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domingo, 1 de septiembre de 2019

"El Pago" cuento de Tatiana Villamizar Pérez


El pago

Era diciembre, una época en la que sentía tal agotamiento y cansancio que incluso mi cuerpo empezaba a desfallecer. Era el tedio, que venía acompañado de una época en la que sentía que cada una de las actividades que realizaba cotidianamente no tenía sentido, porque con ellas no podía vislumbrar ni un rastro de felicidad. Hasta el momento nada me había logrado conmover y mucho menos llenar un vacío que era cada vez más evidente en mí. Por eso tomé una decisión apresurada, estaba de vacaciones y visitar a mi familia significaba para mí pasar una temporada en el infierno, así que pensé en un lugar tranquilo que pudiera mitigar el tedio y devolverme un poco de la calma que siempre he anhelado tener. En unos días me encontré en un bus que se alejaba de la ciudad y me llevaría a una rústica casa en las montañas. Conocí a Camilo en un paseo a unas cabañas, era el hermano de la amiga de una prima. Después de unas cuantas conversaciones y averiguaciones, logré hacerme una imagen de él, un hombre entrado en los treinta, aficionado a los discursos ideológicos y había hecho parte, al igual que yo, de un grupo de monjes budistas. Se podría decir que él acostumbraba una vida solitaria, como si quisiera estar en el exilio. Su imagen resultaba curiosa, daba de qué hablar, era alto y delgado, propio de las fisiologías que tienden a las emociones intensas como la ira y la melancolía, tenía el cabello largo y una larga barba que lejos de darle un aspecto varonil resulta darle un aspecto triste y cómico, me pareció un personaje interesante. Su silueta era triste y sus movimientos se mantenían en un vaivén que oscilaba entre la suprema fortaleza y debilidad. Decidí irme a quedar un mes con él porque no soportaba un día más en ese pequeño apartamento en el que me permitía vivir. Durante dos semanas volví a los hábitos vegetarianos y sostuve conversaciones de historia y política, me gustaban esas charlas, aunque no me quitaba de la cabeza que esas conversaciones no cambiaban el mundo como deseábamos. 

Desde joven tuve una afición no propia de una mujer de mi clase, o mejor dicho algo no propio de una mujer, no negaré que siempre me gustaron las emociones intensas, así que no era de extrañar que deseara aprender a disparar un arma. De alguna manera, la conversación se desvío hasta llegar al tema, Camilo me dijo que  había servido al ejército en su tiempo y además había sido guardaespaldas, no me sorprendió el dato, porque adivinaba que a él, al igual que a mí,  le atraían las armas. En mi caso, me había sido imposible acceder a un arma, y menos en una familia y en una sociedad tan conservadora como en la que me crié. Hablar de armas planteaba otra cuestión, el matar a otro ser humano. Camilo había matado a cinco personas. Que me dijera eso me aclaró porque había preferido quedarse solo en las montañas, esa era la condena que había juzgado justa para su crimen, era su consecuencia. Como él tenía un arma para defenderse estando solo en el campo, le pedí que me enseñara a disparar, no le fue fácil negarse y más tratándose de una mujer como yo. 

Salimos a campo abierto a disparar los lunes, jueves y sábados de tres a cinco de la tarde, hora en la que podíamos dedicarnos a otras actividades que no fueran rezos y tediosas conversaciones. Camilo era muy hábil, no fallaba un solo disparo. Yo, estaba apenas aprendiendo a tener la fuerza necesaria para empuñar el arma y mi puntería dejaba mucho que desear. En esa semana de prácticas ya habíamos acabado casi todas las balas, fuimos al pueblo a comprar víveres, velas y nos las ingeniamos para conseguir más balas, Camilo terminó por entrar solo a comprar ese último encargo y me dijo que no me preocupara que solo se había encontrado con un señor ya viejo que también compraba balas para escopeta. No negaré que ambos estábamos emocionados con esa actividad que habíamos incorporado. Para mí disparar se había convertido en un pasatiempo que me daba el poder que había estado buscando y mi puntería había mejorado en gran medida. En ese tiempo Camilo me pareció un hombre mucho más enigmático de lo que pensé, tanta puntería no podía ser gratuita y que se hallara justo ahí en la mitad de la nada resultaba todavía más extraño. Yo también estaba algo loca, no por nada se resulta con un desconocido, en un lugar desolado, llevando prácticas budistas y aprendiendo a disparar. 

Los días deparan las sorpresas que poco a poco vamos construyendo. Ese era un jueves de diciembre que no olvidaría. Serían alrededor de las tres y media, y yo me las había ingeniado para convencer a Camilo de salir a caminar y encontrar un mejor sitio para disparar. Encontramos un sitio tranquilo,  yo apuntaba a los troncos de los árboles y nadie sospechaba una suerte tan absurda como la mía cuando una de las balas dio contra lo que era una casa de paredes de barro. Juró que no vi esa casa ni él tampoco, la maleza cubría casi por completo ese pequeño hogar y mi visión nunca ha sido de mis fuertes. Como era una casa que creímos abandonada fuimos a inspeccionar. La casa no tenía puerta, solo había una cortina deshecha por los animales y el paso del tiempo. Vomite al ver el cadáver, era un hombre, ya casi un anciano, no me atreví a verlo de cerca, porque dar esos pasos me hubiera costado más de lo que podía dar en ese mismo instante. Camilo sí avanzó, corroboró que el hombre estaba muerto. Quise saber si era la bala que disparé la que lo había matado, él dijo que no era así. Yo sabía que me había mentido. Pregunté si habría alguien más en ese lugar tan pobre, por la cantidad de platos en la mesa de tabla concluí que no. Habría sido más difícil cargar con el peso de unos niños vivos o de un perro abandonado que con el mismo muerto. Camilo me sacó de la casa e hizo que volviéramos rápido, durante todo el camino no dije nada y él solo dijo “No lo has matado, ese hombre ya estaba muerto”. Asentí con la cabeza y fue todo lo que se escuchó por el resto de día. No fui capaz de comer, no dormí y tampoco recé, menos hice los ejercicios matutinos. Había terminado para mí. El viernes regresé a mi apartamento. El sábado en las noticias se dijo que se había encontrado el cadáver de un hombre en una casa abandonada, al parecer había intentado envenenarse y había terminado por dispararse. Así se quedó para el mundo, como una noticia en la que la vida de ese hombre se reducía a menos de un minuto de la emisión, yo quería saber, averiguar y gritar que así hubiera querido matarse yo podía ser su asesina, pero no lo hice, callé. 

La verdad es que de hablar nadie me hubiera creído, porque era impensable que yo, una muchacha de ciudad, educada y criada en una familia decente hubiera estado perdida por unas semanas en el campo, con un desconocido que tenía un arma y que la enseñaba a disparar; era una historia descabellada, sincera, verdadera y sin embargo, increíble para los demás. El hecho era uno, había un hombre muerto, sin familia y sin más, nadie lo buscaría, nadie reclamaría ni lloraría su muerte, solo yo estaba condenada a seguir pensando en él hasta el día en que cesará mi existencia, ese era el pago al que estaba dispuesta por ese hombre. Mi padre me había contado años atrás que la esposa del farmacéutico, al que yo iba cuando niña, había matado a un señor porque sabía que su esposo también atendía a los de la guerrilla. El procedimiento había sido simple y lo peor de todo consensuado, antes de que el hombre muriera su esposa ya sabía que él moriría. Este desafortunado hombre que sabía más de lo que debía y hablaba más de lo que convenía enfermó y su esposa lo llevó donde la enfermera, que era la esposa del farmacéutico, ella le aplicó una inyección, al día siguiente el hombre estaba muerto, a la semana la esposa estaba estrenando apartamento, había recibido el pago. A mí esa historia, a pesar de ser cercana, me resulta ajena, excepto porque dentro de mi cabeza para mitigar la culpa creí que también yo debía pagar. El hombre a quien yo había disparado no tenía esposa ni hijos, así que de manera harto pragmática decidí mi pago, él había dado su vida y yo la mía, después de todo es más difícil vivir con el peso de otra muerte que cargar con el peso de la propia existencia. 


*Tatiana Villamizar Pérez (Bucaramanga, Santander) Actualmente tiene veintiún años. Siente una gran pasión por todo lo que comprende el arte, entre ellos la pintura y la escritura, ya que considera que son vehículos nobles de expresión del alma. Es por ello, que se dedico a escribir o a pintar en sus tiempos libres. De su región destaca la belleza de sus montañas y su naturaleza que nos invita a soñar y a pintar mundos de colores. Ve en ella alguien que centra su visión en aquello que cree lleno de vitalidad, en lo que nutre el alma. 


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