En 1958, el naciente poeta Gonzalo Arango, prodigio de putas y olvidados, emprendería la más sublime odisea concebida en el nuevo mundo: el nadaismo, el único movimiento artístico de vanguardia en utilizar verdaderamente la acción de la vanguardia, más allá de la mera forma. En compañía de otro puñado de mancebos, lúbricos, drogados y exaltados por las vicisitudes de las transgresiones en Europa, de la creciente contracultura americana y la emancipación de la juventud por el descubrimiento de la posibilidad mediante el hecho, azotó los regímenes decorosos de la sociedad colombiana, la histórica lejanía facinerosa de los escritores, y los embelecos de los regentes de las artes, correspondientes más a las concepciones irreales y apartadas de la necesidad, que a la responsabilidad obligatoria del artista de recrear la imagen de su mundo.
Así pues, en lo que parecía una correría infatigable, los nadaistas, con libros y hechos, libraron la guerra más hermosa contra lo innecesario, que sin previo aviso, prendió las alarmas y concentró la atención totalizada de un país de viejas mojigatas y tartufos. Mucho se ha hablado de sus actos públicos: la quema de los libros clásicos embaucadores, el sacrilegio con las hostias y el sabotaje al congreso de escritores católicos, los escándalos sexuales, la cárcel, y un sinfín de mitos alborotados por los ofendidos, como prueba de la necesidad de censurar a estos caballos sin sosiego. Pero todo esto no tendría relevancia si no se equipara con el alma furibunda de los textos de su fundador, que reflejan, más que la necesidad de llamar la atención y apelar al escándalo por simple impulso, la búsqueda latente por entender el engranaje absoluto del universo y establecerse en el fervor del Todo verdadero; esa era la Nada, la búsqueda inmanente del Todo. Gonzalo Arango, -y que se revuelquen en su tumba Leon de Greiff y Guillermo Valencia, par de embusteros- el poeta de Colombia, el mensajero del viento a nuestra patria ciega, murió el 27 de septiembre de 1976, dejando a la literatura colombiana como el adefesio que siempre ha sido, y al moralismo intransigente, con camino libre para regir hasta la eternidad.
Hace algunos días, bajo las riendas de Elmo Valencia, ex compañero del poeta, salió al mercado el libro Bodas sin oro. Cincuenta años del nadaismo, una recopilación de textos, anécdotas y datos biográficos a manera de conmemoración, y que, como su nombre lo sugiere, y como lo han sabido repetir hasta el cansancio los demás militantes, tiene la intención de recalcar el nuevo lema del mercado colombiano: el nadaismo no ha muerto; consigna que parece dejar unos buenos pesos para Valencia y sus secuaces, porque no es más que eso: una estrategia comercial infame y usurpadora.
El nadaismo sí murió, con su profeta, ese 27 de septiembre de hace casi 34 años. Y para los demás mal llamados nadaistas, murió mucho antes, cuando Gonzalo decidió enfilar el rumbo a otro nivel, porque era el momento, y los parásitos se negaron. Naturalmente, no estuvieron de acuerdo con dejar de drogarse, de contraer enfermedades venéreas, y pretender la poesía como un panfleto callejero.
Desde entonces, el mismo Elmo Valencia, Jaime Jaramillo Escobar, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar y demás badulaques, no han hecho más que ufanarse de algo que no son, robarse el crédito y creer que aún conservan la palabra, por historia, no por acción. Llevan 34 años autoproclamándose Poetas y Nadaistas, engordando sus cuentas bancarias y aferrándose a su condición de vividores, porque de nadaismo, valga la redundancia pero no la semejanza, no han hecho nada. En la época dorada, si es que así se le puede llamar -por fin le atinaste a una, Elmo-, que sólo fue el tiempo de vida de Gonzalo, no hicieron más que esconderse a sus espaldas, vivir arrastrados, mantenidos, rezagados. ¿Pero cuándo han escupido otra hostia o poema sacrilegioso?, ¿cuándo han puesto a temblar al país de nuevo? ¡payasos, impostores! ¡falsos poetas!. Creyeron que tenían pase de por vida, que el pasado perduraría sempiterno.
Yo, más bufón que ustedes, desde aquí los condeno, y condeno al que los lea convencido. Que regresen a su estado de gusanos, sin Gonzalo, sin poesía, sin palabras.
¡Hijos de puta! ¡ladrones sin máscara!
El único Poeta era él, al que ustedes despreciaron y jamás entenderán. Ustedes, en cambio, no son Nada.
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Ay, Gonzalito, alma bendita, amor de mis amores. ¡Cuando será tu segunda venida!.
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