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martes, 16 de septiembre de 2025

"Tuve que levantarme la camisa para ver si no me había roto" cuento de Juan Esteban Londoño

A los veinte años Marcos Leiva era un sobreviviente. Lo conocí en el noventa y siete, cuando se instaló en La Estrella. Era oriundo de San Roque. Una sombra de violencia lo perseguía, no le gustaba hablar de ella. Vivía donde una amiga de su madre, doña Teresa, que siempre fue tan buena en prepararle la comida y plancharle las camisas. La familia de Marcos, o lo que quedaba de ella, permaneció en el pueblo que se llenó de muertos y sus ruinas comenzaron a ser habitadas por fantasmas. Él se marchó de San Roque, quería escapar de la violencia y aprender electrónica en el SENA de Itagüí. Le gustaba manejar equipos de sonido, reparar instrumentos musicales y programar computadoras.

Yo pasaba el tiempo con Marcos en mi balcón, en la esquina ubicada entre Calle Quinta y El Dorado. Divisábamos la multitud que subía y bajaba por una de las principales arterias casi verticales del municipio, donde las casas parecían grillos que se aferraban con sus patas a los troncos de los árboles. Los nuevos ricos salían a pasear con parlantes amarrados a las sillas de montar de sus caballos, los que dejaban las calles malolientes, sucias de cagajón. Los sombreros no les permitían ver los rostros a aquellos hombres, de quienes se decía que eran los dueños de todos los relojes que indicaban el tiempo de trabajo y de descanso en La Estrella. Los muchachos pobres hacían piques en sus motocicletas recogidas en cementerios de chatarra. Eran aparatos esqueléticos y oxidados, a veces con una sola llanta. Sin farolas ni luces para deslizarse sigilosas en la noche, servían para hacer piruetas o para cumplir misiones tenebrosas que encargaban los hombres de sombrero. Sus novias, ataviadas con escotes y collares de brillantes falsos, pantalones ceñidos y botas puntiagudas, cocinaban sancochos de hueso de vaca, condimentados con cilantro y marihuana, en la única calle del barrio. Las gorras, entre el humo de las hogueras y la niebla de la madrugada, no permitían distinguir los rostros de los comensales. A veces, se les veían los ojos brillantes cuando encendían el cigarrillo Pielroja. A veces, se lograba comprender que eran apenas muchachos temerosos y con ansias de triunfo.

La música y la pólvora acompañaban el ruido de las calles llenas de huecos. Los habitantes del pueblo encendían la fiesta con cantos de Darío Gómez, Héctor Lavoe y Pastor López. Ningún carro de transporte público o de venta de leche se atrevía a entrar al barrio mientras estaban de fiesta.

Marcos y yo combatíamos la parranda de los vecinos con unos parlantes inmensos que él había diseñado. Vivimos la juventud en aquel pueblo, al ritmo del rock y a la sombra de La Mafia, esa señora de ojos velados que en las noches de luna llena pasaba en un carro de vidrios negros señalando quién merecía la muerte. Era poderosa. Tenía como servidores y lacayos a los hombres de sombrero y a los muchachos de las motos esqueléticas. 

Muchos héroes del barrio eran niños criminales, que fueron desapareciendo con el paso de los meses. Se les erigió una escultura oxidada en forma de pájaro sin alas, derruida por la orina de los perros y de los mendigos, a la que las madres le llevaban flores una vez al año. Una sola escultura para todos con el fin de aunar en una imagen la memoria del rufián de turno.

Los demás muchachitos buscaban imitar sus leyendas. Pero Marcos, que venía de otro pueblo huyendo del conflicto entre guerrilleros y paramilitares, era distinto a ellos. Tenía unas gafas grandes y sucias. No sé si veía bien a través de los lentes. Me daban ganas de pasarle un trapo de cocina para que las limpiara. Él no se preocupaba por la mugre, siempre y cuando pudiera distinguir las letras de los libros que leía. Era un animal raro. Hablaba, con saliva en la comisura de los labios emocionados, de la traducción que hizo Vicente Blasco Ibáñez de Las mil y una noches. No toleraba ninguna otra. Había comprado una versión ilustrada por Doré que cargaba en una mochila arhuaca deshilachada. Estaba, además, enamorado de Tolkien y de la Tierra Media. Aún no habían salido las películas de Peter Jackson, pero conocía las genealogías de elfos que este escritor imaginó en su sótano inundado por el humo de tabaco. En su casa desplegaba los mapas y me explicaba los recorridos de Frodo para destruir el anillo, la antigüedad de Galadriel, el origen de Gandalf, que no era un simple viejo caminante y polvorero, sino uno de los Maiar, los heraldos de los dioses en la creación de Arda. Marcos hablaba de un canto con el que el mundo había sido hecho y decía que en las olas del mar, o incluso en la niebla de las cumbres de La Estrella, aún se oía la música de los Ainur.

El flaco Reyes, Juan Ratón, Diego Velorio y yo escuchábamos a Marcos de buena gana. Nos sentábamos a ver pasar la noche y oíamos sus historias, acompañados por la música de Judas Priest y de Iron Maiden en una grabadora a la que le adaptamos los parlantes. Compartíamos también con Perla y Viviana, a quienes les gustaba el punk pero se aguantaban el metal. Tomábamos un vino barato que venía en una caja y le mezclábamos un confite de menta para apaciguar el dulzor. Veíamos cómo tiraban pólvora en cualquier día del año y en las madrugadas contábamos los globos de papel en el aire.

Todos deseábamos a aquellas mujeres con maldad e instinto. Perla no tenía un rostro bello, los dientes eran desordenados y grandes, no le cabían dentro de la boca, y los ojos padecían de una leve desviación. Pero emitía feromonas por donde pasara. Los hombres alcanzaban a olfatearlas y perseguían como una jauría de perros sus pechos que parecían dos parras cargadas de cientos de uvas flotando sobre una cintura apretada que dejaba ver vistiendo una camisa ombliguera negra. El vientre estaba marcado por un camino de músculos que insinuaba por debajo del ombligo el sendero que todos buscaban y que apenas cubría con su pantalón abrochado muy abajo. Incluso Escopeta, uno de los pillos de El Dorado que tenía el cuerpo largo como el de un arma y usaba zapatos blancos de talla muy grande, le rogaba que lo dejara estar con ella siquiera una noche. Perla se negaba.

Viviana tenía el pelo ensortijado, largo hasta la cintura, y usaba brackets. El cuerpo era flaco por todos los lados, excepto sus caderas amplias, similares a dos globos sobre los que flotaba. Yo soñaba con arrancarle los huesos y chuparlos como los devora un animal carroñero después de la faena de los cazadores.

Cuando los demás se marchaban, Marcos y yo nos quedábamos con ellas. En la noche subíamos a la terraza, instalábamos el equipo de sonido y comprábamos comida y ron. Mi mamá y mi tío se aguantaban el ruido en las habitaciones del segundo piso. Sobra decir que mi padre había muerto como morían todos los hombres menores de treinta años en La Estrella: con dos tiros en la nuca.

En una esquina, apretaba las inmensas caderas de Viviana contra el muro y la besaba con fuerza. No tenía cuidado de que me cortara los labios con los brackets. Buscaba tácticas para hundirme en su entrepierna, pero ella no se dejaba romper la ventana de la virginidad. Apretaba los pies y me arañaba las manos, me mordía el cuello con rabia y me decía que hasta ahí era mi límite.

Perla era más generosa con Marcos. En una ocasión, mientras besaba a Viviana, abrí un ojo y vi cómo él metía la mano debajo de su camisa, desgranando las uvas que componían sus pechos, como si tuviera muchos senos adentro de los senos.

Además de la imaginación volcada a los libros y las células del cuerpo obsesionadas con aquella población micélica de deseo y voluntad que llamábamos mujeres, estábamos apasionados por la música. Con los ahorros de una mesada que me daba mi abuela todos los domingos, compré una guitarra acústica y aprendí a tocarla. Soñaba con ser un rockero famoso. Empecé a dejarme largo el pelo. Marcos me siguió en la apuesta. Los cabellos brotaron hacia arriba como espigas de maíz y poco a poco fueron bajando por las frentes. Nos atravesamos las orejas con agujas calientes y nos pusimos los aretes de plumas de mi madre; usamos ropa negra con taches, botas obreras que compramos en las tiendas Grulla y les rompimos la punta para que se viera la platina reluciente con Brillametal. En La Estrella fue un escándalo. Cuando salíamos al parque se asomaban las cabezas por las ventanas. Escuchábamos murmullos y siseos mientras trepábamos Calle Quinta. Rezos y exorcismos de señoras escondidas detrás de sus velos nos perseguían como una letanía medieval. A veces nos lanzaban agua bendita y cerraban los postigos de madera a toda velocidad.

Una noche estábamos sentados en el parque de La Estrella, al lado de la estatua de Simón Bolívar. En la grabadora de pilas escuchábamos música de Black Sabbath. Escopeta, el del cuerpo largo como un arma y los zapatos blancos, caminó hacia nosotros y nos olfateó con su nariz respingada. Tenía una botella de brandy en la mano y un cigarrillo de marihuana entre los labios. Lo tomó con dos dedos para hablar y miró los pechos de Perla apretados contra un corsé negro, atado con cintas púrpuras. Nos pidió apagar la música. Le bajé el volumen. Envidioso del modo en que Marcos abrazaba a Perla, pasándole la mano por la cintura, dijo que si seguíamos de satánicos y visajosos nos mandaría en bolsas para el infierno. Bolsas bien negras, como les gusta vestir a ustedes, reiteró.

Los skaters que saltaban las escaleras y partían en fragmentos cada vez más pequeños las baldosas del parque tomaron sus patinetas en la mano y se fueron. Las palomas también salieron al vuelo como si presagiaran la muerte. Le dije a Escopeta que nosotros no le estábamos haciendo daño a nadie. Lo miré a los ojos pero sin hablarle de mala manera. Mencionó, entre el humo de la marihuana y con ciertas pausas de tos, que estaban organizando unos partidos de fútbol en La Placa del Comando, al lado de la vieja escuela abandonada. Contaban con que armáramos un equipo para el siguiente lunes. Es festivo, dijo tosiendo. Los espero allá, o vengo a buscarlos con mi gente.

Casi obligados, armé un equipo con Marcos, El flaco Reyes, Juan Ratón y Diego Velorio. Decidimos usar camisas negras con estampados de nuestras bandas favoritas: Pink Floyd, Manowar, Judas Priest, Iron Maiden y Metallica. Fuimos a jugar a La Placa. Era de noche y dos lámparas amarillas iluminaban el contorno. La puerta estaba cerrada y tuvimos que trepar la malla. El público vio que había juego y forzó la puerta hasta romperla. Los jóvenes se sentaron en los muros junto a la raya pintada de blanco, que era borrosa en muchos tramos. No había tribunas. Cualquier balonazo podía descalabrarlos. Estábamos nosotros y solo un equipo rival, cuyos jugadores parecían orcos. Escopeta encabezaba el grupo. Era el delantero. Vestía una pantaloneta muy corta que le dejaba ver las piernas largas y velludas, delgadas como si los huesos estuvieran forrados en piel, y una camisa de botones. Usaba los mismos tenis largos blancos que parecían de payaso. El Gordo jugaba en sudadera, de portero, le salía la barriga peluda por debajo de la chaqueta anaranjada. El Negro cambió las zapatillas Zodiak por unos tenis Adidas Samba, comprados para la ocasión, y tenía todo el equipamiento de jugador profesional. Adolfo y Piña, los defensas, vestían camisetas azules y verdes de la Selección de La Estrella que les habían prestado sus hermanos. Tenían los ojos rojos como poseídos, las ganas de matar ardían en sus párpados.

Empezamos a jugar. No había árbitro. Los balonazos golpeaban las paredes e iban despedazando los ladrillos sobre las cabezas del público. El vértigo disparó la adrenalina en nosotros y en los voyeristas. Un polvo gris y marrón inundó el lugar, nos impedía ver las esquinas de la cancha.

Nos metieron dos goles pronto. Entramos perdiendo. Ellos jugaban bien, pero tenían mal estado físico. Se cansaron rápido. Empatamos el juego con dos goles de Juan Ratón, que jugaba en el medio. Yo iba adelante, pero me tiraba al costado derecho para distraer a los defensas. Marcos, sin que nadie lo esperara, pateaba bien la pelota, aunque no corría mucho. Con la celebración del cuarto gol se le cayeron las gafas. Se agachó a buscarlas mientras los demás nos abrazábamos. No las veía. El Gordo las pisó y yo las recogí. Tenían un vidrio quebrado y una pata torcida. Tuvo que improvisar amarrándolas con una cinta que le pasó Perla desde un muro donde estaba parada.

Empatados cuatro a cuatro, pasé la pelota a Diego Velorio y él la metió por entre las piernas del arquero. Eran arcos pequeñitos que flotaban en la nube de polvo. Empezamos a ganar. Los jugadores de Escopeta disparaban y anotaban, pero los hobbits llevábamos un gol de ventaja. No eran capaces de alcanzarnos. Nos dieron durísimas patadas. Cuando me acerqué al arco, el Gordo me pegó una carga que me hizo traquear las costillas y caí sobre un montículo de arena. Me dolieron los huesos. Tuve que levantarme la camisa para ver si no me había roto.

Íbamos nueve a siete, ganando nosotros. Se oían los gritos en la cancha, pero no se veía la gente. El polvo de ladrillo, el vapor del juego y el humo de la marihuana nos aprisionaba en aquella niebla. Escopeta dijo que el que hiciera el último gol se llevaba la victoria del partido. Respondí que no, ya que teníamos ventaja, pero él insistió con voz amenazante. Tuve que aceptar. Era tarde y estábamos cansados. Parecía que no venía otro gol de nuestra parte. Hasta que en el último minuto El flaco Reyes sacó desde el arco y me la pasó a media cancha. Yo corrí a la punta derecha e hice un pase rápido a Marcos, que venía desde atrás por el carril derecho. Este, de un zapatazo, metió el gol que nos hizo campeones.

Alzamos las manos de victoria como si fuera la final de la Copa Libertadores. Fuimos a abrazarnos al círculo central de la cancha, el único lugar que aún podía verse con claridad. Nuestros rivales no respiraron, enardecidos al perder ante un equipo pequeño. Sin ver que se acercaban, nos golpearon por la espalda. Yo sentí un pescozón que me dejó silbando el oído. Me volteé y era Escopeta dando manotazos. Respondimos. Diego Velorio y Juan Ratón eran buenos para la pelea. Habían crecido en el campo, donde todo se solucionaba a golpes. El primer gancho de Diego Velorio hizo sonar el maxilar de Piña como si estuviera partiendo un coco. Juan Ratón agarró al Negro por el cuello mientras le daba rodillazos en el estómago. El flaco Reyes, aunque de estatura baja, se mantenía a la defensiva, mientras que Marcos y yo lo rodeábamos. La pelea se extendió a los espectadores, que ya estaban dentro de la cancha. Hasta Viviana y Perla se agarraron del pelo con las damas de Escopeta. Perla sacó un derechazo y dejó a una de esas arrabaleras sentada, viendo lucecitas. Al distraerme, Escopeta volvió a golpearme. Desde el suelo, le pegué una patada en el pie que lo derribó. Me monté sobre su pecho y le di varios puños en la cara. Sentía rabia y probaba el sabor de la adrenalina. Cuando de pronto escuché el sonido de unos tiros. Habían llegado los amigos de ellos, armados. Dispararon alto para separar a un bando de otro y así poder distinguir a quiénes mataban, pero las balas desmoronaron más ladrillos de la pared y todo fue confuso. La policía, que tenía el comando al lado de la cancha, había desaparecido como las palomas levantaban vuelo en el parque. 

Atravesé el portón. Salí corriendo para El Dorado, pero los amigos de Escopeta tenían la calle bloqueada con sus motos esqueléticas y las luces alógenas prendidas. Tuve que volarme por el potrero del comando y llegar a Calle Séptima. El polvo de ladrillo nos seguía como si estuviera vivo. Mis amigos venían detrás. Reconocí algunas camisetas negras. Cruzamos la calle y paramos taxis diferentes para escapar. Yo me monté en un carro viejo con Perla, que corría agitada a mi lado.

Tomamos el chivero para Envigado, a la casa de su tía, doña Margarita Flórez, en el barrio La Paz. Ahí nos podemos quedar hasta que se calme la calentura, dijo Perla con la mejilla sangrando por un rasguño.

Doña Margarita nos recibió con serenidad, a pesar de que nosotros estábamos agitados. Pagó el taxi. Era medianoche. Nos dio de comer arepa con quesito y huevo. De sobremesa bebimos chocolate. No hizo preguntas. En el sur del Valle de Aburrá no se pregunta ante situaciones sospechosas. Perla, de todos modos, le contó la historia sin omitir ningún detalle. Doña Margarita dijo que nos podíamos quedar por algunos días en el apartamento del tercer piso. Subimos a una pequeña buhardilla aprovisionada con una habitación, cocina y baño. Había solo una cama. Tendríamos que dormir juntos.

Apagué la luz y me contuve para no tocarla. Ella encendió una lámpara de mesa para limpiarse la herida con agua de rosas. Usaba una bata blanca que le dejaba entrever unos pezones oscuros como ciruelas. Me pasó una guitarra vieja de la tía y me pidió que jugáramos a adivinar canciones. Yo sugerí una melodía. El que acertara, pedía que el otro le cumpliera un deseo. Yo toqué The House of the rising sun. Ella adivinó el comienzo. Quiso que me quitara la camisa.

Perla cantaba bien, aunque a destiempo. Tarareó una melodía que no pude identificar y en su sonrisa parecían crecerle los dientes. Era difícil adivinar que proponía High hopes de Pink Floyd. Ganó de nuevo. Me pidió que me quitara el pantalón. Le puse la tarea más difícil. Arpegié Good Feeling de Jimi Hendryx. No acertó en dos intentos y le pedí lo mismo. Se quitó la bata. No llevaba sostén debajo. Vi sus senos abultados y jugosos. Las aureolas duras y morenas. Luego cantó una melodía de Soda Stereo que adiviné a la primera. No le dije cuál era mi deseo, ella lo sabía. Dejé la guitarra al lado y me abalancé sobre su piel que ya estaba húmeda de vino.

Después de hacer el amor a través de unos músculos lastimados por la pelea y unos rostros con magulladuras, nos acostamos a mirar el techo, con la luz amarilla de la lámpara de mesa encendida. Vimos que una telaraña había atrapado a una mosca. Esperando a que la devorara, me dijo Perla: ¿Qué será de los muchachos? ¿Qué será de Marcos?

Tres días después llamó mi madre. Dijo que Escopeta fue a buscarme a casa. Mandaron a decir que volviéramos a La Estrella. La noticia era sospechosa. La Mafia, aquella señora que gobernaba el pueblo cubierta con un velo y desde dentro de un carro de vidrios polarizados, advirtió que si se rompía el pacto de paz, Escopeta y sus amigos serían responsables y tendrían que pagar. Recordé que La Estrella estaba gobernada por fuerzas invisibles, más allá de la policía y del alcalde. Escopeta era un eslabón inferior en la cadena.

Al cuarto día regresamos a La Estrella. Nos bajamos del taxi viejo, un Dodge modelo 67 azul con la capota plateada. Me temblaban las piernas. Agarré a Perla de la mano. Como si ya lo supieran, los bandidos esperaban en la esquina de la casa. Escopeta me saludó levantando una ceja hinchada y moviendo la cabeza. Se marchó con un andar encorvado y la visera de la gorra tapándole los ojos.

Al día siguiente, Diego Velorio y El flaco Reyes regresaron al pueblo. Agacharon la cabeza al mirar a Perla. Marcos no regresó nunca. No logró escapar de la nube de humo y polvo y correr junto a nosotros. Se le cayeron las gafas saliendo de La Placa y su fantasma se subió en el carro equivocado, uno de vidrios negros, donde aquella mujer llamada La Mafia lo recibía sedienta. 

 

* Juan Esteban Londoño (Medellín, 1982). Poeta, narrador y ensayista. Es profesor de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Ha sido docente de filosofía en la Universidad de Antioquia y coordinó durante varios años el Semillero de estética, poética y hermenéutica de la Universidad Católica Luis Amigó. Doctor en teología de la Universidad de Hamburgo (Alemania), Magister en filosofía de la Universidad de Antioquia (Colombia) y Magister en ciencias bíblicas de la Universidad Bíblica Latinoamericana (Costa Rica). Ha publicado la novela Evangelio de arena (Colombia, 2018; Costa Rica, 2025) y los poemarios El país de las palabras rotas (edición bilingüe español-inglés, Nueva York, 2019), Oráculos de Jezabel (Colombia, 2022), con el cual fue ganador del estímulo de creación del Ministerio de Cultura de Colombia, Los nombres de los árboles antiguos (Colombia, 2025) y El murmullo de las hojas (Colombia, 2025). Entre sus libros de ensayo se encuentran Hugo Mujica: el pensar de un poeta en la poesía de un pensador (Argentina, 2018) y La crucifixión en la literatura latinoamericana contemporánea: Hugo Mujica, Raúl Zurita y Pablo Montoya (Alemania, 2020). El cuentos aparece por primera vez en El murmullo de las hojas.

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