Hermano
Soñé que me querías;
los días volvían a teñirse de enredadera,
el viento corría por los techos de los edificios
y el sol pespunteaba en tu cabello,
diente de león dorado;
mi lengua se tiñe de mermelada
y los hilos tenues de la memoria
bordan trenzas en mi pelo.
Recuerdo tu voz de niño y,
¡mira!, tiene
el mismo color que ahora
a miel, cariño y a dulzura.
He soñado que me quieres;
y, ¡qué aterradora maravilla!:
despierto y me sigues queriendo.
El viento desgarra la frágil tela de estos días
y yo te quiero, mi hermano,
abiertamente y con descaro.
En este sueño que vivo,
no hay cuchillos ni risas que se tuerzan,
lacerantes;
no hay rencor ni culpa ni desprecio,
ni el odio brutal que sienten los niños
cuando les arrancan la pureza.
Sólo eres tú, de nuevo dorado y de nuevo sonríes,
dulce y lastimado.
Cuando el sueño se acabe,
no habrá más sol, ni nubes, ni viento sobre mi frente;
sólo de nuevo yo, de nuevo exiliada de mi propio nombre.
Y, sin embargo...
habrá sido cierto, por todos los días que dura un sueño,
que alguna vez fuiste mío,
mi hermano,
cuando ya no te esperaba pero al fin hallado,
en este lugar sin tiempo donde quién sabe cómo ni por qué,
me miras de frente
y me quieres.
Sólo yo no sé
No sé por qué canto ni por qué lloro;
por qué escribo;
por qué vivo.
Mi canto es un trino irisado, amplificado,
ralentiz de un tiempo que no cesa,
no cesa de pasar.
De entre mis labios brota un manantial potente;
el aire se detiene ante mis ojos,
el viento deja de soplar:
hay un huracán
quieto en mi pecho;
“¿¡qué se puede pedir si todo es horizonte!?”
El poeta sabe; sólo yo no sé nada;
no lo sé pero lo canto:
una nota sola tensamente sostenida avanza en mi cuerpo,
caja de resonancia sin órganos,
sólo piel y sólo huesos,
que se estremece en un placer robado: no soy yo quien canta;
es el canto mismo abriéndose paso
desde algún corazón
diminuto y brutal
al centro del tejido de mi corazón de sangre
pasto para la muerte.
Migrante
El que deja su tierra no sabe
qué caos lo espera al frente,
como una boca abierta de hambre
la misma que le comerá las entrañas
desde adentro.
Andará por tierras habitadas de monstruos
disfrazados de ayuda, vestidos de amistad,
con alucinantes máscaras de humanos
tan detalladas, como un mosaico de emociones,
como si fueran personas de verdad.
El que deja su tierra está sembrando
oleajes eternos de tristeza
y una lágrima por cada paso que le falta.
Se le va a enredar la lengua con palabras desconocidas,
con gestos ininterpretables, con sonrisas
tan cargadas de desprecio
que será difícil caminar después de verlas.
Comerá arroz en bolsitas y mirará el cielo adolorido de nubes,
y el arroz le sabrá raro, como a hogar perdido,
como a familia abandonada,
como a milpa deslabrada,
y un poco también a comino;
a tierra bendita;
a recuerdos de infancia,
y a esperanza que no cesa, que no se muere,
que sigue rugiendo y latiendo y cantando en su pecho desdolorido,
y lo guía,
¡pobre auriga ciega!,
a través de tierras inhóspitas para el que pretende
ser un ser humano sin papeles,
tierra de odio
para el que nació pobre
en un pesebre de carbón apagado
y trae tierra bajo las uñas,
tres granitos de tierra negra, fértil, ahíta de preñanza;
la trae consigo para poner en su panza
granitos de futuro en lugar de semillas de maíz...
Y aun así canta,
y aun así duerme,
y aun así sueña
que llega a un paraíso donde los árboles
le rascan la panza a las nubes
gordas de lluvia y de bonanza,
y los monstruos ya no son monstruos sino gente
que tiende una mano morena de metal bruñido
compañeros de viajes pasados,
viajeros memoriosos y sabios
que conocen el camino
y que lo reciben, por fin,
en un hogar nuevo donde a nadie le importa nada
sino que naciste,
que eres,
que vives...
Y en sus sueños sueña que su familia lo alcanza
que sus manos crecen hacia él,
que sus hijos son aún niños para gozar
sus juegos de pirulí...
Sueña que los ama,
y los ama,
verdaderamente,
lumínicamente
fatigosamente,
mientras la Bestia acuna sus sueños
con su traqueteto amenazante y lleno de esperanzas.
Gente bendita
Quizá también yo debería
dejarme el corazón en paz, como Soledad Montoya;
tenerlo como invitado, tranquilo y satisfecho...
Podría entonces ser feliz a todas horas,
vivir ignorante y mansamente sorprendida,
sin pensar nunca en el cielo ni en esta
lejanía de mí que me consume;
viviría en ese olvido precavido
de quien no se entera
que nunca está invitado a las fiestas;
uno que no imagina cómo es
tener familia y no tenerla,
haber amado amigos y haberlos perdido,
angustiosamente, en algún rincón de la casa
lleno de polvo y de escarnio consumido.
Hay gente así;
gente bendecida en su torpeza,
en su incapacidad para enterarse
de que nadie la quiere bien,
que nadie la procura;
gente que no sabe que debe morir en público
porque si muere sola, nadie se dará cuenta.
Hay gente así, sí;
pero yo no soy una de ellas.
*MaryCarmen Castillo Porras estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM, y la maestría en Saberes sobre Subjetividad y Violencia, en el Colegio de Saberes, donde desarrolló una teoría en torno a la obra de arte como puente entre el corpus (cuerpo, aparato crítico, différance) del autor en tanto creador y el del espectador en tanto interlocutor. Es escritora, traductora y especialista en semiótica, deconstrucción y enseñanza de la lengua española. Es fundadora del Círculo de Poetas Auris, donde ha desarrollado diversas técnicas de lectura de poesía en voz alta. Da clases en los Diplomados en Traducción, tanto de la Universidad Iberoamericana como de la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli), y cuenta con diversas publicaciones, literarias y ensayísticas.