I
Bajo la neblina, Oriana se veía diminuta.
Sentada a la orilla del muelle, mecía los pies y tiraba cáscaras de mandarina
al lago reflejo de la noche. A Oriana la arrastraba el deseo de arrojarse. Para
evitarlo, olía la mandarina y, si no era suficiente, se concentraba en el aroma
del café que se calentaba en casa.
Oriana acarició la fruta. Paseó cada pelo
blanco entre los dedos, como lo hacía con la cabellera larga de la vieja. Cuando Oriana era pequeña, la vieja le daba
gajos de mandarina en la boca. La niña sentía los pliegues arrugados de los
dedos y el leve rasguño de las uñas en el paladar. Dejaba el pedazo entre los
dientes y lo mordía lento para dejar salir la pulpa. Ahora era la vieja la que abría la boca
destentada y recibía pedazos de fruta cerrando los labios sobre sus dedos. A
Oriana le asqueaba la saliva.
— ¿Quiere hacerlo ahora o más tarde?— le
preguntó a la vieja que estaba parada al inicio del muelle. Otra vez la escuchó
murmurando para sí palabras sin sentido.
—Tú eres una bruja— alcanzó a oír. Oriana miraba
fijamente su reflejo. Quería arrojarse y apretó la mandarina hasta
vaciarle el jugo.
—Vuela, vuela, te digo— insistió la vieja.
—Si pudiera…— contestó Oriana mecánicamente.
Las cáscaras de mandarina se iban como balsas que navegan la noche.
—Aléjate de mi casa. Vuela, bruja. Te ordeno que
vueles—dijo la vieja, pero Oriana la ignoró.
— ¡Váyase a casa!— le gritó fastidiada.
Oriana la sentía acercándose encorvada y
titubeante. Desde que la vieja perdió la razón, la perseguía con una antorcha
acusándola de bruja. Ella apenas corría lo suficiente para no quemarse, bajaba
a toda prisa al sótano, mientras la vieja le prendía fuego a la puerta y
retrocedía. Oriana atravesaba el umbral
con la piel ardiendo. Las heridas nunca sanaron, eran cicatrices del juramento
que hizo: cuidar de la vieja, como la vieja cuidó de ella.
Sí, Oriana quería ser una bruja para irse
volando de ahí.
—Las brujas se van al infierno— la vieja alzó
la voz. Las tablas del muelle crujían. Ella se aproximaba con sus pasos torpes.
—Estoy en el infierno —murmuró—. Regrese a la
casa, voy en seguida —le suplicó. Oriana repasaba su silueta en ese lago
insondable. La vieja musitaba sus maldiciones y la interrumpía. Se acercaba
más. Oriana la oía y pudo descubrir otro ruido, el del fuego rozando el aire.
“No se atrevería”, pensó y se tocó las
heridas. —Está enfriando. Debería estar en la cama.
—Aléjate… maldita… vuela… arde… —entonó la
vieja casi en secreto. Oriana apenas oía su voz. No quería mirarla.
“¿Por qué no se calla?”, dijo Oriana para sí.
— Voy en un momento, ¿está bien?
Oriana sintió un golpe seco en la espalda.
—Bruja. Las brujas se queman— le dijo la
vieja. Oriana se volvió para mirarla. Sintió el fuego en el rostro, retrocedió
y cayó al lago. Sólo emergió la mandarina que tenía entre las manos.
II
Bajo la neblina, la vieja sostenía un leño
encendido para protegerse de la bruja que mecía los pies al final del muelle.
Se había hecho pasar por una niña, pero esta vez no iba a engañarla; las arpías
se esconden bajo disfraces inocentes. La vieja sabía quién era y quemada o
ahogada, así sería su final.
— ¿Quiere hacerlo ahora o más tarde?— le oyó
decir a la bruja.
—Tú eres una bruja. Devuélvete a la oscuridad.
Vuela. No me vas a llevar. Tú eres una bruja, una bruja…— susurró y avanzó
cautelosa para no provocarla.
—Vuela, vuela, te digo—insistió la vieja y
rezó para sí‒. El fuego me protege y a ti te aborrece. El fuego me protege y a
ti te aborrece.
—Si pudiera, lo haría…—le contestó la bruja.
—Aléjate de mi casa. Vuela, bruja, te ordeno
que vueles— dijo la vieja y bajó otra vez el tono de su voz. —Te protege casa
el fuego. Te protege alma el fuego… —musitó.
— Váyase a casa— le aconsejó la bruja.
—Las brujas se van al infierno— la vieja alzó
la voz y la bajó de nuevo: —y arden—. Debajo de sus pies silenciosos, las tablas
del muelle crujían. Había llegado el momento de regresar a la bruja al infierno.
—Espéreme en casa. Voy en seguida—. La bruja
quería convencerla.
—La bruja blasfema y profana, seduce e
injuria— musitó la vieja y caminó más aprisa. El leño seguía ardiendo.
—Traigo la luz y te llevo a ella, traigo la
luz y te llevo a ella…— balbuceó y movió la antorcha que cortaba el aire.
—Está enfriando. Debería estar en la cama— la
bruja quería persuadirla.
“No voy a creerte”, le advirtió desde el
silencio.
—Aléjate… maldita… vuela… arde… —entonó la
vieja casi en secreto.
— Voy en un momento, ¿está bien?
—No, no está bien— respondió la vieja con su
voz apagada y sacó una mandarina de su suéter de lana. No era una fruta, era la
luna llena y el sol, era el círculo de fuego donde arden las brujas, era el
mundo y se lo lanzó.
—Que vueles —le repitió en voz baja y se
acercó hasta la bruja.
—Bruja. Las brujas se queman —le dijo
mientras movía la antorcha. La vieja empujó a la bruja al vacío. Ella río enloquecida
y el fuego se acabó de tragar el leño. La vieja no lo soltó, las llamas la
quemaron, ya no le susurraba a las brujas.
Paulina Monroy, (Querétaro, 1982). Egresada de la Escuela de Escritores SOGEM del Estado de México y de la Maestría en Apreciación y Creación Literaria del Centro Cultural Casa Lamm. Esta antologada en los libros Póker de Ases, Dramaturgos de la Escuela de Escritores SOGEM Estado de México (IMC); Premio Alejandro Céssar Rendón (IMC); Morir en la miseria (Oceáno); II Premio Internacional de Microrrelatos “Museo de la Palabra” (Fundación César Egido) y Penumbria año 1 (Penumbria/KGB). Sus cuentos han aparecido en diferentes revistas literarias. Es autora del libro La muerte es sueño (Ediciones y Punto, 2015).