Cuando en 1958, en el bar Olivos, Gonzalo Arango fundó el nadaísmo no sabía la repercusión que tendría el movimiento en la juventud y en el imaginario político y social de la época. Fue un estallido muy acorde con los movimientos que en ese momento se daban en otras partes del mundo como la generación Beat en Estados Unidos y el existencialismo en Francia. Fue un grito de resistencia desde la poesía y el arte contra las instituciones burguesas, la violencia imperante y la doble moral de nuestros discursos anacrónicos. Numerosos poetas y artistas se vieron atraídos por el movimiento: Jaime Jaramillo Escobar, Eduardo Escobar, Darío Lemos, Jotamarío Arbeláez, Fanny Buitrago, entre otros. Los jóvenes de la época vieron en el nadaísmo una oportunidad, un espacio en donde convergir para que su voz fuera escuchada en un país donde el silencio era una ley implícita.
No había en el
nadaísmo una unión de poéticas o estilos, todas eran muy diferentes, únicas y
con múltiples influencias en una época donde la literatura, el arte y la poesía
en el resto mundo estaban en un gran punto de ebullición. La unión del nadaísmo
estaba más dada entonces por su espíritu crítico y de renovación, por vínculos
de profunda amistad, que por una forma o contenidos comunes en sus textos. No
querían fundar una nueva estética. Dice Gonzalo Arango que la búsqueda del
nadaísmo era: “instaurar al espíritu un nuevo régimen de coacciones morales y
al arte nuevos esquemas perceptivos”. Era una renovación de pensamiento y
espíritu a través del arte y la poesía. Pero para poder construir, como piensa
Mircea Eliade, hay que destruir, traer el fin del mundo y el nadaísmo era muy
consciente de esto, ellos se convirtieron en dinamita pura, una bomba de
lenguaje, una explosión de metáforas corrosivas y escandalosas, que buscaba
generar un pequeño temblor para sacudir a los cuerpos alienados de estas
ciudades estériles y vacías incapaces de reflexionar y generar nuevas formas de
pensamiento.
Era necesario
crear nuevas lecturas de la realidad, nuevas percepciones del otro y de nuestro
entorno hostil. El arte era fundamental en esta labor y Gonzalo lo sabía. El
texto escrito no bastaba, tenía que estar acompañado de acción y polémica, de
una forma de vida concorde con lo que se predicaba. Era el juego y la fiesta, que
piensa Gadamer como elementos esenciales de toda creación artística, llevados a
un mayor nivel. Los nadaístas jugaron catapis con los paradigmas y los
prejuicios más interiorizados, bailaron desnudos alrededor de las estructuras
de las instituciones burguesas, deconstruyeron los discursos del poder con sus
dardos sarcásticos y vomitaron sobre la ignorancia y los ídolos de barro de una
sociedad decadente.
La realidad en
que el país estaba sumergido en las décadas de los 60s y 70s estaba llena de
balas, genocidios, corrupción, hipocresía, miseria y desigualdad. Era una
realidad que apestaba, se respiraba muerte en cada parque, en cada calle, en
cada esquina. La verdad, no hay que pensarlo detenidamente, las circunstancias
y los valores preponderantes en esta sociedad no han cambiado mucho. Por ello
hoy más que nunca es necesario la apología a la nada, al sinsentido, al abismo
vacuo de la existencia como forma de aceptación, de sublimación y de
resistencia. Es necesario que la juventud vuelva a tomar algunas de sus
banderas, de sus luchas, como propias. Que nos conectemos con aquella nada múltiple
que nos conforma para generar nuevas explosiones de pensamiento, nuevos
catalejos que nos permitan leer la realidad de otra manera. Por ello, unámonos
hoy a la fiesta de la nada y el olvido, conmemoremos el estallido del nadaísmo
cuyos ecos aun palpitan en las paredes de nuestros edificios y montañas.