su cuerpo estaba
desterritorializado, no tenía territorio, era parte de ese parque y de ese
paisaje urbano demencial. Las personas optaban por reírse del espectáculo o
ignorar a la mujer que podía ser considerada una loca, por pararse en un lugar
tan llamativo a hacer aquel acto considerado estúpido, incoherente, fuera del
sentido común. Solo uno o dos, (incluyéndome), nos quedábamos hipnotizados,
mirándola, intentando descifrar el enigma, su baile, suerte de absolución.
Esa
mujer, queridos amigos, era una artista o al menos una metáfora de lo que es la
resistencia en el arte; y es precisamente en este punto, donde quiero pararme
hoy. Pienso que, el concepto de “revolución” es un significante que ya tiene
amplia revisión y que ha sido abarcada en otros ensayos y poemas de la revista.
Yo quería concentrarme en “resistencia”, al menos levemente y hacer una pequeña
reflexión. La bailarina hace un acto de resistencia puro, que nace de su propia
multiplicidad, de su interior. Resistir
es una acción que puede hacer cualquier cuerpo en determinado sistema arbóreo
en el que se ve inserto. Todos podemos o tenemos la potencia o la posibilidad
de devenir resistentes. En términos más entendibles, todos llevamos la
resistencia adentro, este adormilada o no. En el momento en que nos paramos
contra el sentido o la percepción común del mundo, básicamente, estamos
resistiendo y estamos dándole a la vida un nuevo aire, una renovación. No solo
la bailarina o el artista resiste, cualquier persona en cualquier profesión
determinada puede resistir desde su posición en el mundo y en su sociedad: Médicos, abogados, obreros, taxistas, funcionarios administrativos, profesores,
estudiantes, tenderos, todos pueden ejercer un acto de resistencia. Ahora bien,
la resistencia tiene un vinculo muy profundo con el artista, quien la lleva a
un nivel más allá, porque este tiene el poder de hacer caer en crisis las
formas en que representamos y percibimos el mundo. Su resistencia puede pasar
de un instante o un momento y perdurar en su obra o en su manifestación a
través del tiempo. Los museos están llenos de cadáveres y leña quemada que
ahora son cenizas de lo que algún día fueron. Pero que dan cuenta de llamas que
alguna vez pudieron traducirse en resistencia en una determinada época.
La
resistencia es una parte fundamental del quehacer artístico. Es un elemento
necesario e incuestionable de cualquier producción estética. Viene desde el
primer hombre que pintó en las cavernas la muerte de su enemigo, pasando por
las canciones juglarescas de amor prohibido, culminando tal vez en algún oscuro
poema escrito con sangre y dolor. El poeta, el artista y el filósofo resisten,
¿resisten contra qué? Contra el mundo, contra los poderes, contra las
estructuras, contra el orden, pero
principalmente contra la majadería y el sentido común. Gilles Deleuze, un
filosofo francés, pensaba que el artista
era una especie de medico, que diagnosticaba al mundo y de alguna forma le
traía salud. Los poetas, hijos de Dionisio y Apolo, son visionarios pues son
capaces de percibir la mascara y el artificio, su poesía debe dar cuenta de ese
malestar o enfermedad que sacude nuestra realidad –esa terrible construcción-,
y por tanto, traducirse en resistencia. Perder el miedo a la vergüenza, el
rechazo o el castigo, desafiar formas de percepción. Pues retomando de nuevo a
Deleuze, el artista crea perceptos -formas de percepción independientes del ser
en si-, que sacuden, trastocan y mueven el sistema y la estructura cultural
bajo la cual esta organizada nuestra forma de ver el mundo, de representarlo.
Todos articulamos una visión.
Así,
no pensamos “Resistencia”, como un fenómeno vinculado únicamente a la política
o a la lucha de clases, sino como una de
las fuerzas primarias del impulso creativo de cualquier artista. La resistencia
dio origen a una multiplicidad de vanguardias que desafiaron en algún momento
el establechiment, los cánones y la
propia forma en que nos representamos, en que nos articulamos como sujetos
mediante la cultura y la tradición. En un mundo plegado de distintos poderes,
de morales anticuadas, de falsas certezas religiosas, instituciones caducas y soledad
constitutiva del nuevo mundo posmoderno se hace cada vez más necesaria la labor
del artista. El cual, además da cuenta del artificio bajo el cual estamos
inmersos y se burla de manera desenfrenada de la seriedad y la absurda certeza
con la que están construidas muchas de las estructuras de pensamiento de
nuestro mundo. Que son frágiles, sostenidas solo por fuertes discursos hegemónicos.
Pero siempre puede pasar que una pequeña brisa de viento sople y derrumbe la
edificación, el templo, un discurso insostenible, regular.
En
este sentido, el artista o el poeta, puede apropiarse de elementos emotivos,
como la risa –como pensaba Bajtin-, que le permitan sacudir los mismos
cimientos de la mentira en la cual vivimos. Notable es, por ejemplo, el invento
de la pata física, como ciencia de las soluciones imaginarias. Una interesante
forma de demostrar las falencias de la metafísica y la ciencia, de cualquier
intento de creer que podemos racionalizar una realidad que en definitiva nos
desborda y que jamás podremos del todo capturar. Así, vuelvo a la bailarina
solitaria, que sigue moviéndose aun bajo la lluvia y la incomodidad de los
transeúntes. El arte no nació para ser comodidad, no nació para ser tranquilo,
no nació para ser certeza, nació para movilizar, para agitar, para sacudir,
para hacer gritar. Para hacer enfrentar nuestros miedos, para hacer recordar lo
frágiles que somos y para llevar cualquier emoción o percepción a un nivel más
alto, donde se haga impactante, fuerte, llamativo, sublime, que nos confronte
nuestra propia posición como sujetos en el mundo, nuestra forma de ser o más
específicamente de lo que creemos “ser”.
La
danzarina es consciente de que su danza no puede imitar ya el mundo, lo que la
mueve no es el deseo de la simple representación. Lo que la mueve es un flujo,
la autentica necesidad de la creación. Ella deviene baile, deviene música. Es
una danza que no imita al mundo, sino que lo parodia y lo confronta. Ella establece un dialogo con los que pasan,
los interpela, les cuestiona su visión de lo aceptable y lo absurdo. Les hace
sentir que en cierta medida todos estamos locos, nos invita a participar en su
danza, en “resistir” al menos por un momento contra la lógica y el sentido
común. Nos invita a perder el miedo a lo que nace de nuestros deseos y del
orden imaginario, aquel que no es medido por el símbolo, el poder y nuestro
superyó. Se para orgullosa en el centro de la glorieta, para mostrarse como una
actriz del mundo, que escenifica un teatro no en un escenario artificial sino
en el mismo mundo real, donde actuamos cotidianamente, donde caminamos, sin ton
ni son. Su baile continúa y se multiplica, su delirio se trasmite en cada paso,
en cada instante, en cada sensación. El espectador es activo, participa, no
puede ignorar completamente lo que acontece. Su baile se torna así, un desafío,
una resistencia, que sacude su entorno, su visión.
La invitación
desde luego entonces, es a iniciar nuestra propia danza, a resistir. No solo
desde la labor artística sino desde cualquier posición o razón de vivir. El
fuego de la resistencia arde en mayor o menor medida en cada uno, solo hay que
dejarlo crecer. Nada puede en este
mundo, contra el hombre o la mujer que danza, en un parque, en un río, en un
cementerio, en un cabaret o bajo la lluvia. Esa danza de la resistencia, que
es motor de movimiento del devenir artístico y que hoy tiene un toque ligeramente
innombrable.