Todavía escucho el grito de dolor o de impotencia de Vérulo por aferrarse a la vida en aquel día festivo, alegre y después nefasto. Igual que una letra de corrido mexicano de esos que inmortalizan la impunidad, el mismo día de su boda un resentido social y su arma estúpida como su mente, echaron a perder la fiesta -¿O se puso buena como dicen en esos pueblos donde pasan pocas cosas?
El asesino me había mirado muchas veces en las fiestas del pueblo, buscando pretextos para agredir, siempre sobrado de odio, empujando con su violencia mientras se escuchaba el sonsonete ese, chun tata, chun tata, chun tata. Una sensación incómoda me invadía porque recordaba perfecto el día en que otro desconectado de la cordura vació una 48 especial en la panza ya bastante remendada de mi hermano. Recuerdo el brillo del cromo en el cañón, el escupitajo de fuego, y a mi loco pero amado consanguíneo doblarse como cuando le daba risa. Bueno, ese día no dejo de reír cuando vio que no murió, y todavía fue a pasear por la casa para que lo viera mi madre y no causara a esta un infarto cuando la gente llevara el chisme estilo ¡mataron a su hijo! Después regresó al lugar donde lo esperaba la ambulancia de la Cruz Roja, se subió y cual reina de la primavera montada en un carro alegórico, se alejaba saludando por la ventana a los ahí presentes.
El día de la muerte de Vérulo, el asesino y yo cruzamos miradas; las de él, como siempre retadoras, las mías solo buscando una explicación a su absurda y cobarde valentía. No me quedé más en esa tienda donde solo compré unas cervezas Victoria, que son con las que se embrutecen los campesinos. Entonces vi salir al novio con un traje elegante, como un mago de circo gitano que saldrá a escena, o con su traje de pingüino. Hijo de un pequeño ganadero de tradición, creció igual entre el estiércol y las pacas de forraje para el ganado. Tenía un hermanito con retraso mental que escondían en un cuartucho sucio y oscuro. Había que evitar la vergüenza, varias veces observé cómo le pasaban comida en un traste viejo y despostillado por debajo de una puerta improvisa, donde asomaban sus pies recios y maltratados. Y es que así somos en México, nos avergüenza todo; que seamos indígenas, que seamos subdesarrollados, que tengamos una enfermedad mental (colectiva), que nos encuentren caminando y no en un automóvil, que nos vean sucios porque venimos del trabajo; eso sí, no nos avergüenza la mediocridad, la ignorancia, la corrupción, la política amoral, el teatro electoral, la violencia, el hurto, el narcotráfico, vivir en suciedad, ser besamanos, que agachemos la cabeza –no precisamente por leer un libro-, el servilismo, la mojigatería, el cinismo, el machismo, el prianperredismo; nada de eso nos da pena.
El hombre corpulento que actuaba esa noche de novio, cuya profesión era manejar un camión de carga presumiendo su fuerza y cabellera como un Sansón de rancho, propio de una ilustración de revista popular sensacionalista; no imaginaba que en este estilito desagradable terminaría su historia llena de histeria.
Ahí quedó esa imagen, yo esquivando al asesino, el novio saliendo y jugando borracho con sus hijitos en la calle, pequeñitos como gnomos; todos vestidos de gala, todos pensando en la fiesta, ¡ya mañana vemos si comemos o no! Caminé apenas unos metros y escuché como el arma arcaica escupió fuego y muerte. Volteo entonces y el grito de quien está a punto de vomitar el alma y el espíritu juntos lo domina todo ¡Vida no abandones mi cuerpo! Ahora sale la novia, igual que en las horrorosas telenovelas mexicanas, gritando y lanzándose al cuerpo moribundo de Vérulo exterminado. Claro, esto no se compara con el titular de un diario de nota roja que decía: “ENTÉRATE. Lo mata y le amputa las piernas; entró sin permiso a su casa”, pero este asesino tampoco pidió permiso a la novia, ni anunció su entrada en escena, es más, ni siquiera lo habían invitado al mole.
Se acerca un perro flacuchento y sarnoso, sus llagas pululan de pus, está como en trance, lame la herida del muerto dejando sus pelos infestos; no importa, la descomposición empezó hace rato, desde que nació el asesino Caín. Parece que ladra pero no se escucha, solo muestra su cara de miseria y dolor, pero se le mira dispuesto a acompañar a Vérulo en su viaje, sus ojos lacrimosos reflejaban la ansiedad de caminar hacia la luz lamiendo la sangre que es su único alimento en semanas y moneda de cambio para servirle de guía.
Ahí estaba un policía municipal, sólo observa como todos ellos; seguro recordó que él mismo vendió el arma homicida a la joven bestia, mientras él se quedó con una vieja escopeta como único instrumento para “combatir” al crimen. Se le ve pensativo y sigue el chun tata, chun tata, cada vez más lento hasta que se detiene. Acaban con la fiesta, acaban con un mundo de sueños y de tranquilidad momentánea de una familia. El psicópata huye y no está enterado de esto último, él seguramente solo se cree y se sueña valiente y admirado.
Es muy noche y el viento se va congelando. Es muy raro ver esa calle ahora solitaria, triste. Hay basura de una fiesta, hay restos de comida, huesos de pollo, platos manchados de mole. Nadie limpia; solo levantaron el cuerpo de Vérulo para guardarlo un rato en la morgue antes de hacerle el ritual macabro de la velación, que expone el cuerpo para que la gente desahogue su morbo, analizar los rostros de los dolientes y si pueden, tomar café gratis. La mancha de sangre ahora sirve de entorno para el cuerpo inerte del perro sarnoso. Pasa una señora y alcanzo a escuchar que dice: -¡Qué barbaridad, nadie levanta a ese perro que atropellaron, cada vez estamos peor!