Desde
siempre, los huevos revueltos han sido mi manjar predilecto. De hecho, es lo
que mejor me queda en la cocina y si no fuera porque los condenados están tan
caros, serían mi único alimento. Todavía recuerdo cuando mi mamá los preparaba
con tocino freído, toda la casa quedaba impregnada con el suculento aroma que
llegaba hasta mi almohada; Así, se ahorraba la molestia de tener que
interrumpir mi pesado sueño para ir al colegio.
Hoy
tomé una decisión radical, preparar los mejores huevos revueltos de mi vida.
Después de reflexionar toda la noche con la humedad en las pupilas, creo que es
el epilogo perfecto para una existencia fútil. A los demás podrá parecerles una
banalidad, sin embargo, para mí tiene un valor entrañable. El pequeño Diantre con una singular severidad en su
mirada, me lo ha insinuado.
Desde
acá arriba me siento fuera del mundo, la perspectiva cambia el concepto de las
cosas. La selva de cemento adquiere una fisonomía orgánica: las personas
parecen hormigas, los vehículos son como hojas a la deriva y los edificios
enormes pinos grises que ahogan el ruido citadino cubriéndolo con un manto de
vacío desplegado por toda la geografía urbana, hasta llegar a mí en forma de
ecos apenas audibles.
Mientras
maquinaba este instante, me preguntaba cuál sería la manera más decente de
abandonarlo todo. Después de expirar ya nada importa, sin embargo, siento un
tonto escrúpulo por la impresión que en los otros pueda causar la última imagen
que dejamos. Entonces me planteo el dilema entre lo vulgar y lo misterioso.
Crónicas de gente que se arroja a las vías del metro, es norma en las notas
amarillistas. Me repugna el patético espectáculo que ofrece una anatomía
desparpajada, cual si fuese sapo disecado, expuesta a la vista de cualquiera en
medio del tráfico.
Las
motivaciones de estos eventos suelen ser predecibles desde antes que surjan
entre el chismorreo de las esquinas; desengaños amorosos, dificultades
económicas o asuntos de bullying. Es
decir, falta de resolución para cumplir las expectativas que la vida promete.
En cambio, optar por una mortal intimidad implica una ruptura con la vida por
lo que encarna ella misma, una expectativa no cumplida. Hemingway, Caicedo y
muchos celebres anónimos, escogieron la táctica de la “puerta cerrada” para
atribuir un toque de antiheroísmo a su abrupta partida.
Me estoy yendo
he encontrado un atajo al
silencio
con pie desnudo doy ya los
primeros pasos
tiemblo, tengo miedo, nada sé
del silencio
como un niño hacia los brazos
de la madre.
Te digo adiós con lo que aún
queda de mí
así, se caen a pedazos los
árboles
te veo desde el recuerdo y
mi voz es la voz del que se ha
ido.
Tonada de despedida, fue
el último poema que el enigmático compañero bibliotecólogo concedió a la
posteridad. Con este fragmento, talló sobre papel la esencia que nos
constituye; Naturaleza y Silencio, siempre nos están llamando.
Lo
conocí por su nombre de pila, pero tan solo después del deceso, me enteré que
ostentaba un apelativo que le hacía honor al terruño del cual —estoy seguro—
hubiese deseado no desprenderse, El Poeta
de Nechí. Pero tenía otro más descriptivo aún, El Montaraz; con el que se congraciaba no solo por aludir a su
publicación insignia, también esbozaba con calculada premonición el destino que
estaba gestando.
En
la facultad siempre lo veía apurado, porque siempre estaba haciendo algo.
Modestia aparte, considero que tengo buen
ojo para detectar los rasgos diferenciales de las personas, y él, no era
alguien corriente. Intuía que poseía incorporada a su ser una fuerza que lo
sobrepasaba, algo que le restaba unidimensionalidad obligándole a cargar, tal
como la idealización de Jano, una cara radiante hacia el mundo y otra sombría
para su soledad.
Iniciando
un minucioso proceso de rastreo, me propuse no solo descifrarlo, sino también
atraer su confianza. En cualquier espacio de la universidad, bien sea en un
improvisado puesto de empanadas o en “su pasillo sagrado” donde se explayaba
con repertorios de títulos para la clientela estudiantil, siempre había un
pretexto para conversar. Sartre, Voltaire, Spinoza y hasta Marx, desplegados
ordenadamente sobre el piso, fueron mudos testigos de mi personificación de confidente ocasional de un amor secreto
hacia cierta chica de la clase.
Todo
se truncó, cuando una mañana del Día del
Trabajo, decidió regresar a la Tierra
a través de aquellos arboles altos con los que sentía un vínculo filial. Los
arboles fueron el pasadizo al otro lado,
tan sigilosos como su ingreso al Parque Temático escogido para ejecutar el
acto. Al día siguiente, los medios alternativos notificaron los reportes
policiales del hallazgo de un hombre que pendía de una rama. Efectivamente, la
fotografía de un cuerpo del pecho para abajo en ropa informal que parecía
flotar entre el follaje, ratificaba la eficiencia del plan. No presté atención
al desdichado anónimo, tan solo cuando una amiga posteó en su muro de Facebook
la “primicia”, entendí la misión cumplida por el joven idealista que, en varias
ocasiones, había estrechado mi mano.
Ahora
estoy acá, a no sé cuántos metros entre el asfalto y mi nariz, posado vacilante
sobre la baranda del balcón escrutando una y otra vez, la página arrancada con
aquel inspirador párrafo subrayado. Reitero que repudio la vulgaridad, pero, al
fin y al cabo, así como a él, nadie me preguntó si deseaba nacer. Vivir es tan
contingencial como perecer.
Emularé
la osadía de las aves al desplegar sus alas cuando se sienten listas para alzar
su primer vuelo, con la diferencia de que el peso de la gravedad rasgará mi
vientre en medio del vértigo criminal de la caída libre. Pero esto queda
postergado, aunque Diantre se
disguste, pues el copioso humo que sale de la cocina me recuerda que el
desayuno se echó a perder. Podrán juzgarme que fui un suicida loco, pero jamás
que nunca aprendí a preparar huevos revueltos.
*Raúl Trujillo Ospina, Colombia. Ilustrador por formación en artes plásticas, le ha inquietado la escritura desde hace algún tiempo por necesidad de transmitir sentimientos, bien sea para aquellos que gusten leer sus creaciones o para sí mismo. Ha hecho parte de varios talleres de escritura en la ciudad de Medellín, de los cuales han salido publicaciones en las que ha participado. Ha colaborado también como ilustrador en periódicos y revistas de la facultad de comunicaciones de la Universidad de Antioquia y de la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la misma universidad.
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