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lunes, 18 de enero de 2021

"Pasajes" ensayo de Mario Ángel Quintero

Buscar vivir con la conciencia de habitar un espacio, y tratar de entender el contacto con los otros que también lo habitan, puede llevar a abrazos extraños.


El proyecto ha llegado a un punto en que implica dramaturgias para una ciudad, dramaturgias en que el único actor es la ciudad misma y las estructuras y procesos que han improvisado sus habitantes, sin saberlo siquiera. Quedan formas, tensiones, y desenlaces que se presentan en una función continua. Para nuestras necesidades, es más útil enfocarnos en instancias particulares porque toda la obra, aunque esté presente en la realidad de la ciudad en cada momento, es demasiado vasta y compleja para el espectador. Así que sólo gestos, coreografías fragmentarias, lograrán aislarse momentáneamente para nuestro deleite. Miraremos a nuestros monstruos comunitarios uno por uno, y sus movimientos y compulsiones serán nuestras operas urbanas de sobrevivencia e imaginación. 


En este primer caso, empezaremos con un hueco, un túnel, una travesía, el canal digestivo de un insecto gigante hecho de nuestras ansias: el pasaje comercial. No nos deberíamos sorprender que este nos lleve a un momento íntimo e intransferible. Esa es la naturaleza de la madriguera que llamamos ciudad. También hay algo de trampa en todo esto, vislumbrar una imagen emblemática de un recuerdo que te habita, esa imagen colgada ahí, tras un vidrio, de carnada.





I. La Morfología de un Pasaje Comercial


Aquí se trata del Pasaje Junín, Pasaje Camino Real, Pasaje Astoria, Pasaje Junín Maracaibo, Pasaje Unión Plaza, y Pasaje Patio del Unión, un laberinto de pasajes comerciales que es el resultado de más de treinta años de conexión y elaboración, y que se encuentra en el centro de la ciudad de Medellín, Colombia, la Tacita de Plata, la Capital de la Montaña, la Ciudad de la Eterna Primavera. Aunque existen muchos sitios parecidos en la ciudad, este texto trata es este complejo de pasajes que queda entre Avenida La Playa y la Calle Caracas en sentido sur-norte, y entre la Avenida Oriental y la Carrera 50, o sea Palacé, en el sentido oriente-occidente. Su centro es el pasaje peatonal Junín. Estos pasajes comerciales se encuentran a nivel de la calle, y son corredores que cruzan una cuadra internamente, con almacenes pequeños por ambos costados, cielorrasos típicamente bajitos, y entradas y salidas por lados opuestos de las cuadras. La impresión que dejan es de una banalidad absoluta. Nunca se ha dicho que uno de estos pasajes comerciales fuera elegante o pintoresco, o moderno, ni siquiera agradable. Una de las funciones de su estética es la de ser un lugar insípido casi al punto de la invisibilidad.


El pasaje comercial surge en un momento de transición para Medellín de ser una capital de región rural a ser una ciudad urbana. Ese momento se caracterizó por un movimiento de activos desde los propietarios hacia inversionistas con una nueva movilidad económica. Pero mientras esta sociedad entre inversionistas y propietarios continuó, los resultantes proyectos llevaban la huella de un concepto híbrido. Aunque los materiales, el diseño, y la estética de estos proyectos ya empezaban a llevar los rasgos de la cultura de producción masiva, los objetivos de estos proyectos seguían siendo esencialmente los de proyectos de propiedad raíz. Nace así un gigante desde el caos de centenares de vendedores pequeños en el momento que encuentran locales que les proporciona el inversionista como intermediario y representante del propietario. Más tarde el inversionista convertirá el mercado en un intercambio entre intermediarios, y no necesitará ni el terrateniente ni el vendedor pequeño.


Lo barato se repite. Ese aire de los setenta. El parecido de la palabra “momento” con la palabra “monumento”. ¿Se podría hablar de algo nuestro en la estética del pasaje comercial? ¿Hasta dónde son estos pasajes el resultado de la estrategia económica de una voluntad, o al contrario simplemente la flor de una cultura en su especificidad? El pasaje comercial como la unión perfecta del contenido y la forma. La posición estética en toda su espontaneidad. Moldeada por lo nuestro en su momento de construcción. El pasaje comercial no tiene razón de ser. El pasaje comercial es algo dicho por alguien a alguien más en un momento. Sus resonancias rebotan por nuestra realidad.


El pasaje comercial es uno de los once cañonazos del año. Es una pintura que representa a una adolescente desnuda de venta en el Parque Lleras. Es un colectivo, es una banana, es unos pantalones de paño. Es colbón, icopor, y limpiatipos.  Es una marca china, que también son buenas. Es un tintico, una solterita, es un par de tenis con lucecitas. Es un incienso de todos los sabores, y un afiche del Che. Es una fotocopia gris y un letrero de neón.       


No se le dice centro comercial, sino pasaje comercial. 


Pasaje significa acceso rápido en un punto donde antes no había acceso siquiera. Desde el nombre ya está establecida una necesidad de hacer trampa, de una travesía, de llegar más rápido de lo normal. Se establece como el sitio, o de la ganga, o del objeto particular (Eso se consigue en...), lo cual forma parte de un código urbano, casi un rito consagrado y repetido por el devoto. Al comprar la picadura de tabaco en la relojería, donde es más costosa y menos fresca que donde el sastre con aire inglés, cometo un pecado contra la sabiduría de la urbe, le he faltado al respeto y dejo de ser uno de los atentos que participan en los cambios perpetuos de la ciudad. Pierdo la ventaja que tanto ansiaba, y ya soy casi un turista o un gringo (el nombre genérico para cualquier extranjero ignorante).


En la evolución del reino de lo práctico, la idea de calidad al fin resultó muy abstracta y poco confiable en términos de ventas. En la práctica, los atentos se enfocaron más en precios bajitos que en la calidad de lo que se vende. Así que la ganga le ha ganado a lo particular. Esto produce realidades comerciales paradójicas, como el almacén de música con empleados que odian la música o no saben nada de ella. Ahí empieza la impresión que los productos comprados en el pasaje empobrecen en vez de enriquecer.


La seducción del nicho, o será del segmento, de mercado, que ocurre en el pasaje viene a través de la facilidad y la supuesta impunidad de la compra que ahí se hace. Es un sitio de paso para mucha gente, donde no se da recibo, y todo acerca de la transacción está a la vista, y por eso es supuestamente transparente. Este posicionamiento se refuerza con una estética de sencillez. Se supone que las cosas son más baratas en un pasaje comercial porque todo es tan sencillo, tan aparente. Hay una atmósfera permanente de austeridad económica en estos sitios. Los pasajes comerciales casi siempre son de un piso, o de un nivel que sube o baja gradualmente por rampas. No aspiran, no se amontonan. En vez de subir, se extienden, se riegan. 


Dado que hay fondos limitados, sin posibilidades de desperdicio, se regatea una estética común, lo cual no sólo dicta el diseño en grandes rasgos del pasaje, sino que también establece que el adorno o cualquier elemento ornamental sea un costo innecesario que seguramente se le va cobrar al cliente. (¿Cuanto me valdrá la elegancia de ese sitio? ¿Cuanto me irán a cobrar sólo por la presentación de ese producto?) Por eso el estilo de vitrinaje resalta claridad y sencillez. Todo está ampliamente iluminado, y casi siempre los precios están claramente a la vista. Las paredes las dejan blancas, y gritan una claridad indiscutible. El blanco es la limpieza, la higiene, el desinfectante, lo institucional. El blanco es el espacio sin contenido. Es el acierto de tiro al blanco, es el color de la casa modelo, de telenovelas, del saldo en blanco, de la conciencia después del límpido. Si las paredes no son blancas son de un marrón muerto o un beige de lienzo, de fondo. Estos son los colores de la bandera de la aventura insípida.


El cielorraso del pasaje siempre es bajito. La economía de espacio en términos verticales tiene sus asociaciones en nuestra cultura. Todas estas asociaciones tienen que ver con la ventaja secreta. El espacio es bajito porque es mejor que no aparente nada en especial.  Es bajito porque sólo en la cueva esconde el pirata su tesoro; porque hay que ganarle al laberinto para tocar el sol; porque se parece a la plaza del mercado, al mercado turco, al toldo; porque escarbamos y escondemos como roedores, como ratas; porque la ganga no es para todos; porque negociamos mejor cuando nadie nos ve; porque la guaca se desentierra; porque nada desmesurado puede ocurrir en un espacio contenido aunque todos nos vamos a las minas a soñar de riqueza repentina.  


Pero se trata es de una herida, de una urgencia. ¿La sala de urgencias prácticas de la identidad trata de neutralizar el impacto de sus tratamientos para que el paciente que necesite salir de compras sin pretensión pueda aprovecharse del acceso directo del pasaje, aunque cada vez se parece más a un laberinto y menos a una travesía. Empieza a desaparecer el paso directo que promete llevar al transeúnte a otra vía, otro referente. Con el despliegue de conexiones, curvas, y posibilidades de desvío, el transeúnte se da cuenta que, en vez de obtener su objetivo, ha entrado en un contexto intermediario, con su propio proceso de experiencia. El vehículo, el transcurso, se ha transformado en un nuevo territorio, y ya es imposible meterse en él o salirse de él como cuando era un tren o un automóvil. Su neutralidad de contexto ha sido remplazada por una narrativa. Lo que era puntuación, se ha vuelto una frase entera. La cita se prolongó en un tratado. Ya es un tratamiento médico para la ansiedad.  Aunque entró al pasaje sangrando sólo banalidades, el paciente encuentra que el suero sin sabor de lo que todo el mundo está usando, para esto o aquello, será sólo la primera medida, la primera dosis, de un largo proceso para seguir en las mismas. Ya no hay ni entrada ni salida inmediata. Entrar es adentrarse y salir es ir saliendo. 


Ahí en la “Y”, en este preciso momento, llega el pensamiento que has leído algo igual, o por lo menos muy parecido, a esto último en otro momento en este texto. ¡Claro que sí! ¿Pero dónde fue? ¿Hasta dónde te vas a devolver para comprobarlo? ¿Hasta el comienzo? Y ¿por qué no te devuelves cuando algo similar ocurre en la vida? ¿Sientes que el texto se está volviendo repetitivo, y que te ha estafado el autor? ¿Será que en la vida el hábito de la estafa, de que Dios decepciona y que todo seguirá repitiéndose ya está bastante establecido? De todas maneras este incidente, este tartamudeo del momento, te ha dejado con menos ánimo para proceder.


Pero no se quede ahí con la boca abierta. ¡Aprovecha! Siga extendiendo la mano que hay frutas a todos lados. El jardín es extenso. En nuestra sociedad, donde los senos y las nalgas son artículos de consumo masivo, es casi obligatorio que la muchacha joven que atienda (porque será una muchacha joven quien atenderá) luzca una camiseta con escote y pantalones apretados. Todo pareciera estar ahí a la mano y con un precio determinado. Vivir es deslizarse. El consumidor bulto se mueve sobre una correa automática impulsado por su propia insatisfacción, y baja por el deslizadero de su pereza. La excitación de la caída, del ser vehiculo. El vértigo, la falta de fricción, la gravedad, elementos de un viaje pasivo, de dejarse llevar, como al leer un discurso, este texto, se cae por la hoja. Al lector lo recibe la palabra que sigue, el deseo de completar la sintaxis y llegar a un significado, al ejemplo que sigue, a la estructura del argumento que lo canaliza, que lo lleva hacia una conclusión. Pero ¿qué pasa cuando esa conclusión se desvanece? Sólo hay página blanca al final del discurso. El lector se devuelve, o vuelve a entrar desde el comienzo, en busca de algo que se le ha perdido, que no ha entendido, ¿qué se le escapó? Querer llegar, y permanecer en un discurso lleno de repeticiones se manifiesta como el único habitar. Lo peor es esa sensación que uno ya había leído esto en otra parte, quizás dentro del mismo texto, estas palabras, textuales.


Porque el lector se disuelve. El tratamiento se divide en miles de citas, para que no se vuelva filosofía ni se vea como ansiedad. El paciente se toma su dosis sin pretensiones. El pasaje se ajusta a la condición del paciente. ¿Cuales son sus necesidades del momento? Zapatos prácticos, joyería barata y vistosa, suministros de oficina, instrumentos musicales para principiantes, perfumes en frascos grandes. Los transeúntes que entran por las bocas de los pasajes esperan llegar hasta estos artículos necesarios, la compra ya casi obligatoria, porque la niña le está faltando esto, y a mi marido se le acabó aquello. Esta necesidad borra, limpia la connotación de lujo o de artículo de ocio. El hospital de consumo que es el pasaje trata exclusivamente pacientes que necesitan curar una herida en su estándar de vida, y no a quienes buscan diversión o extravagancia. Al comienzo este uso del pasaje para algo tan sutil confundía al público, y el pasaje Junín- Maracaibo llego a llamarse el túnel de la quiebra en un tiempo. Pero la sutileza de la atracción del pasaje fue refinada por los mismos usuarios, y pronto los pasajes se habían extendido por todo el recorrido de la Calle Junín.


¿Será que el deseo, en forma de ansiedad, sobrevive todos estos intentos de volver el consumo algo práctico? La boca, hasta del paciente más paciente, se le llena de saliva cuando entra al pasaje, cuando se detiene frente a una vitrina.


Al entrar al pasaje, nos exploramos a nosotros mismos. Entramos físicamente al mundo de nuestros deseos, nuestras necesidades, y nuestras limitaciones. La negociación práctica, aunque no necesariamente realista, que resulta ser nuestro perfil de consumidor, se puede definir como la versión ansiosa de nuestra identidad. Alguien es lo que deja, sólo queda lo que le pertenece. 


Pero lo que me pertenece hoy era de alguien más en otro momento. Su valor eventual como prótesis de identidad se ve más claramente a través de la membrana de la vitrina. Lejos de mi alcance, el objeto permanece en su estado puro. No ha resultado ser otro pedazo de basura todavía. Todavía no parece costoso comparado con lo que ha servido. Sus debilidades no son mías todavía. Es una posibilidad, y como toda posibilidad es abstracta. Decidir cuales productos y servicios merecen ser parte de mi vida me define, y ubicarlos dentro o fuera de mis movimientos es quizás el mayor beneficio que les sacaré. Una vez que entran a la fraternidad de mis pertenencias, las cosas sirven sólo en su implementación y pierden su aire de posibilidad. El uso de cada de mis cosas la disminuye y empobrece su destino. 


La arquitectura del pasaje grita uso. Usar el pasaje para llegar a otra parte. El que habita los pasajes es un amante de transición. Un vehiculo camina dentro de un vehiculo. Las marcas, tan distintas a los nombres, hablan en otros idiomas sin significación, con la única utilidad de hacer soñar en lejanías. Lo descriptivo se reduce a asociaciones borrosas y efímeras. Al desenfocar lo presente y enfocar lo lejano, los productos mismos se vuelven vehículos, los peces exóticos tras el vidrio del acuario.


Nos exploramos a nosotros mismos por dentro cuando entramos al pasaje. Al entrar en nosotros mismos, nunca saldremos de nuevo. El cambio de ubicación es tan grande al pasar, que quien sale al otro lado no es el mismo. Al entrar en nosotros mismos, perdemos toda referencia más allá del ser, y nos fragmentamos en momentos.


La única identidad rescatable en este quiebre es el deseo de habitar estas esquirlas de sensación y pensamiento. La atención pasa de una a otra, alimentada por un sueño de unirlas. Pero lo único que queda es esa oscilación de presencia ambulante que nunca alcanzará ser una consciencia, un estar.


La opinión general y popular es que los pasajes comerciales en el centro de Medellín son una peste que va infectando cada vez más al viejo centro, volviendo sus adentros más feos y más insustanciales con cada metro que se toman. ¿Es este desprecio un rechazo a nuestra verdadera identidad?






II. En busca de una analogía: el tórax del asunto


Seamos obvios, ¿para qué sirve un pasaje? Para pasar de un sitio a otro. O sea, para lograr un cambio. ¿Es este cambio de localidad sólo un cambio de localidad? ¿Será que podríamos hablar, por ejemplo, de un cambio de posición? Ahí, existiría una relación con algo más grande, con un contexto. ¿Será posible hablar desde antes de entrar al pasaje, de un acá y de un allá? Esto presumiría por lo menos una extensión de algo, y a la larga (si así se puede hablar), de un adentramiento en, o acercamiento a, algo, y lógicamente de un alejamiento de algo. ¿Será que podríamos hablar de un cambio de perspectiva? Aquí juega no solamente la necesidad de crear algo más grande (¿perspectiva sobre qué?), sino también cierto sentido, casi sensación, de experiencia, de un estado antes de y después de pasar.


Al fin nos queda la concepción de pasaje como proceso, en que, como extensión perpetua, no termina nunca. Paradójicamente, lo que se termina es el consumidor. Se termina en términos de imaginación, en términos de recursos, y en términos de la misma energía que lo impulsa. El pasaje vuelve el consumidor un ser aún más sencillo de lo que era antes, le sangra su valor, reduce sus posibilidades. Volver el consumidor algo más sencillo es digerirlo.


¿Qué, entonces, tiene de transformativo el pasaje? Volvemos a sentir la insistencia de la imagen de la digestión, del pasaje como animal, como intestino. Esta sensación que nos dan nuestros pasajes, una sensación de brutal eficiencia, de caza, sitúa nuestros pasajes sin duda, en el reino animal. El laberinto de pasajes es una anatomía. El tubo es el comienzo básico de la estructura del organismo. Pasajes significa que dan paso por un sector bloqueado u obstaculizado. La única manera de sobrevivir la presión y la caza de la imaginación que ejerce la travesía que es el pasaje, es vivir fuera y al fin vivir sobre lo que hubiera sido experiencia y así abandonar la pulpa que eventualmente será expulsada después de ser exprimida.  El espanto que se despega, queda atrapado en una extremidad, en una célula de una pata como corredor sin salida, como algo sellado, falso.


Las superficies que ansiamos tocar se han convertido en tejidos, se han reproducido en capas. Son el material básico de la arquitectura de los insectos inmensos que hemos creado con nuestros deseos, con nuestras ansias. Nuestras ansias perpetuas de pasar al otro lado, de llegar a un no-aquí. Suturamos nuestra pulpa putrefacta para moldear los órganos de monstruos. Cadáveres de cucarachas y gusanos gigantes estirados cuadra tras cuadra con la esperanza frankensteiniana de llenarlos de vida y utilidad al llenarlos con el jadeo de nuestra compra-compra. Retazos de nuestra organicidad pegados uno al otro de una manera frenética, a medias, aprovechando la electricidad del nervio.  Ansias que encalambran, que cubren nuestro firmamento, como una nube oscura de espasmos en relieve, opaca con actividad.


Y al fin ¿qué te están vendiendo? ¿Qué viniste a comprar? Algo que ya era tuyo, pero que se ha desvanecido con el tiempo. Un recuerdo, una noche bajo un guayacán, un encuentro con una amada en un sitio, en un momento particular. Quisieras poseer ese momento, poder sacarlo a la luz y tenerlo como si lo estuvieras viviendo. Pero los recuerdos no se dejan poseer. Son sólo los objetos los que se dejan guardar, y sólo de cierta manera. Así que el valor del momento que ya se ha ido a la corriente del tiempo se transfiere a la camisa que tenías puesta en ese momento; y luego, de una manera aún más diluida, a esta camisa que se parece a esa. Estos corredores se llenan de gente en busca de fetiches. Al escoger entre los objetos que tendrás a tu alrededor, quizás ya estás escogiendo los momentos que tendrás mañana, esta Navidad, en un año. La ansiedad por comprar aquí en el pasaje no es más que el deseo de encontrarse con el otro. Estamos lejos de la vida, si sentimos que la única manera de llegar a ella, es a través de ritos de evocación. Tratar de tragarse algo para preservar su sabor.


Tragar es un reflejo. El descuido de dejarse tragar también es un reflejo. Es inevitable caer a una especificidad. Pasemos rápido a lo que sigue, aunque lo que sigue sea nosotros mismos.





III. La Anatomía de una Jaula Orgánica


Entonces, si insistimos en no ser reducidos a caca, a lo evacuado, pobre y gastado en camino a su destino como deshecho; si insistimos que algo, algún espíritu (¿diríamos “algún valor”?), si eso se despega y queda, el espanto en la máquina de carne, de insecto; si algo queda ahí rebotando en las entrañas del insecto, algo que lo alimenta, su sobrevivencia como nutriente sería de corta duración al ser incorporado estructuralmente en los tejidos del insecto masivo que nos ha devorado, otro adobe, más cemento, una baldosa en un ala de una cucaracha. El ánima que bota esa transformación es insustancial, un exhausto, una emisión, un gas, momentáneamente atrapado en los adentros del insecto, como una indigestión, el prefacio de un eructo o un pedo.

Así que nuestro fin es ser un insumo de construcción y, a la vez, un aire. Se escribirá más tarde de cuál podría ser la conciencia de cada uno de estos dos restos, uno perpetuamente contenido y el otro cada vez menos, pero primero miremos el proceso interno del pasaje de convertirnos en fragmentos.  

Se nos pegan sustancias desde el mismo ambiente, desde una oportunidad mucosa. Como toda venta que valga la pena, el pasaje nos quiebra, nos ablanda, con encimas. La adición de algo más, para endulzar la ganga, nos encarta con cosas que no necesitamos porque están tan baratas, tan útiles, sin que la utilidad sea particularmente nuestra. Estas gangas, tan atrayentes, se pegan al cuerpo del consumidor, volviéndolo más grande, más pesado y lento, más necesitado de un sitio donde quedarse un segundo y descansar. Cumple su función entonces la banca a la entrada del patio de comidas y al lado de los cajeros electrónicos. 

La sintaxis del pasaje, visto desde el punto de vista hipotaxis/parataxis. Cómo se relacionan los elementos y dónde se sitúan en el total. No tanto para ser leídos sino para manipular quien entra. Un ejemplo es la plaza de comidas en todo el centro del complejo. El hambre lleva al consumidor aún más adentro del organismo que lo está consumiendo. La analogía es de un insecto que crea la ilusión, para excitar el imaginario de su próximo bocado, que sus adentros son afueras. Para quien entra la frase, parece conducir hacia el verbo alimentar, pero antes de llegar a la acción el sustantivo comensal se convierte en comida y el verbo resulta ser fragmentar. El sujeto de la oración no se da cuenta hasta donde ha entrado hasta que ya es muy tarde y quedan sólo pedazos, objetos, para arrepentirse. 

Fundamental en el proceso de debilitar, el órgano de la plaza de comidas es la burbuja que llena con burbujas. Funciona como un supuesto centro de recarga, pero la recarga tiene un objetivo implícito, que los micro-organismos vuelvan a circular sin escaparse, que la maquinaria de estos micro-organismos dentro del insecto se empiece a quemar bajo el impulso del combustible más barato y más inflamable: sanduche y papitas, cafeína, dulce y efervescencia. 

Ahora vuelves a moverte. Tu ansiedad te conduce curva tras curva, te incita a escarbar en cada recoveco. Quizás hay una cita más tarde, esperas a alguien, estás matando el tiempo, como dicen. Al salir del patio de comidas, el pasaje voltea, sube levemente y baja. No hay pasaje en que se vea la luz de la salida desde la entrada. Un pasaje tiene que preservar el misterio de su salida. Todo intestino tiene sus curvas. Allá nos veremos, porque no todo lo que entra sale. Pregúntale a los primeros que invirtieron en los pasajes, en el pasaje que se llamaba El Túnel de la Quiebra, como sus ahorros entraron y no salieron. La idea es que nunca salgas intacto. Pienso en las curvas estrechas de los mataderos de Temple Grandin, y las estrategias para calmar al animal antes de.

Piensas que apenas estás entrando, que entras sólo por un segundo, que todavía estás afuera. De cierta manera, así es; el intestino es un órgano externo porque lleva lo de afuera en su adentro. El intestino es un afuera adentro, una membrana, una superficie hecha para tratar con materia ajena, el pasaje por excelencia. ¿Dónde están entonces los adentros? ¿Cómo llegar a la pulpa misteriosa que no es superficie sino sustancia, esa pulpa que es el animal, el insecto en sí mismo, su identidad y no una de sus funciones? ¿Cómo llegar a lo que no es para el cliente? Sentimos la ansiedad por saber, y esta curiosidad por ver el proceso de producción, el inventario, las reservas, nos ayuda a poder someternos a ser fragmentados, reducidos y tener la oportunidad de pasar al otro lado, de ser digerido, de lograr una mirada antes de volvernos netamente material de insecto también.


¿Pero qué significa avanzar? Tengo la sensación que esto ya lo vi. Pero nunca he parado de avanzar. ¿Sera que esto y eso es lo mismo? Digamos que ambos fueran esto, verbatim.  Si esto está acá, ¿será lo mismo cuando está allá? O ¿será que avanzar es lo opuesto a lo que es? Diga lo que diga, escriba lo que escriba, aquí tiene que ser allá cuando ocurre allá abajo, pero se restaurará como aquí apenas llegamos.

El transcurso por el intestino, por el laberinto de corredores, parece eterno e improvisado. El organismo sólo necesita estar estrictamente planeado alrededor del nido, del estómago, de la plaza de comidas y los cajeros electrónicos; el resto es un crecimiento hacia afuera, el intestino como tentáculos, como exploración y conexión. Tema y variaciones es una estructura que ocupa tiempo y espacio mientras cada motivo es elaborado ad nauseum. Pasajes se buscan uno al otro, se conectan, llenan, sobre-determinan, como ramas que buscan sol, o raíces que buscan agua, se vuelven más densos a través del tiempo. Es casi mitológica la sensación de expansión interna. Es la manera que el pasaje se concentra, con particiones, biombos, closets, sótanos, mansardas, esquinas, y corredores que se dividen. 

Divisiones y membranas. El contacto esencial es a través de una membrana. La membrana del deseo es el vidrio de la vitrina. Atrae intercambio. Son válvulas vasculares que regulan flujos. Cada entrada y salida de un almacén registra, al cruzar un umbral fundamental, la transacción, como una captura. 


Aquí se recuerda las artimañas de la flor para atraer. Aquí, el olor a límpido y el brillo opaco del piso, que dicen deseable, porque en este contexto de Medellín, Colombia, sólo se quiere tocarla si está limpia. Madre. Todo lo femenino, todo lo atrayente se concibe como un sitio desde donde nacer. Estregado hasta que quede limpio, desteñido, sin color ni sabor. Una defensa contra falta de calidad y riqueza. De pronto no la mejor, pero si limpia y organizada. Aquí de alguna manera se confunde limpio con blanco, quizás porque sin color parece ser más sencillo, y sencillo se confunde con puro, y por eso los pasajes son tan blancos. Blanco significa limpio y sin pretensiones, honesto y sin complique (hoja en blanco), no perezoso (porque hay que trabajarle para que quede así) y sin adorno, trabajador y sin lo innecesario, sacrificado para hacerlo bien, y útil, pensando en el ya como si fuera un largo plazo y no impulsivo, seguro cobra lo que vale, o sea esta transacción es deseable. Ahí tenemos un retrato de los miedos del consumidor como ser social: soy sucio, soy pretencioso, mentiroso y complicado, soy perezoso y perifollado, nunca trabajo y me mantengo en cosas que no dan frutos, soy cómodo e inútil, soy caprichoso e intento tumbar al otro, soy alguien despreciable. 


También hay algo del blanco del inodoro. Sobre blanco el sucio se ve más fácil, y los pasajes son sitios de tránsito, de uso, donde el mugre y la grasa humana se va pegando a las superficies. Algo liso siempre será mejor para poder limpiarlo sin problema después. La estética de lo vacío. Se busca que haya flujo, sólo tiempo para la decisión comprar o no comprar y luego pasar a la vitrina que sigue. Mientras menos obstáculos haya, mejor para la circulación, para el transito higiénico, sin pegotes ni regueros.


Desde este blanco, desde este vacío, ¿qué es lo que se empieza a formar? El pasaje crece como algo vivo, animal, sus células sin paredes fijas, de nutrición holozoica, con órgano excretorio, y de movimientos relativamente libres. Pero nuestro imaginario del pasaje se desarrolla mucho más lento que el fenómeno mismo. Todavía no podemos entender al pasaje al entrarlo. Es la organización protoplásmica y celular la que hace que lo vivo sea particular, su diferenciación e integración. El pasaje establece su membrecía como metazoa y  heteraxonia. Nuestros ojos, los de la presa, los del bocado, sólo ven una blástula, esa esfera que nos recibe y nos encapsula, nos encierra en su centro vacío. Es sólo la mirada enfermiza, paranoica, que quizás logra a percibir que se entra es en una gástrula, ese mecanismo hecho para tragar, digerir, y expulsar. Pero toda la elaboración intrica del animal completo permanece invisible a todo ojo menos el de la ficción.





IV. La fisiología de exprimir


Tiene varios orificios que sirven simultáneamente de boca y ano. El proceso de atraer alimento es un coqueteo que lleva al casquillo. Pareciera que existiera todo un mundo allá adentro. Las membranas brillan con su limpieza blanca o color piel, el beige muerto de estar vivo. Al salir, los seres defecados cargan con esa decepción, a veces prefiriendo entrar de nuevo a tener que admitir su derrota. Hay algo del Juicio Final en tener que salir, tener que negociar la calle otra vez, anónimo, sin el poder de la adquisición, de ser quien escoge, quien amontona. La luz de aquel objetivo desaparecida de sus ojos, los fecalizados son invisibles para quienes apenas se están tentando, apenas hacen sus primeros cálculos de sus saldos, de sus cupos. Para aquellos que se van, disminuidos y vaciados dentro de ellos mismos, la terapia, la atención al cliente, ha terminado.


La “niña” que atiende, sale al corredor a tomarse un café, a fumarse un cigarrillo, y su manera de vestir, su postura, dadas la distorsiones quirúrgicas que le ha hecho a su cuerpo para ser realmente 3D, insinúa no sólo algo casi ilegal o quizás simplemente explicito, sino también la posibilidad de negociar. Su actitud grita indiferencia, y esto también es parte del encanto para quien se arrime “sólo para preguntar algo.”


El deseo de conseguir, llevarse, recoger, pasar por algo específico, diferencia y guía al consumidor/consumido por ciertos tejidos que se dividen por su cualidad y fisiología de labor. Los almacenes se dividen en precios y productos,  los restaurantes en las diferentes sustancias que inyectan en el cliente, los corredores en su anchura o estrechez, los bancos en la extensión de sus filas y políticas, las agencias de viaje en las fantasías y aspiraciones en que trafican, y los baños en su limpieza y privacidad. Cada interacción detiene al cliente dentro del organismo, y le recuerda otras cosas que podría comprar o averiguar. Se saca de un banco, se llena en un restaurante, se evacua en un baño, se inspira en una agencia. Órganos encargados del proceso secretan comidas rápidas, gangas, los clubes de crédito, el carrito de los tintos, el baño al fondo, las escaleras para salir, y estas hacen que el consumidor se sienta cada instante más cómodo ahí donde está, adentro. La diferenciación es importante para una digestión fluida, cada roce unta al cliente con algún encima.  


Somos ebrios. Caminamos torpemente hacia la boca del pasaje, estamos envenenados. Algo nos ha picado y ahora vagamos por nuestros sueños, nuestros delirios, nuestros deseos, todos tan pobres, tan limitados. Avanzamos hacia el encierro por un tubo traslucido. 


El paseo por las vísceras medianas nos lleva al apretón principal: la vitrina. Con sólo capturar mi atención, la vitrina me empieza a empobrecer. El vidrio es como un sifón que se chupa mi imaginación y la pasa por el cedazo de objetos diseñados para seducir a una imaginación colectiva, generalizada. Al entretener las imágenes de estos objetos en mi mente, empiezo a perder los rasgos particulares de mi propia imaginación. Estos objetos se establecen como lo que hay, como la realidad, aunque hayan sido hechos para el uso singular de venderse fácilmente. Así que detrás de estos objetos se insinúa un uso o una necesidad que se pueda vender sin dificultad a todos. Al tener contacto con esta seducción masiva, mi imaginación se asfixia. Una manifestación  del mundo, como es un árbol, un hombre, una piedra, no sólo no tiene una relación con venderse, sino que tampoco propone un uso desde si mismo. Quienes discuten este último punto, han dejado que sus imaginaciones únicas se murieran y ahora confunden la imaginación colectiva que se proyecta, con algo que ellos mismos hubieran generado.


El organismo gigante sopla su perfume barato e inhala aspiraciones y sueños por sus túneles principales, mueve gente en un flujo perpetuo, como el tubo principal de la digestión de un insecto o un crustáceo. El corredor del pasaje es un vacío, un sin nada que respira transeúntes, deja pasar y consume con la energía desgastada en movimiento. Los productos son impurezas que secreta por las aperturas del corredor, las entradas de los almacenes son también salidas por donde se deshace el organismo gigante de lo imperfecto, de los gustos de una temporada, de su mierda actual, el desperdicio de una función, mientras atrae dinero, efectivo principalmente, ya que dinero plástico es un poco abstracto para este animal primitivo, y un poco más difícil de absorber. Al respirar y digerir, el organismo gigante junta y separa.


Alguna cosita. Las comidas rápidas que se llevan en la mano, el café en vaso de papel, el pastel envuelto en una servilleta, son un simulacro de alimentación de la misma manera que comprar algo es una simulación de soñar. Alguna sensación de no haber comido, del ritual eviscerado. Alguna cosita, cualquier cosita. Vaciar la necesidad con oportunidades falsas es el reflejo de tragar del pasaje, cuando tragar es ser tragado. Vaciar en promociones, en liquidaciones, es lo que nos queda. Órganos en confusión, el ritual de purificación cuando un organismo se alimenta de vejigas, de rituales de purificación momentánea.


Sólo sabes a lo que sabes, hueles a lo que puedes oler. Limitaciones gustatorias impuestas desde el momento de entrar. Estos órganos de sobrevivencia, los que te ayudan a distinguir lo que pruebas y lo que sientes arrebatados para poder inundarte. Acceso directo como los computadores, acceso inmediato como en lo sexual. Acceso inmediato al sabor. Llegar o venirse en un instante. Explosión de sabor en helados, en mecato, infantil, oral. El túnel que lleva directamente a deshacerse, al placer. Encimas dosificadas para un efecto progresivo. La salsa de tomate, dulce y salada a la vez, da más valor agregado en aquietar. 


Al mismo tiempo, hay una importancia que se le da a lo higiénico, lo limpio. Nunca  estamos hablando de lo elegante. Se puede llegar a lo decadente sin pasar por ahí. Sólo se agrega el adorno necesario para vender. No se habla de lujos sino de antojos. El almacén de lujo es la provincia del bobo en este contexto y ensuciaría el brillo de la hojalata de este sueño. No, como avispas, somos avispados en nuestro avispero. Estas tiendas son el corto circuito, la travesía que nos lleva, sin pagar más, al placer. Este es el provecho de lo estrictamente cosmético, la ganancia que se brinca el mundo del poder adquisitivo.


Por eso, todo aquí es iluminado con la luz blanca y estregada de lo deseable. La ganga inútil es lo más blanco de lo blanco. El valor del trabajo para mantener todo limpio, nuevo, más allá del uso que negrea las cosas, o del descuido que las vuelve mugrientas. Pagar menos de lo que se debe por eso que brilla blanco es el placer de levitar a alturas indebidas. Así que la única pintura admisible es la más diluida, la más barata. Parecer es preferible a ser cuando adquirir se divorcia de usar. Maximizar la devuelta, las monedas, que pesan más que son más físicas, que billetes, es el objetivo de este intercambio gástrico donde se entrega plata, tiempo, e imaginación.


Tan adentro que hay un reflejo momentáneo de sacudirse, de tratar de despertar, de sentir las heridas y quemaduras creadas por los ácidos que supuestamente nos lavan. Por un momento, hay la sensación de haber pasado por aquí antes, del recorrido, de perderse y volver sobre temas ya tratados. Lo peor es esa sensación que uno ya había leído esto en otra parte, quizás dentro del mismo texto, estas palabras, textuales. El flujo de este texto se extiende por un ramaje, por una analogía de arterias y venas de asociación e implicación al que me lleva el laberinto concreto de los pasajes. Arterias de asociación nos llevan hacia afuera para involucrar toda la cultura en el organismo. Venas de implicación nos llevan hacia adentro y nos muestran al pasaje como el mismo corazón simbólico, o sea al corazón de todo un organismo social.


A este texto no le interesa convencerte porque es incesante, perpetuo. Cada palabra que roza repetidamente sobre tus ojos acaba contigo, célula por célula, como la canción de cuna acaba con la resistencia del organismo de querer estar consciente. Su propia inutilidad termina siendo lo más convincente de este texto. Porque al fin, este texto no habrá tenido propósito. Al cabo, se interpone en el flujo de tiempo en que se mueve el lector sólo como un nudo, una obstrucción, como un pretexto para hacer que el lector se quede quieto, para que permanezca  un rato más en la actitud del consumidor consumido, para hacerlo menos de lo que era cuando empezó a leer, para que siga atrapado en las entrañas de una digestión conceptual que lo confundirá y lo fragmentará.


Se va el pensamiento. El razonamiento es imposible en el vacío, y el corredor, el verdadero pasaje del pasaje, es un deslizadero perpetuo, sin rasgo alguno para uno agarrarse. Toda su diferenciación esta por fuera del vacío del corredor, en los vasos que son los almacenes. Todas las funciones por fuera, alrededor de un tubo digestivo adentro, esa es la estructura que comparte el pasaje con el insecto. Todo lo duro, lo articulado, lo que procesa, alrededor de un hueco. Sin embargo es el hueco, como lo es la pulpa misteriosa dentro del exoesqueleto en el insecto, donde se radica la cosa en si, el ser, la identidad del pasaje. Por eso se llama pasaje. Su función esencial es pasar. Pensar se vuelve más un sangrar por el cerebro, como cuando la araña chupa su alimento por algún agujero cefálico que haya hecho en su presa. Pensar se vuelve ser vaciado.


Al vivir tanta repetición, existe la tentación de pensar que la mitosis no es más que una versión pobre de la improvisación con materiales muy limitados. Es trágico que la única manera de crecer es dividirse. Es así como el pasaje crece, se reproduce arquitectónicamente al extenderse desde una imaginación genética supremamente homogénea. Clona, adiciona, divide en compartimentos, anexos que nunca tuvieron la posibilidad de superar ser sólo la réplica, el eco. 


La reproducción como gagueo nos devuelve a la superficie contra la cual nuestras imaginaciones rebotan como abejas, esa membrana transparente, la vitrina. La vitrina hace visible la reducción concreta de lo posible, limita y centra el deseo en objetos que intentan insinuar lo universal. Esa membrana traslucida que nos separa de las opciones que nos ofrece el momento las aumenta, trata de generar excitación por objetos sin sentido al negarnos la posibilidad de tocarlos. Nuestra mirada es un relieve sobre el vidrio, un residuo de ansiedad que se acumula ahí. Pero a diferencia de un acuario o una pantalla, donde la sensación liminal es suficiente, la vitrina nos invita a encontrar maneras de llegar al otro lado, al superar el obstáculo y llegar al placer abierto de la posesión. Así continúa la dinámica de entrar para escapar.  


El pasaje como modelo perfecto, unión perfecta de contenido y forma, como posición estética. Este texto mismo es una especie de pasaje. Incentivará un traslado de referencia, de ángulo de perspectiva. Sin embargo, en el transcurso pretende estar dotado de vericuetos y desviaciones merecedores de sus momentos de atención. Eventualmente, este texto expulsará al lector, pero no antes de tentarlo a quedarse explorando, por un tiempo corto por lo menos, los giros de ideas de poco valor y variedad.  Pero quizás estos giros tendrán mucha utilidad para el lector, dadas sus particularidades y su necesidad en el momento. 


Diga en la casa que tiene que hacer algunas vueltas, y explore un viaje que no lleva a ninguna parte, a través de la propia angustia, un movimiento a punta de abrazos. Hacia el egreso lentamente, hacia el órgano de expulsión, avanza el lector, más allá del cual espera esa lucecita, esa misma bulla de la calle que recibe al peatón con sus vibraciones, su amenaza horizontal, su reguero de direcciones, su  afuera que respira, no necesariamente aire fresco. Entrar para salir, insistir un rato en círculos para volver a circular y perderse, zafarse y disolverse dentro de la sinfonía de manchas tejidas en el espacio.





V. La inmortalidad: una alucinación


Hay poca información acerca de cómo es el anfitrión físicamente por fuera. Su totalidad externa es desconocida. Se sabe casi nada acerca de su aspecto, sólo conjeturas basadas en lo que sabemos de sus orificios, y proyecciones hechas de una manera intuitiva que parten de sensaciones del espacio y la extensión recogidas en exploraciones internas. Nuestro conocimiento del anfitrión como otro ser es nulo. Nuestra experiencia más bien nos lleva a concebir del anfitrión como un territorio, como un contenedor vasto, un laberinto de tiempo y espacio.


Este es el vehículo de nuestra metáfora, esto es donde hemos llegado. El tenor de nuestras vidas en su coherencia cotidiana ya es un sonido lejano. Este anfitrión es el lente a través del cual se descubre la particularidad de un fragmento, de un momento separado. ¿Representativo? ¿Significativo? Para saberlo. Es lo que hay, es lo que queda, es lo que están dando en este cine continuo. Los transeúntes ven, proyectados sobre el vidrio de las vitrinas, escenas de sus vidas, como si la luz se hubiera convertido en un líquido, liso como las esferas de jabón, y que la nostalgia se deslizara sobre el vidrio como el beso de dos membranas transparentes.


Hemos llegado a un punto en el trayecto donde devolverse sería más largo que seguir, un momento en el proceso cuando ya no se ve por donde se entró. Aquí y ahora, las direcciones de arriba y abajo pierden sentido. Sólo se puede seguir o devolverse, y devolverse ¿por dónde? La topografía de entrar es un asunto de deslizarse por un agujero. El tiempo me da vueltas en su proceso de digerirme, el cielo abajo y la tierra arriba, soy una miga en busca de algún equilibrio con que relacionar las membranas.


Vivíamos ebrios de nuestras múltiples ventanas sobre el mundo. El delirio de estar vivo era ese respirar dentro de colores radiantes, pulsantes de luz. Una catedral de perspectivas sobreimpuestas, la luz se manchaba a través de un abanico de sabores de recuerdos. Ahora los pasajes siempre adentran y el laberinto se encarga de desmenuzarlo a uno. Aquí es donde uno se estira, donde uno se imagina, si este verbo no es muy pretencioso para describir algo que no es más que una sensación, donde uno siente que está en un tórax, una pasarela del pavor, de la ansiedad antes del estrujón, antes del abrazo que fragmenta.


La analogía se levanta y extiende sus patas. Se abre, se encoje, se alimenta y respira. Pero su escala en el espacio y el tiempo es mayor al nuestro, y la vemos quieta, como si fuera una edificación. La entramos, creemos que la estamos explorando, pero la verdad es que ella nos dirige y nos digiere. Ser disminuidos nos parece un asunto de nuestra propia voluntad. Que cada momento somos menos nos parece un asunto de malas decisiones, y que en cada instancia contamos con menos energía e imaginación, es innegable. Quizás esta creencia que persiste acerca de nuestra propia libertad es un encima que la analogía imperceptiblemente secreta dentro nuestros cerebros, para ablandar el cráneo y eventualmente los huesos, e insinuarse en los músculos con que ambulamos, para convertirnos en, molernos hacia, una masa que tartamudea, que late desesperadamente, y persigue un deseo que ella misma no entiende. La presión que sentimos al ser exprimidos nos trae recuerdos reconfortantes de otros abrazos.


No quedan ni siluetas. Sólo se percibe punticos oscuros dentro del tejido de un ala luminosa, sobre un abdomen de un color vivo. Ser una manchita de lo no traslucido, una partícula de conciencia dentro una capsula de vida, de experiencia, de recuerdo. Somos, al fin, partículas regadas, de carbono quizás, que recuerdan fragmentos de otros contextos, de una totalidad ya perdida. Ser una marca diminutiva, sin importancia, que no afecta la impresión general ni le quita esplendor al diseño.


No tenemos un ejemplo de nosotros, de nuestros cuerpos, de nuestras conciencias, no tenemos un modelo que exista fuera del tiempo. Quizás podemos hacerle malabarismos al espacio, y en nuestros giros imaginarios escapar del donde, pero siempre, repito siempre, es dentro de un cuando. En vez de pensar que pasamos por el tiempo, deberíamos considerar la posibilidad que somos hechos de tiempo. Propongo que somos collares de momentos. Propongo que nacer es el punto donde se empieza a hilar el collar y que la muerte es el estado en que los momentos ya no están hilados. Fragmentarse en un momento, quedar dentro de la burbuja de un momento o de otro, la temporalidad de alguna situación, la conciencia simplemente otro atributo de esa situación, como el color del cielo, o la textura de una piedra pequeña.


La alucinación empieza en un sitio muy transitado de la ciudad. Un río, un flujo, una corriente, de tráfico, de congestión peatonal es lo común a cualquier hora. El sitio desemboca en varios huecos, entradas a lo que se llaman pasajes comerciales. La gente entra por montones, y se va pegando a las vitrinas, se detiene en su paso y entra a los almacenes, se remolina entre la mercancía. Se deleitan, se dejan seducir por la oferta, colorida como flores, como banderitas, se les quita el dinero, la única medida de valor, se devalúan, se desmenuzan, salen con menos, como menos. Gente entra por un lado y sale por el otro, el pasaje la digiere, absorbe su plata con una mucosa brillante, la mucosa de tener, de adquirir. La gente se entrega al pasaje, clama por encimas que ahuecan sus bolsillos. Visto desde alguna distancia, el pasaje se parece a nada más que a un insecto gigantesco consumiendo y defecando cuerpos y aspiraciones. Un insecto porque el pasaje comercial, consumidor de consumidores, se desarrolla fundamentalmente como un animal de exoesqueleto, sus órganos, sus funciones gástricas y digestivas, su estructura aparente y exterior. Su adentro parece un afuera. Todo ahí parece tan sencillo. En teoría, uno podría caminarse todo el pasaje comercial por el corredor central y nunca entrar a un almacén, nunca comprar. Pero inclusive en este caso de movimiento directo, de usar el pasaje simplemente como una travesía, el deseo se ve afectado por la oferta que se ve en las vitrinas. Además este movimiento directo no es la práctica normal. Si lo fuera, el pasaje se moriría de hambre. Que sigue vivo es prueba que está digiriendo, empobreciendo grandes cantidades de peatones cada día.


En este mundo de exprimir, de excreciones monetarias, ¿qué rasgo queda, qué inmortalidad es posible? Al quedar cada vez más débiles, cada vez más susceptibles, agrandamos a los insectos que navegan sobre nuestra podredumbre masiva y nos degradan, y estos se alimentan de nosotros cada vez más ya que nuestra ansiedad nos ha deshecho y ablandado lo suficiente.


Pero el sistema es un sistema cerrado. Es decir, nada se pierde, sólo las combinaciones se simplifican, sus elementos se trasladan, y en vez de disminuirse, sus alimentos se recogen. Así que quedan fragmentos nuestros dentro de los insectos que nos han comido. Esa es la inmortalidad. Un abecedario de fragmentos. ¿Cuál, entonces, es la perspectiva de un fragmento de gene ajeno, enjaulado dentro de un insecto, ya sólo un rasgo sobreviviente de esa complejidad antigua? ¿Cómo ve el universo intra-insecto ese fragmento de potencial perdido, ese fragmento quizás todavía tóxico, todavía infectado de personalidad? Desde el tórax de algo verde, desde la mandíbula de un escarabajo de rebajas, desde el ala soñadora de una libélula, esa miga te manda estas palabras.


Nunca salimos. Lo que queda de nosotros son fotos, avisos y representaciones sobre las paredes del pasaje, imágenes sin realidad más allá de ser bocetos, propagandas para la añoranza. Una vez fragmentados completamente pasamos a otra escala donde todo es asombro. A través de las membranas de algún insecto, la luz entra como cuando traspasa un vitral, cada sección, cada división, en un color sutilmente diferente. ¿Será que esa luz pequeña, distante y opaca, es la luna vista a través de los adentros del abdomen de un grillo? La cucaracha, como una catedral, está llena de vitrales, traslúcida, y nos granula para sólo percibir horizontes interiores. Un desde adentro que separa. Y aquí, más acá, en la fábrica de los cinco sentidos, sólo se reproduce, sólo llega, el cine continuo de un momento de vida en loop, incesantemente proyectado y perpetuamente vivido.


Así que quizás la verdad objetiva y absolutamente inútil acerca del naufragio en el tiempo que llamamos la muerte es que es múltiple, y extensa, y regada, en vez de fragmentaria y aislada como quizás se percibe. Las sensaciones subjetivas en que se atrapa la conciencia deben ser las del tartamudeo eterno de un recuerdo casi instantáneo, sin la posibilidad de edición ni expansión, ni tampoco de suficiente material para construir ni una identidad ni una coherencia. Miles de estas instancias deben permanecer, simultáneamente activadas y regadas en los tejidos de los animales que consumen nuestros restos, instancias sin la posibilidad de volverse a encontrar una a la otra y que nunca podrán empezar a sumar para ser una historia de nuevo.


La diferencia entre una membrana transparente y una membrana traslucida es que la traslucida filtra, aunque sea muy sutilmente, interactúa con la luz y da un color, un tono. Nuestras sensaciones traslucidas. Pero al ser mucho más luz que color, estos tonos se sienten como presencias, como acordes musicales, algo que llena y sitúa. Cada recuerdo, dentro del cual está atrapada una partícula conciencia, es así, es una membrana a través de la cual nos llega una luz, como si existiera un proyector externo que busca perpetuamente el ángulo perfecto para llegar. El insecto es un abanico de miradas sobre el mismo instante.


El orden estaba a todos lados. Lo organizado, lo catalogado y metódico, analítico y lógico nunca fue la voz. Quise capturar en cambio lo impulsivo, misterioso en sus brincos, en su reacción perpetua. Esa voz que es un pulso, una corriente que suma miles de vectores casi eléctricos. Quería dejar rasgos de esa voz que nunca ha logrado hacer en un universo tan grande, donde la palabra control es un chiste. 


Obviamente ese fragmento de mí no respiraba, aunque químicamente algo parecido podría estar ocurriendo. Lo que quiero decir es que cualquier posibilidad de respirar tranquilo, de descansar, no era más que pura fantasía. Es más, no existía ni la posibilidad de ser un algo completo, mucho menos un alguien entero, quien podría serle sujeto al verbo que persigue lo que está, lo que sigue estando, sin importar su estado de fragmentación. Lo diminuto, lo indescifrable, de esta nueva perspectiva, aseguraba la imposibilidad de semejantes sensaciones amplias. Quizás algo de la proyección del momento, que este trocito de moléculas había capturado, que este contenido tuviera algún elemento de conciencia de respirar, no sé. De todas maneras, había un silbido, como cuando el aire pasa por un anciano, y este sonido frágil pero agudo, rítmico con el pulso de vivir, y este sonido me daba consuelo. Luego, si tal estado era posible, me di cuenta que el ruido ese era parte de los movimientos internos del anfitrión y que no tenía nada que ver conmigo.


Pero el silbido penetra las tinieblas. Capas de oscuridad, dermis, tejidos, láminas de actividad mínima, sin-sitio sobre sin-sitio, adentrarse y perder cada vez más del nombre, como si la luz se tuviera que arropar de densidad para continuar en su movimiento hacia y desde dondes anidados en el tiempo. ¿Cuándo se silbó?


Envuelto como un tamal en hojas que respiran. Disuelto en texturas, en fibras. Esa vez. Esa vez que me reí. Esa vez que me sentí reír así. Por lo chispeante de tus ojos. Tus ojos. Tú.


Una línea diagonal que parte un momento no totalmente percibido. Parte un verde sobre el cual algo se proyectaba. Las palabras para percibir partidas.


Acerca del encierro: Es decepcionante descubrir que la adicción por la libertad  que había sufrido toda la vida no era más realmente que una adicción por la sensación de la libertad. Es falta de esta sensación la que me crea ansiedad ahora. Porque la ausencia de corporalidad hace esa necesidad de libertad, de salir, ridícula y sin sentido ahora. Pero la ansiedad persiste y crea aspiraciones de movimiento y de querer reversar la fragmentación. Ser ayer y querer actuar hoy.


Dentro de la burbuja del momento, dentro de la burbuja que ha sido el cuerpo de nuestra identidad, la columna vertebral permanece como el eje. Las sensaciones llegan al eje. Esto hace que el eje se parezca a una barra de acero en llamas. Una barra eléctrica levanta la flor de sensaciones. O quizás esta barra ardiente es un gusano, un tejido o un nudo de estructura reticular que habita el anfitrión del tiempo.


En todo caso aquí. En toda instancia aquí y ya. Sólo esto, nada más. No poder llegar a las fronteras de esto. Tener todo el tiempo para este ya y no será suficiente. Abrir todo el espacio para esto aquí y aún no cabe. Suena todo con este momento después de y hacia nada. Aquí y ya, solamente.


Un párrafo de palomas aterriza sobre una manga como las letras de un alfabeto indescifrable. El día es una mandíbula que me aprieta con la posibilidad de ti.


La letra está rota. Se le caen las flores, como si fuera un guayacán. Un tapete de caricias susurra color y el aire se espesa. Tu voz en sus olas.


El eje se disuelve en pétalos como un aplauso. Tus ojos chisporroteantes. El cielo amarillo se inclina. Golpe de vertebras, tu risa enhebra el nervio.


La mandíbula es una letra, un pistón que tartamudea al quemar el brillo. Las flores amarillas, regadas como muelas, son la puntuación de este momento. Una llamarada de lenguas nos escude del ramaje de momentos que esperan.


Te me acercas y la partitura es eviscerada por algo que resplandece. Un alfabeto se esconde en la luz reflejada entre ondas causadas por algún disturbio en la superficie del agua de un charco. El pulso atraviesa el tacto, tiembla y aletea. Llegar a tu piel.


Los sentidos riegan una melodía nueva. Al ser indescifrable, el resplandor deja rasgos, como si fuera el aliento sobre el parabrisas de un carro, o la explosión cálida de palomas cuando levantan en bandada. Tu sabor suena y se desvanece.


El círculo encierra un punto de contacto. Ser y membrana. Ojo y vitrina. Imaginación y recuerdo. Cada pasaje, cada párrafo, aísla. Cada mostrador, cada palabra, encandila. Todo es un alejamiento a través del ruido. Todo es un aislamiento a través del asombro.    



*Hijo de padres colombianos, George Mario Angel Quintero nace en 1964 en San Francisco, California, donde vive sus primeros treinta años. Estudia literatura en la Universidad de California y es becado en creación literaria en la Universidad de Stanford. Como George Angel, publica poemas, prosas y ensayos en revistas literarias estadounidenses y canadienses; también publica los libros en inglés: Globo (1996), The Fifth Season (1996), y On the Voice (2016). Desde 1995 reside en Medellín, Colombia, donde, bajo el nombre Mario Angel Quintero, publica los libros de poesía Mapa de lo claro (1996), Muestra (1998), Tentenelaire (2006), El desvanecimiento del alma en camino al limbo (2009), Keselazboga (2014), Mapa de las palabras (2014), la materialidad (2020), Cardos (2020), y los libros de dramaturgia Cómo morir en un solar ajeno (2009), La sabiduría de los limones (2013), y Calamidad Doméstica (2016). Porciones de su obra han sido traducidas al macedonio, portugués, sueco, croata, búlgaro, francés, italiano, albanés y árabe. Este año, se publica en Italia un libro de traducciones de sus poemas al italiano, Diventa l’albero (Samuele Editores, 2020), y en Croacia un libro de traducciones de sus poemas al Croata, Moje svjetlo i druge pjesme (Druga priča, 2020), y en árabe la traducción de su novela corta, Aqrab (Dar Al-Rafidain, 2020).



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