El cielo de color azul había cedido para dar pase a
una suerte de grisáceo mantel colgante. Espeso y poco respirable. Intoxicante.
Típicamente limeño. Aquella noche hacía mucho frío razón por la cual el Babas
decidió no salir a dar su acostumbrado paseo nocturno por las inmediaciones del
solar donde vivía.
Fue, sin embargo, don Cheta, alias “el tacle”, el que
interrumpió al Babas cuando de decidía ir a dormir. Le había llevado un poco de
café en un termo pequeño y maltratado por el tiempo, y es que sabía que desde
hacía una semana y media su joven vecino se había quedado sin el suyo debido al
pelotazo que llegó desde el primer piso donde jugaban los niños de la quinta,
el esférico quebró el vidrio de la ventana, se llevó la lámpara, la panera y el
termo, desastre que encontró el Babas al llegar del trabajo, todo unido a nueve
huellas de barro con forma de pequeña zapatilla que más tarde don Cheta, único
testigo de los acontecimientos, le explicaría se debían al niño que entró a
recoger la pelota para seguir jugando no sin antes llevarse dos panes de la
canasta caída.
Don Cheta, amigo y consejero del Babas, debía el
apelativo que llevaba hace más de cincuenta y dos años a un amigo del colegio
allá en provincia que se encargaba de organizar las apuestas antes de cada
trompeadera entre los dos rivales de turno de cada fin de semana en las afueras
del plantel. Empezaba a hacerse voz popular que este alumno era quien no solo
preparaba las apuestas sino que hasta propiciaba la mismísima pelea, creando
chismes, metiendo cizaña, llevando dimes y diretes, ¡y que García ha dicho que tú eres un cobarde!, ¡y que el chino ha dicho que tu mamá se revuelca con el
profesor Jiménez para que apruebes, con lo animal que eres!, ¡y qué Flores ha
dicho que tu papá es maricón y por eso tú tienes el pájaro chiquito! y
¡ZAS! que te la pego pa’ la salida y
listo el pollo, el muchacho se deshacía moviéndose de aquí para allá logrando
meter más cizaña, recoger las apuestas y gritar a favor por el que no se
levantaba del suelo luego de las trompadas iniciales, debido a que una pelea
corta no es lucrativa.
Así fue como Don Cheta fue llamado “el tacle” luego de
una señora patada voladora que estampó en el rostro de Quinteros, el flaco de
cuarto año, porque se había enterado que éste iba diciendo por la escuela que
el Cheta era un bruto de mierda.
Felipe Ismael Villanueva Orogúren como de costumbre
salió temprano esa mañana con destino al trabajo. Bien al terno a pesar que el
terno no estaba del todo bien por el entusiasmado uso que su dueño le daba,
siendo casi siempre el terno caqui el elegido entre los tres que humildemente
poseía. Al salir del solar se encontró con los infaltables muchachitos que
jugaban todo el santo día fregando la paciencia de solo los más viejos y
amargados inquilinos. Al verlos, Felipe pensó entre ustedes está el que rompió
mi termo y se comió mis dos panes, pero no pronunció palabra alguna ya que
sabía que la acusación sería rechazada rotundamente por los pequeños. Por su
parte, y una vez más, los niños al ver a Felipe empezaron a reír, todos al
mismo tiempo luego de una reacción en cadena. Felipe inmediatamente se miró la
bragueta, pero todo estaba en su sitio, pensó acomodarse la corbata pero la
misma ya estaba acomodada, rápida y casi imperceptiblemente se tocó con los
dedos índice y medio de la mano izquierdo el fondillo del pantalón esperando
encontrar en algún repentino y mañanero forado la causa de la estruendosa risa
infantil, pero todo estaba bien. Abriendo la vieja e inmensa puerta de metal
salió rumbo al colegio sin saber nunca o quizá nunca querer reconocer que el
objeto de la risa de los niños era su prominente mandíbula superior.
Sentado en la sala de profesores tomaba un aguado café
mientras pensaba en lo bien que la debía de pasar el recién marido de la
profesora de inglés, una guapa y joven chiquilla recién salida del Británico. Rubia, alta, delgada, aunque
esbelta, y con pechos pequeños, como le gustaban a él. Veía su taza y en su
interior un líquido negro… como negro es
mi destino, pensaba… negro y aguado.
Los profesores hacían tiempo para iniciar la primera
hora de clases intercambiando algunas anécdotas semanales con sus alumnos.
Felipe intentaba cambiar el giro de la conversación ya que las únicas
experiencias con sus alumnos que le venían a la mente eran displacenteras y
contarlas hubiera sido, además de bochornoso, un acto netamente masoquista. Era
poco lo que podía contar Felipe porque además de su limitada capacidad de
diálogo en estado no etílico en realidad era poco lo que podía contar un
profesor de O.B.E. del Colegio Agustín Tello de Barrios Altos. Era un hecho que
todos, absolutamente todos los profesores del colegio rehusaban tener que
encargarse de esa hora de… bueno digamos clase, debido a la nula…bueno digamos
ínfima importancia que le daba el alumnado, si hasta parecía que esa hora había
traspasado los linderos del colegio al punto que dos profesores que se
presentaron ante el Director, antes que Felipe, rechazaron rotundamente el
cargo puesto a disposición luego de la renuncia del antiguo profesor Don
Alfonso Cotillo de la Buena Ventura quien dejó las aulas a los ochenta y dos
años de su edad. Felipe por necesidad económica había aceptado gustosamente el
cargo y con muchas ideas, hasta que se enfrentó a lo que serían las cuatro
horas de OBE con los alumnos de las cuatro secciones del quinto año de
secundaria de los días viernes. Las cuatro aulas portadoras de la mayor
cantidad de personalidades limítrofes y antisociales que esa escuela había
cobijado en todo el tiempo desde su fundación hacía varias décadas atrás. Por
un momento dejo de mirar el lindo trasero de la linda profesora de inglés para
hacer un súbito acto de introspección y preguntarse si todo eso valía la pena.
Seis años en la facultad de educación de la San Marcos para ser ignorado al
pasar la lista de asistencia, seis años para tener la zozobra de revisar más
que bien el pupitre esperando encontrar alguna goma de mascar pegada o una tachuelita
en la silla o alguna mucosidad en su portafolio. Seis años donde jamás le
dijeron mantenerse preparado por si al intentar abrir el armario reconocer que
se lo habían volteado y por eso no entraba la llave o por último no poder
escribir en la pizarra porque simplemente habían desaparecido todas las tizas.
Seis años para ser el encargado de OBE. Se imaginaba las interesantes clases de
Historia del Perú o más aún de Historia Universal en aquél salón del segundo
piso adecuadamente condicionado. Envidiaba a los dos profesores de lengua y
Literatura de los que se sabía superior o del profesor Hurtado que dictaba
Geopolítica y él ahí sabiendo tanto pero pudiendo brindar tan poco. Pero luego
de casi un año desempleado solo le quedaba aferrarse a ese puesto y es que
cuando el hambre llama. Atrás quedaron los cuatro años en el San Andrés, el Anglo Peruano, donde dictó Narrativa
Peruana para los tres últimos años de secundaria, ¡cómo olvidarlos!, todos los lunes, martes y jueves con esos
alumnos ansiosos por aprender y él ansioso por enseñar. Pero ahora de todo eso
lo único que le quedaba era la ansiedad y algo de depresión al escuchar el
timbre que daba por culminada la formación de los alumnos en el patio y el
respectivo pase a los salones de clase.
Como todos los viernes al salir de clases, y luego de
almorzar en alguna fonda cercana, se dirigió al bar Mateos para encontrarse con
Don Fermín, hombre inteligente y noble, que suplió parcialmente el papel de
padre para Felipe luego que el original
muriera en aquél accidente del ochenta y nueve. Junto a Don Cheta eran los dos
únicos seres humanos en los que Felipe podía confiar o mejor dicho, quería
confiar. Don Cheta se lo había mostrado ya, cuando desinteresadamente en el
solar se le acercó un día y presentándose le dijo que podía contar con él, que
lo había visto entrar con sus cosas por el portón del solar y que por su forma
de caminar se podía reconocer cuando un hombre es bueno. Y Felipe que nunca
gustó importunar a nadie se fue abriendo a él, ese viejo sabio no por título
alguno que no poseía sino por la experiencia que el tiempo le da como regalo a
tipos buenos que han vivido algún dolor. Y ahí estaba el Cheta siempre
dispuesto a conversar durante algunos minutos antes de ir a dormir. Nunca
estaba cansado, ni triste, ni amargado, a pesar de vivir solo, ser divorciado y
jubilado. Eso hacía que Felipe lo admirara porque un hombre así, viejo pobre y
con esa mermada movilidad por la cojera, hasta se podía decir que era un hombre
feliz, y todos sabemos que intentar ser feliz en el Perú suele ser un
despropósito.
Pero la relación con Don Fermín era distinta. Todos
los viernes por la tarde en aquél bar, Felipe se sentaba en la misma mesa, la
que estaba cerca al baño, al fondo, la que era imposible de ver por los ventanales
del local o inclusive en la entrada del bar, es que había que dar varios pasos, doblar a la derecha y bajar una
pequeña escalera para llegar al acostumbrado rincón. Desde hacía más de un año,
para la época en que Felipe dejó el San Andrés (o mejor dicho el San Andrés lo
dejó a él), se reunía con su segundo padre en el bar Mateos. Ese viernes llegó
más temprano que de costumbre y sentado en esa mesa recordó cómo se inició este
ya casi vitalicio ritual.
Tocaron la puerta de la oficina de Felipe, que revisaba
algún material para la clase sobre grandes escritores peruano, él se levantó y
como siempre, muy confiadamente se dirigió a abrirla. Grande fue su sorpresa
cuando vio al Director y al mismísimo Superintendente Mc Collins parados en el
umbral de la puerta. Minutos más tarde en la siempre limpia oficina del
Superintendente Felipe escuchaba atónito la acusación de Rodrigo Barragán,
quizá el único alumno mediocre que tenía, hijo del Gran canciller Barragán
Cantuarias, que lo imputaba como el profesor que le había pedido quinientos
nuevos soles si deseaba salir aprobado en su clase porque tú sabes hijito que Narrativa Peruana es uno de los cursos más
importantes y así como estás no vas a pasar pero ni saltando por la ventana.
Por unos segundos Felipe enmudeció, pensó que estaba en un sueño o en una
película de Lynch tal vez. Intentó hablar algo, cualquier cosa en su defensa
pero todo se le fue, se olvidó como conjugar frases, cómo formar una oración y
sólo tartamudeó. No sabía si llorar, si matar al mentiroso (lo fantaseó y
recordó un ensayo de Freud), si orinar en la oficina alfombrada del
Superintendente (también lo fantaseó), si borrar la escena como cuando
desaparecía con la mota lo que escribían en su pizarra o si callar y esperar
despertar de este mal sueño. Permaneció dos horas en esa oficina, tiempo en el
que luego de la confusión inicial, habló hasta por los codos, si hasta le
comentó al director que luego de tres años de convivencia con su novia Paola
Bouroncle ésta lo había dejado por un abogado verborreico (tuvo que explicarle
al director que significa eso) que vivía en Miraflores al cual ella había
conocido en una galería de arte a la que fue por insistencia del propio Felipe
en su afán de elevar el nivel cultural de su futura esposa. Al volver a su
oficina, Felipe dejó caer la hoja de despido que incorrectamente había sido
titulada renuncia. Sobre dos de los libros de Julio Ramón Ribeyro, uno de
Eguren y la Serpiente de Oro de Ciro Alegría se posó aquella hoja final donde
decía en un párrafo muy breve… por
motivos personales me veo obligado a dejar vuestra escuela inmediatamente
habiendo cumplido fielmente mis obligaciones en éstos…
Recordaba ya con un vaso de ron la cara del director
cuando le hablaba serenamente sobre una
cuestión de imagen institucional y que todo cambio es siempre para mejor y
otras huevadas más.
Felipe escuchó pasos por las escaleras y los
reconoció. Una vez más sentado frente a él estaba Don Fermín quien no tenía por
costumbre darle la mano al saludarlo sino que le ponía la mano izquierda sobre
su hombro derecho queriendo decir con esto estoy
contigo hijo. Felipe tomó las negras como por respeto a su amigo, maestro y
casi padre, Don Fermín solo atinó a toser y a coger las piezas blancas
disponiéndose a iniciar una partida más de ajedrez aquella tarde. Llevaban en
total ya casi noventa partidas de ajedrez desde el primer viernes hacía más de
un año, don Fermín llevaba la delantera y las de siempre ganar ya que ostentaba
el primer Puesto en el Concurso Nacional de Ajedrez de 1958 y los premios de
1960 y 1961 en los concursos organizados entre los miembros del Club de Ajedrez
de Barrios Altos. Pero Felipe era feliz con él, así ganara, así perdiera o
quedaran tablas. Más allá de la
partida estaba la presencia del compañero, del maestro, del casi padre. Él, el
profesor Felipe Ismael Villanueva Oroguren, primer alumno en su promoción de la
San marcos, en el mismo año de la muerte de su padre, se sentía ahora como un
alumno, un alumno deseoso de escuchar, de ver, de aprender. Pero era poco lo
que el viejo hablaba, como todo buen maestro casi no intervenía, pero sí
observaba y se limitada a responder con movimientos de cabeza y de frente que
para cualquier a otro mortal sería difícil de interpretar menos para Felipe que
entendía todo y lo admiraba. Volaban las horas, pasaban dos o tres vodkas y
algunos monosílabos obtenidos como respuestas a sus preguntas acerca de todo:
la situación económica del país; el bajo rendimiento deportivo de nuestros
futbolistas; el significado de ser profesor en un país como éste que pareciera
aborrecer la cultura y los mata lentamente; la televisión basura que reinaba
por estos días, las partidas notables de Kasparov y Karpov y las geniales
locuras de Bobby Fisher. Felipe observaba a don Fermín y éste luego de toser le
decía que mire el tablero, que siempre mire el tablero porque si uno se
descuida hasta un peón puede hacerte jaque mate. Felipe notó que don Fermín
últimamente tosía demasiado al punto que llegaba a lagrimear y a levantar y a
levantar la cabeza como queriendo recoger el oxígeno que en sus viejos pulmones
escaseaba. Felipe le repetía que se hiciera ver, que fuera al hospital pero don
Fermín sólo reía y decía… nada que no
pueda quitar un buen vodka. Esa noche ganó don Fermín.
Era el inicio del mes de julio y se acercaba la
gratificación tan esperada por Felipe quien en un cuaderno de notas había hecho
una lista de las cosas en que pensaba gastar su dinero. Primero un terno nuevo,
luego arreglar la lámpara –hoy descuajeringada-; comprar unos cds de Silvio y
de Spinetta; adquirir algunos libros en el boulevard Quilca, se había dispuesto
adquirir algo de Arguedas y de Valdelomar, las Prosas Apátridas Aumentadas de Ribeyro; las célebres partidas de
ajedrez de los últimos tiempos y dos libros de Erich Fromm, psicoanalista que
le había recomendado leer don Fermín en el Miedo
a la Libertad y Del tener al Ser.
Además, pensaba mandar lavar a un mejor sitio su terno caqui preferido, ponerle
tapa de taco a sus zapatos y llevarle a don Fermín algún expectorante o
medicamento similar que le recomendaran en la botica esperando a que su viejo y
querido contrincante de los tableros mejorara y dejara de toser de esa forma
tan venida en aumento. Al pensar en don Fermín pensó por asociación en ir a
dejar flores a la tumba de su padre enterrado en El Ángel y al cual no visitaba hacía más de dos meses. Se imaginó
un bonito arreglo floral y una buena paga al muchacho que, con escalera, se
trepara para darle una limpiada de padre
y señor mío a la lápida de mármol que debía estar algo sucia por la tierra
y el excremento de las aves. Felipe sin ser muy consciente del porqué sintió
pena y lloró esa noche por su padre, recordando como si fuera ayer cuando el grande lo llevaba a jugar pelota al Campo de Marte y lo dejaba correr como
nunca y sudar también y embarrarse de pies a cabeza como sólo un niño lo puede
hacer, porque los niños cuando crecen pierden algo más que la inocencia, y es
que de grande uno nunca más vuelve a ensuciarse como cuando se tiene seis o
siete años. Fue su viejo quién le enseñó a jugar ajedrez, único contrincante
con quién don Fermín sufrió para ganar y también con quien sufrió al ser
derrotado en la final de 1959, y que hubiera campeonado en cualquier otro
torneo si es que se hubiera presentado, pero su padre decía que “el que concursa no lo hace por el hecho de
jugar sino por jugar a que juega ajedrez”. Nunca le quedaron del todo
claras a Felipe algunas de las cosas que le oía a su padre, pero esperaba
crecer para poder entenderlo. Hoy sabe que no es necesario comprender
totalmente a una persona, basta con aceptarla si se quiere procurar amarla.
A su cabeza venían como rocas que caen por un
desfiladero recuerdos de su papá quien luego de la repentina muerte de su
esposa se desdobló para intentar –intento ingenuo- suplir el vacío que se
genera en todo niño cuando una madre parte temprano y es como Felipe leyó
alguna vez “todo hijo tiene el derecho de
que sus padres no mueran hasta que él alcance la madurez y todo hijo tiene la
obligación de morir después de muertos los padres”. Felipe, quien había
sido criado y educado en un ambiente católico costumbrista pero que ahora
producto de lo leído, lo escuchado y lo sentido se balanceaba entre el
agnosticismo y el ateísmo, esa noche, Felipe rezó por su padre. No comió nada y
si bien se acostó temprano sólo durmió en las primeras horas del día siguiente
cayendo entre cansado y atontado por el incesante sonido de la lluvia invernal
que golpeaba su ventana como queriendo ingresar a platicar.
A la mañana siguiente repitiendo los pasos de todos
los viernes, se despertó temprano y después de un cuidadoso arreglo personal
salió rumbo a la escuela. Al ver a los niños que por estudiar en la tarde eran
infaltables por la mañana en el patio del primer piso, casi sin pensar, sin saber
nuevamente porqué y como un acto automático introdujo su mano en el bolsillo y
sacando tres nuevos soles se los ofreció para que se compraran dulces. Segundos
o por qué no decirlo, milisegundos después de ver las monedas, Bruce, (el niño
más desarrolladito del solar, según su mamá) el niño obeso del barrio, metió mano y cogió todo el dinero y
estuvo a poco de arrancarle el brazo a Felipe, quién veía con simpatía y
también algo de nostalgia como esos mañana hombres pero hoy niños se iban todos
juntos en una enorme mancha viviente a la bodega de la esquina para comprarse
caramelos, seguramente de los más baratos buscando alcance la repartida a
todos. Siguiendo su camino y a una cuadra del colegio Felipe volvió a divisar
otra mancha viviente pero esta vez no era de cuerpos pequeños sino de
corpachones. Ya en la entrada sólo oía un vocingleo entre pedidos de justicia
hasta agravios en contra de la virilidad del director. Felipe que no entendía
nada sólo se animó a unirse al grupo, aunque sin gritar. Don Salomón, el viejo
profesor de educación Física, se le acercó y al ver la cara de desconcierto de
Felipe se apresuró a contarle lo que pasaba.
-
Esto es lo único que faltaba
-
Don Salomón, acabo de llegar… me podría
decir por qué el reclamo…
-
¿Cómo? ¿No lo sabes aún? Al llegar nos
dimos con la sorpresa de que nos avisaban “con anticipación” que por motivos de
falta de liquidez en el colegio, no nos darán la gratificación de veintiocho
-
¿Queeé?... ¿Cómo?... ¿Quién les comunicó
eso?
-
¿Tú crees que se van a atrever a decirnos
eso en la cara?, está en una hoja que han pegado en la puerta, allá…. ¿la vez?
-
No veo nada
-
Ah, no, ya la han arrancado. Pero esto no
se queda así, hemos decidido no entrar al colegio y no dar clases hasta que
esta situación se supera y si no, iremos al Ministerio de Educación, al Poder
Judicial y hasta al Palacio de Gobierno, están bien huevones. Tú Felipe…espero
que ¿te unas a nosotros?
-
Sí, sí, claro…. Por supuesto…claro….
Felipe no entendió muy bien que tenía que ver el
Palacio de Gobierno con este incumplimiento en el pago, más no se animó a
decirla nada a don Salomón a quien vio de pronto con su silbato con el que
acostumbraba llevar la cuenta en los ejercicios, hacer más escándalo junto con
otros profesores que amenazaban al viento (porque el director ni se asomaba) no
dar clases nunca más.
El bullicio se fue extinguiendo mientras Felipe
avanzaba. Pensó en ir al Bar Mateos, pero aún era temprano así que decidió
caminar. No conocía mucho Lima así que se pasó las siguientes tres horas entrando y saliendo de
lugares sin importancia y sin importarle. Ya eran cerca de las doce. Se
detuvo en un remedo de parque. Sólo había dos bancas y una ya estaba ocupada
por dos escolares que evitando el colegio preferían prodigarse un poco de amor.
Felipe necesitaba esa pasión y con mucha bronca le llegaban ahora a la mente
los recuerdos de su Paola, hoy con ese abogado que le podía dar todo el dinero
(realmente todo) pero nunca el cariño que él le brindó, pensó en la hasta ayer
delicada profesora de inglés quién hoy día había dado un giro de trescientos
sesenta grados que asombró a Felipe, y es que verla gritando por su dinero y
puteando al director es muy poco femenino para alguien tan femenina como ella.
Y al diablo todo lo planeado, el termo que no podría comprar y que significaba
seguir pidiéndole agua caliente al bueno de don Cheta o tomarse el café frío,
qué mierda; todavía no lámpara; adiós Arguedas, Valdelomar y Ribeyro; más tarde
Fromm y cómo saber cuándo el juego de los maestros del tablero. Seguiría con su
terno caqui sin darle una señora lavada que por el uso continuo ya parecía un
terno caca, Felipe se rio con su comparación fónica.
Sentado en esa fría banca, en ese intento de parque
(dejado a medias por el municipio anterior dos días después de la inauguración
con discurso del alcalde y fotos en los diarios) Felipe agachó la cabeza y se
cruzó las manos por encima de la misma tocándose el cráneo y sintiendo el poco
cabello que ahora le quedaba en comparación al aspecto hippie que tuviera hace unos años. Antes tanto cabello que el
tiempo en complicidad con un peine le fue quitando. Al estar mirando el piso
sintió un golpe más, sus zapatos, su par de zapatos ya no tendrían nueva tapa
de taco; si ya hasta parezco pingüino al
caminar. ¡Uyy, el medicamento para don Fermín!... ¡cuánta falta hace el dinero cuando se es pobre! pensó.
Al recordar a don Fermín vio su reloj y ya eran las
tres, se sorprendió qué rápido habían pasado las horas y le inquietó el
enmudecimiento de su estómago que sin chistar había permanecido en silencio. Al
llegar al Bar Mateos se dirigió al único lugar donde Felipe se podía ubicar.
Dio unos pasos, saludo al mozo, dobló a la derecha y bajó la pequeña escalera,
más grande fue su sorpresa al no ver a don Fermín, aquél hombre que, de haber
nacido en la Unión Soviética, en Alemania o en los Estados Unidos sería hoy uno
de los grandes del ajedrez mundial y hasta saldría en el libro que Felipe no
iba a poder comprar, pero el viejo había nacido en un lugar llamado Perú, aquí
abajito… en Sudamérica... y bueno pues… Lo esperó por más de media hora
mientras comía algo, pero como don Fermín nunca se había demorado más de diez
minutos le extraño y se levantó de la mesa dirigiéndose al otro lado del bar,
al mostrador donde se hallaba Rosa, la hija del dueño de Mateos, y le preguntó
si sabía algo de don Fermín. Buscó a Rosa porque ella era amiga de Rocío, la
hija única de su viejo amigo, maestro y casi padre.
-
Rosita, una pregunta… ¿sabes algo de don
Fermín?... nunca tarda tanto
-
Mejor no lo espere. Vi a Rocío en la
mañana y me contó que su padre está en el Seguro,
que se puso mal anoche y tuvo que llevarlo inmediatamente.
-
¿Queeé?
-
Me dejo anotado el piso y el número de la
cama en la que está don Fermín, tenga, es para usted. Rocío sabía que usted iba
a querer verlo. Aquí está.
-
Sí, sí, claro… Por supuesto… claro.
Felipe salió rumbo al Seguro y luego de haberse
librado de los obstáculos que todo personal de seguridad de institución estatal
le pone a uno cuando realmente necesita ingresar a un lugar, se dio con la
sorpresa de un cuarto vacío, enterándose luego de haber pensado lo peor, por
medio de una amable y hasta sensual enfermera (cosa muy rara en un hospital
público) que no podía ver a don Fermín porque estaba en cuidados intensivos en
el sexto piso, y lo han subido allí para
hacerle más exámenes y para chequearlo mejor. Y es que esa pequeña
tosecita, esa tosecita con mirada al cielo y lagrimeo, esa tosecita que nunca
iba a poder con un buen vodka, esa tosecita de medio pelo, resultó ser una tuberculosis pulmonar grado tres,
diagnóstico inicial con el que don Fermín pasó de emergencia a piso.
Felipe se retiró del hospital, no estaba en él cómo
ayudar a don Fermín.
Faltaban poco para las ocho de la noche cuando Felipe
iba camino a casa odiando al mundo. Llovía en Lima. Esa noche recorrió otro
camino para llegar a su casa, tal vez quería cambiar algo en su vida, o
cambiarlo todo. Alguien le gritó ¡Babas!,
¡hey Babas!, ¿qué tal? Felipe volteó. Por más odio al mundo cómo olvidarse
de un compañero de colegio con el que se ha compartido más de una década de
vida.
-
¿Zevallos?
-
El mismo que viste y calza, sacude y guarda,
jajajaja…
-
Caramba Zevallos…
-
¿Cómo estás pues Babas? Hace casi veinte
años que no nos vemos, ¿qué tal?, ¿cómo te va?, ¿tu ibas a estudiar medicina,
no? ¿qué fue? ¿ya terminaste?
-
No hermano. No estudié Medicina. Soy
profesor. Profesor de… Literatura en un colegio de aquí no más, cerca al
barrio.
-
¿Profesor? ¡Oye qué bien!, siempre fuiste
bien estudiosito.
-
¿Y tú Zevallos?
-
No, yo no estudié nada. Me puse a trabajar
con mi viejo, o mejor dicho, él me puso a trabajar con él.
-
Jajaja
-
Y bueno pues…ahora el ya se retiró y estoy
al mando de la FERRETERÍA ZEVALLOS, S.A. Toma mi tarjeta, por ser tú, con
cincuenta por ciento de descuento.
-
Gracias hombre, gracias
-
De nada.
-
La voy a tener presente.
-
Faltaba más.
-
…
-
…
-
Qué bien pues…
-
La voy a tener presente.
-
…Oye ¿y te has visto con la gente? ¿con el
flaco Castillo? ¿con el cholo Barrios? ¿el gordo Romero?
-
No, no, no. Con nadie.
-
Oye que mal… (mirando su reloj) a ver pues
si otro día nos reunimos, para charlar con más tranquilidad y recordar buenos
tiempos, jajaja, ya tienes mi tarjeta, ahí están todos mis datos.
-
Sí, sí… claro… Por supuesto… claro.
-
Ha sido un gusto verte Babas... de verdad
(abrazo incluido).
-
De igual manera Antonio.
-
Te dejo pues hermano tengo que ir a cerrar
la ferretería.
-
Claro… ya… Un momento Antonio… ¿me podrías
hacer un inmenso favor?
-
Claro hermano ¿qué cosa?
-
Nunca más me digas Babas. Me llamo Felipe
Ismael Villanueva Oroguren y soy profesor de Literatura.
-
(Muy serio) Claro. No hay problema Felipe,
faltaba más.
La lluvia invernal en Lima puede ser intensa. Pero esa
noche era diluvial. La gente espantada corre a sus casas y los perros y los
gatos callejeros se esconden debajo de los autos o en las pequeñas entradas que
peligrosamente tienen algunos postes de luz pública. Felipe ya empapado,
caminaba lentamente, veía y sentía la lluvia caer y gozaba. Siempre y por algún
inconsciente razón prefirió la estación fría al verano. Mojarse no le
importaba, no esa noche, para él era la unión con lo natural. Pero estaba confundido y seguía odiando al mundo aunque
no con la misma intensidad de horas antes. Prefería caminar por la calle y no
por la vereda, la ausencia de autos se lo permitía. Quería sentirse dueño de
algo. Recordaba a don Fermín –su amigo, maestro y casi padre- que debía pasar
la noche en el hospital, con lo desafectivo que es eso. Recordaba eso de “mira el tablero, siempre mira el tablero,
porque si uno se descuida hasta un peón puede hacerte jaque mate”. Pero
Felipe esta vez no estaba mirando el tablero sino el cielo por lo que no vio el
suelo que iba pisando y a sólo cinco metros del portón del solar dónde vivía,
vio como se enterraba su pierna derecha en un hueco de la pista, hueco
semejante a los campos de batalla allá en el lejano verde del pasado Vietnam.
Felipe curiosamente no dijo palabra alguna. Se miró cuidadosamente. Se dio
cuenta que en esa posición era más bajito que de costumbre y el mundo le
parecía más gracioso así torcido. Estaba inclinado a la derecha y sólo podía
ver su pierna –la hundida- siendo tragada por el suelo hasta un poco más por
debajo de la rodilla, el resto de su pierna estaba bajo las aguas que lo unían
con lo natural. La copiosa lluvia
había producido una ilusión de tener una pista uniforme. Gran descuido. Felipe
continuaba callado. Se percató que su pie no sólo estaba hundido sino algo
apresado. Seguía mirándose cuando de pronto alzó la cabeza mirando al cielo
negro que parecía orinarlo y se rió desaforadamente. Estruendosamente.
Espantosamente. Luego de casi un minuto su risa perdió fuerza, perdió estruendo
y perdió espanto y dio paso a un amargo llanto y a un grito que, según contaron
luego los vecinos, se escuchó a siete cuadras a la redonda…. ¡Socooorrroooo!
Sólo una viejecita que doblaba la esquina, lo miró de
costado y sin detenerse le devolvió el grito… ¡Boorrraaacho!
*Manuel Arboccó de los Heros, Lima. Psicólogo y psicoterapeuta. Magíster en Psicología por la Universidad Mayor de San Marcos. Es articulista, profesor universitario y divulgador de temas psicológicos. Miembro de la Revista de Arte y Humanidades " La Hormiga " y miembro del centro de atención Psicológica Phycosophya. Ha publicado cuentos, ensayos, relatos y poemas en diversos espacios físicos y virtuales.