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viernes, 4 de julio de 2025

“Notas sobre pedagogí” relato de Richard Eduardo Hayek Pedraza


I
 
Por como está la escuela hoy, agradezco sobremanera a los profesores que me cortaron las alas en mi paso por la universidad (aunque, en verdad, eso no debería agradecerse, más aún, profesores así habrían de dedicarse a otro oficio). La cuestión es que no concibo una escuela sin lugar para los afectos, donde los profesores están de un lado del escritorio y los estudiantes del otro, como antaño. El afecto no implica perder autoridad, tampoco cruzar límites morales infranqueables, sino simplemente abrigar al otro, permitir que se acerque, mediar entre su mundo y el mundo del conocimiento, entre la realidad que debe aprehender y esa otra realidad, íntima, muchas veces fragmentada, que dificulta su tránsito escolar. De niño tuve la grandiosa oportunidad de vivenciar el afecto de mis profesores, sin llegar a dimensionarlo en ese momento. Las miradas de admiración, el cambio en su timbre de voz al dirigirse a mí, los mercados que recibí porque me sabían pobre… son cosas que dejan huella, en especial con el correr de los años, como ya lo dije. Sin esas muestras de afecto, de consideración, de solidaridad, quizás mi desempeño académico habría sido el mismo, más no las memorias que hoy conservo de mi etapa escolar, a las cuales puedo darles nombre y apellido y vivenciarlas como si recién estuviesen sucediendo. La risa cómplice, el saludo efusivo, la exaltación escrita al margen del texto presentado, el llamado respetuoso luego de clase para preguntar qué sucede, la conversación sobre temas cotidianos, el compartir un alimento o una bebida… ¡Cuánta falta hace esto a los estudiantes, también a los profesores, en especial a estos últimos, los llamados a transmitir y conservar las huellas del humanismo a quienes recién llegan a poblar el mundo! Una escuela sin afectos, ¿para qué? La razón es importante, siempre lo será, pero ¿y la emoción? ¿Qué será de nosotros, de todos, de los que están por partir, de los que siguen llegando, en territorios de nadie, desprovistos de vínculos socioafectivos que nos hermanen, que pongan a cada quien a la altura de cada cual? ¿Qué sentido tiene educar para razonar, no para sentir? Hay guerra, pobreza, desigualdad, hambre y muerte en todos lados; y la escuela sigue preocupada por los resultados de las pruebas PISA, en vez de preocuparse por la insensibilidad que noche a noche nos arropa. ¡Qué mierda!  
 
 
II
 
Tender puentes: ¡qué imagen más bella para ilustrar el oficio de educar! Y, como es una imagen, solo quienes se atrevan a imaginar podrán entender su trasfondo. Los que no, que se hagan a un lado en provecho de los que sí se imaginan como maestros, no como docentes con el respeto que se merecen quienes ejercen tal profesión. Los docentes que no puedan imaginar, bien sea porque no tienen tiempo, o bien porque el poco que les queda lo ocupan en cuestiones con un valor más allá de lo imaginativo (contante y sonante), que se dediquen a lo de siempre, al deber ser, pero sin restringir al colega que imagina, al que sueña con una escuela distinta, al que apunta a ser orfebre de la palabra y, con ello, poetizar la vida de sus estudiantes. Bienvenidos los docentes de acción, prácticos, destinados a hacer mil cosas que nunca resultan en nada, o peor aún, en lo mismo de las últimas dos, tres o cuatro décadas; pero bienaventurados los docentes que se sueñan maestros, que se hacen a pulso y frustraciones, que se enfrentan a siete, ocho y hasta nueve imposibilidades diarias, y siguen adelante, firmes en su convicción de formar niños, niñas y jóvenes para la vida, no para el trabajo; hombres y mujeres para la convivencia entre desiguales, no para la salvaje e irreflexiva competencia que campea por calles y aceras de las pequeñas y grandes ciudades; seres sentipensantes como decía Galeano, que le imprimen razón y sensibilidad a sus palabras, consideración y solidaridad a sus acciones. Tender puentes: ¡qué premisa, qué filosofía profunda en apenas dos palabras y una imagen! De repente, veo venir a Isa con una pregunta asomando en su boca. Mientras pienso la respuesta, le digo, sin decirlo a ciencia cierta: tiendo mi mano para que me entiendas, para entendernos y caminar juntos esa otra vida que transcurre entre el aula y el patio de recreo, entre la escuela y los sueños que te vuelan lejos de camino a casa. Lo digo y enseguida me apresto a responder. Isa me mira expectante. Un silencio sobrecogedor inunda el aula en mi primer día de clase.  
 
III
 
Decir las mismas cosas de otra manera es, nada más ni menos, que abrir un espacio para la imaginación.
 
Lo hacen los poetas, tanto los que están en el Olimpo de la poesía como aquellos otros que recorren la ciudad a fuerza de versos, ajenos a la fama, distanciados del aplauso, llevando a cuestas la palabra, solo la suya, la de nadie más. Y lo hacen, también, los viejos y viejas, los niños y niñas, cuando se les brinda la posibilidad de contar sus historias, sin restricción alguna a su arte, siempre tan natural, vivaz, casi que inconsciente y rico en detalles que corren el riesgo de perecer en ausencia de una escucha atenta, receptiva, dispuesta al vaivén de una ventana que pide a gritos ser abierta. 
 
Viejos y viejas, niños y niñas, pertenecen, pues, a una estirpe de poetas que no escribe libros, más sí recuerdos: mañanas de cortar y cargar leña a mil años y soledades de Macondo; tardes de rayuelas imposibles en la mismísima pluma de Cortázar; madrugadas por venir en clave de balbuceo y travesura, con forma de cana y arruga. 
 
Estos poetas del y para el recuerdo no saben de metáforas, aunque es innecesario que lo sepan porque la vitalidad que le imprimen a sus relatos, ese tono trepidante que hace sentir hasta el vuelo de la mariposa que dibujan sus palabras, o sus manos, son suficientes para disfrutar y/o padecer lo narrado. Se sucede, entonces, un traslado a otro tiempo y quien escucha empieza, por extraño que parezca, a añorar lo no vivido; o a sonreír frente a la infancia casi perdida en medio del inmediatismo que nos habita, aunque recién recuperada en otros ojos, en otro cuerpo, en otra voz que retrata una calle que, casualmente, da a la suya, a la nuestra… a esa calle de todos, de nadie. 
 
El mundo, con su siniestro teatro de luces y sombras, nos requiere niños y viejos, es decir, imaginativos, entusiastas de la narración, portadores de una palabra que plante de porvenir tanto futuro construido para el propio malestar de todas nuestras generaciones. 
De los niños que hacen de su fuerza interior una saga cósmica, con personajes que muestran las virtudes y defectos de los dioses, de los humanos y las máquinas; y de los viejos que se quedan como suspendidos en el tiempo mientras relatan su itinerario de los sábados, en un pueblito de esos que ya nadie recuerda; podemos aprender que fantasía y evocación son pasajes a lo imposible, “... presentaciones a los sueños”, y, como sabemos,  “... no necesita presentaciones quien, con la facilidad de la vida, entre en conversación con ellos” (Pessoa, 2019, pp. 34-35). 


*Richard Eduardo Hayek Pedraza. Colombia.Licenciado en educación que todavía no ejerce por razones propias y ajenas. Amante de la escritura desde los 17 años, cuando descubrí lo mucho que se puede hacer con la palabra. Mis textos son reflexivos en su mayoría, con tintes poéticos, aunque a veces trato de escribir uno que otro poema.

jueves, 3 de julio de 2025

"Lirio fiel" poemas de Camila Belén Aguilera Ramos


Lirio fiel
 
Mira mis ojos: tiemblan como estrellas,
se tornan cristalinos al mirarte.
Y en mis pupilas, dulces y  bellas,
se esconde el grito mudo de abrazarte.
 
Mis cejas, en suplicio delicado,
se alzan como quien ruega en voz callada;
mi alma, por tu sombra acariciada,
pide no ser más por ti ignorada.
 
Cuando tu mano roza mi mejilla,
quisiera que ese instante se alargara,
que fuese abrigo, nido, no semilla
que toca el alma y luego se separa.
 
No anhelo un gesto leve y pasajero,
sino quedarme quieta en tu tibieza,
como quien halla, al fin, sin más sendero,
refugio en una mano con firmeza.
 
Y al rozar con tus dedos mi nariz,
justo en mi lunar, tan inadvertido,
todo en mí se serena y soy raíz,
y el mundo se disuelve en su sonido.
 
Buscas mi abrigo a veces, y en mi hombro
reclinas tu cabeza sin aviso;
mas luego te retiras como asombro,
dejando atrás el sueño y su hechizo.
 
Tus manos, frente a frente con las mías,
recuerdan besos que no se dijeron;
no fueron labios, no, ni melodías,
pero igual parecieron y dolieron.
 
Ojos que no son míos… ¿algún día
me mirarás sin huir de mi presencia?
Aún sigo aquí, serena en la agonía
de quien espera,
sin perder la esencia.
 
 
Flor velada
 
En la niñez me fue robado algo sagrado,
por manos que vestían sombra cercana,
y mancharon mis pétalos aún cerrados
con tinta negra, muda, inhumana.
 
Me sentí carne expuesta entre maleza,
agua clara para un roble envejecido;
yo era pequeña, sin voz, sin certeza,
mi cuerpo callaba, mi alma había huido.
 
Guardé el recuerdo tras un velo espeso,
como un payaso que salta en lo prohibido;
y un día, ya en la vida de regreso,
brotó sin aviso, sin ser bienvenido.
 
Algunas hojas nunca reverdecen,
se secan, y en su ocaso duermen quietas.
Hay cosas que los años no deshacen,
ni el sol ni el tiempo tornan completas.
 
Y aunque intento contar lo que me duele,
el mundo duda o gira la mirada.
Mas mi raíz, aún rota, aún se sostiene
y florece, aunque sea desgarrada.
 
 
Evangeline
 
Se fue sin despedirse, sin aviso,
dejándome un chaleco por abrigo;
y el mundo se volvió, sin su sonrisa,
un cuarto con la luz bajo el castigo.
 
Tenía dieciséis y el alma rota,
miraba la ventana sin aliento,
y el eco de su risa —ya remota—
caía como polvo en mi pensamiento.
 
Lloraba en las noches, en su lana,
buscando su perfume entre la bruma;
preguntándome —niña tan temprana—
quién vendría ahora a verme tras la luna.
 
Ella, que nunca tuvo un campo amable,
ni madre que le diga “aquí te espero”;
vivió entre manos frías, sin respaldo,
soñando el corazón que no fue suyo entero.
 
Y a veces me pregunto si supiste
lo que era el amor —si fue bastante—,
si entre el dolor que siempre te vestiste
al menos una flor tocó tu guante.
 
Tampoco yo sentí un hogar conmigo
después de tu partida silenciosa;
me fui, como una flor sin su rocío,
con la raíz quebrada, temblorosa.
 
Y cuando miro al cielo en esta herida,
no busco la luna como el resto;
yo miro a las estrellas escondidas,
esperando encontrar tu parpadeo honesto.
 
Porque sé que vives donde no sangra,
donde el frío no toca ni maltrata;
allí donde tu alma ya no carga
la pena de la infancia que arrebata.


*Luz (Chile, 23 años) es una escritora emergente cuya poesía nace desde lo íntimo y lo emocional. A través de metáforas florales y naturales, transforma el dolor, la pérdida y el silencio en imágenes que florecen. Este es su primer proyecto compartido, creado con sensibilidad, honestidad y raíces profundas.

miércoles, 2 de julio de 2025

"Desapariciones" poemas de Andrés Felipe Gil Álvarez


DESAPARICIONES

Según se puede observar
cada vez que cae el sol
una persona se pierde.
 
No se alcanza a percibir
bajo qué techo reposa
bajo qué tierra, o qué río.
 
En dónde yacen sus restos
o su pobre humanidad,
desde qué selva, o desierto.
 
Bajo qué ácido fue
que sus huesos se esfumaron
entre qué maderas fue
que su piel se hizo cenizas.
 
Dentro de cuál corazón
en qué lágrima, o sollozo
de una madre desolada
reaparece su recuerdo.

 
ALAS DE CENIZA
 
Agita sus alas la ceniza,
ave que se esfuma
con el viento.
 
Disuelve las plumas en la niebla
formada de arena
y espesura.
 
Aroma de bruma y lodazal,
negrura profunda de la noche,
tierra movediza de los pasos,
cuerpo incinerado de los muertos.
 
Graznido que emite el mensajero,
follaje de cuervos
y de sombras.
 
En el ancho vuelo de las almas
flotan los recuerdos esparcidos.
 
 
TEMERIDAD
 
Donde quiera que estés,
la muerte te acecha;
morir es el riesgo de estar vivo.
 
Sombras merodean en las calles,
buscando hurtar tu sonrisa.
 
Intentar pervivir,
pese al peligro
y a la lucha interna que libras.
 
Los hombres regresan del trabajo,
con las piernas rotas de cansancio.
 
La preocupación rodea la cabeza;
hay un padre ansioso que resiste;
sus hijos ignoran sus esfuerzos,
jugando al amor, sin experiencia.
 
Al borde de saltar hacia un abismo,
demonios pululan los adentros;
defiendes con garras y con dientes,
burlando otra vez a la locura.
 
No dejas de pensar en su venida:
La muerte es un heraldo
que te acecha.
 

*Andrés Felipe Gil Álvarez (Andrew Gil) nació en Medellín, Antioquia, en 1989. Sus textos han sido publicados en diversas antologías poéticas: Encuentro de poetas Comfenalco Antioquia, ediciones XVII y XVIII (2016-2017); en la primera edición del festival de poesía Poetas al Viento (2017); y en la cuarta, quinta y décima edición del Festival de Poesía de la Comuna 6 del colectivo Citibundas (2017, 2018, 2023). Además, ha participado en varias publicaciones de la revista Lunario, del colectivo La Buerta de los Poetas (2016, 2017, 2018, 2020), y en Contertulios, de Ediciones Sepia, México (2024). Ha sido invitado a diferentes recitales y festivales de poesía en la ciudad de Medellín y el departamento de Antioquia.

lunes, 30 de junio de 2025

"Colores de la ciudad" serigrafías de Manuel Oreste Suárez.

 

Nombre: Colores de la ciudad
Técnica: Serigrafía sobre MDF
Medidas: 47 x 25 cm
Año: 2025


Nombre: Impresión convergente en rojo y negro
Técnica: Serigrafía sobre PVC
Medidas: 129 x 200 cm
Año: 2024

Nombre: Color al espacio
Técnica: Serigrafía sobre papel de algodón
Medidas: 20 x 25 cm
Año: 2023


Nombre: Núcleo dinámico #7
Técnica: Serigrafía sobre MDF
Medidas: 30 x 30 cm
Año: 2017



Nombre: Estructura de color
Técnica: Serigrafía sobre papel de algodón
Medidas: 20 x 25 cm
Año: 2024


Nombre: Estructura de color II
Técnica: Serigrafía sobre papel de algodón
Medidas: 20 x 25 cm
Año: 2024





*Manuel Oreste Suárez. Nace en Caracas - Venezuela. Graduado en la universidad Armando Reverón (IUESAPAR) mención Artes Gráficas y en el Pedagógico de Caracas en la mención Artes Plásticas, ejercicio funciones como docente en la Universidad Nueva Esparta en la catedra de sistemas de impresión e historia del diseño. Realizando diversos talleres y cursos en instituciones tales como: IPC, IUESAPAR, CECOARTE, CENAMEC, Museo Carlos Cruz Diez y La Cinemateca Nacional. Su trabajo se fundamenta en la revalorización del color como una experiencia en sí misma, sin ayuda de la forma. A lo largo de su vida artística a logrado varias distinciones y reconocimientos siendo la última en el 2024 en el Salón Juan Lovera, en Caracas.
A participado en diversas exposiciones individuales y colectivas a nivel nacional (Miranda, Carabobo, Barinas, Lara, Mérida, Aragua, La Guaira y D.C) e internacionales (EE.UU, Chile, Argentina, España, Italia, Iraq, Brasil, Uruguay, México, Bolivia, Chile, Perú y Colombia), de forma presencial y virtual. Representado actualmente en diversas instituciones, galerías y museos a nivel nacional e internacionalmente, así como en colecciones privadas.

viernes, 27 de junio de 2025

"Nunca dijeron adiós" relatos de Miriam Rodriguez Roa

Era el principio del siglo XX.  

Y en un lugar donde el llano se pierde en el horizonte, Julio Rogé se dedicaba a comprar, almacenar y vender los cereales producidos por los agricultores de la región. Negociaba precios con los productores y los compradores y transportaba los granos a los puertos. 

Su integridad y su ética lo habían hecho merecedor del respeto tanto de unos como de otros. 

Por su posición social, económica y la preparación académica, se podía decir que era un privilegiado. Pero la humildad y generosidad que lo caracterizaban habían hecho que don Rogé, como lo llamaban, gozara de alta estima entre todos. 

Esta manera de actuar, sin dejarse influir por las presiones, ubicado y cercano, le permitió amoldarse cuando le tocaron las mal dadas.  

Las fluctuaciones del mercado y los extensos períodos de sequía que afectaron la calidad y cantidad de la cosecha lo obligaron a andar y cambiar de campos. Terrenos que fueron disminuyendo en hectáreas y producción conforme pasaba el tiempo.  

Cada mudanza suponía un nuevo duelo. Pero le enseñaron a valorar lo que tenía, a soltar y abrirse a nuevas posibilidades. Y esto mismo supo transmitírselo a sus pequeños hijos. Quienes crecieron sabiendo aceptar las pérdidas, entendiendo que las despedidas no son el final, sino el principio de algo nuevo. 

Su inquebrantable carácter, la rectitud y nobleza de sus actos, el no quedarse atrapado en el pasado, no hacer gala de este ni negar la realidad, le valieron a él y su familia, ser muy bien recibidos allí donde fueran. 

Alba era la más pequeña de sus niñas. Nadie podía siquiera suponer que Julio no amaba a todos sus hijos por igual. Pero, sin dudas, ella era su ojito derecho. De cabellos dorados, casi etérea y con una profunda mirada teñida de color verde intenso, era un calco de su madre, pero su andar y proceder eran los de su padre. Dejarla hablar era dar por hecho que bien podría llamarse Julia. 

La pequeña Rogé, lo admiraba y él no podía disimular su debilidad por ella, por eso no perdían ocasión para estar juntos. 

Se camuflaba entre el trigal, hasta encontrar a su papá y quedarse acompañándolo mientras trabajaba. 

Muchas veces, sin importarle el roce áspero de la arpillera contra su piel, trepaba por las bolsas repletas de granos mientras él las apilaba, y le encantaba correr tras las carretas que las llevaban hasta los furgones del tren.  

Y por las noches, se escapaba de su cama y se acercaba sigilosamente hasta la sala, para verlo leer o escribir esas largas cartas que nunca supo muy bien a quien enviaba. Le fascinaba esa tenue llama de la lámpara, que parecía encerrar en un cono luminoso y casi mágico, esos instantes que no quería olvidar. 

Como en un soplo de suave brisa, casi sin pensarlo, Alba dejó de ser niña. 

Las charlas entre padre e hija eran interminables y las discusiones las hacían más que interesantes. Ambos pensaban igual, pero llevaban sus opiniones por distintos carriles, para terminar, siempre coincidiendo en la conclusión y riendo de sus propios intercambios de palabras. 

Ya no escalaba sacos. Ahora prefería subirse a un par de tacones y vestir de seda para acudir a los bailes del pueblo.  

Y en una de esas reuniones conoció a un joven que logró que Alba ya no tuviera tan presente a su padre.  

Los dos tenían la misma edad. Primero fue amistad, luego noviazgo formal. Y fue entonces cuando, con la promesa de volver a buscarla, él decidió marcharse a la gran ciudad en busca de un futuro mejor.  

Ahora era Julio, quien se asomaba por las noches, para verla escribir, él si sabía a quien iban dirigidas esas cartas. Y también conocía el remitente de las que ella leía una y otra vez. El temor de ver sufrir a su hija lo llevó a desalentarla sumando fichas de que distancia y amores nunca prosperan. 

No alejó a su hija, el vínculo entre ellos era indestructible, pero consiguió quebrar el idilio que existía. 

Alba escuchaba cada palabra con dolor, pero se aferraba firmemente a la ilusión. Y no se equivocaba. El dueño de su corazón regresó a cumplir su promesa. 

Los tiempos de acopiador habían terminado. El “don Rogé” seguía sonando fuerte, pero ya se sentía cansado. Sus hijos estaban grandes y lo iban necesitando menos. 

Mientras la casa se alborotaba al ritmo de la boda, él se retraía. Leía mucho, sentía más. Le daba paz ver tan feliz a Alba, pero, por otro lado, no soportaba la idea de que se fuera tan lejos. Presentía que se quedaba sin tiempo para disfrutar a su hija.  

La vio vestida de novia, se emocionó como nunca lo había hecho y después del brindis se retiró a la francesa. 

Cuando los novios se fueron nadie lo vio. La madre la abrazó intensamente y los hermanos los acompañaron a la estación. 

En el andén hubo bullicio, risas nerviosas, besos y más abrazos. 

El tren se fue alejando y Alba, asomada por la ventanilla, con los ojos cada vez más húmedos, entre las figuras cada vez más pequeñas de los familiares, busco la de su padre, pero nunca la encontró.  

Y en ese mismo momento, en la penumbra de su habitación cerrada, Julio lloraba desconsoladamente. El hombre que todo lo había soportado no pudo gestionar esta despedida y supo que ya quedaba muy poco tiempo. 

Alba regresaba cada verano, pero los días parecían no ser suficientes. 

Julio se durmió para siempre el sexto otoño después de la boda.  

Alba Rogé comprendió como nunca lo que su padre le había enseñado. Hay que llorar lo que se fue, pero también sonreír por lo que queda. 

A ella le quedaba el infinito y eterno amor, la bendición de haber tenido el mejor de los padres. 

Tal vez fueron alas de un mismo ángel, por eso nunca se dijeron adiós. 


*Miriam Susana Rodríguez, argentina, es auxiliar psicoterapéutica y se dedica a facilitar procesos de labor y arteterapia. Ha desarrollado su trabajo en hogares de ancianos, talleres protegidos y consultorios de rehabilitación. Actualmente, su labor se centra en el ámbito educativo, donde realiza talleres artístico-literarios en el nivel inicial. Desde siempre le ha gustado escribir. En los últimos años ha publicado en blogs y revistas literarias. Su relato Guarda la lumbre a tu lado forma parte de El arte de ser: Mujer, arte y discapacidad, una obra literaria que reúne textos y obras pictóricas de mujeres de Cuba, Ecuador, México y Argentina.