Una brisa sutil —más suspiro que vientecillo— se coló por la rendija de
la ventana. Fue apenas un aliento, pero lo bastante perceptible para despertar
a Don Papiro, que dormía extendido sobre el escritorio, entre migas de galleta
y manchas redondas dejadas por la taza de café.
—¡Ha llegado el momento! —exclamó, con voz de pergamino antiguo—. Hoy
debemos prepararnos para dar comienzo a una historia.
A su lado, Carboncillo, un lápiz corto, mordido y cansado, rodó
perezosamente, sin entusiasmarse.
—¿Otra vez con eso...? —gruñó—. ¿Qué historia, Don? Si el tipo que vive
aquí no escribe una línea desde hace tres inviernos.
—¡Por eso mismo! —replicó Don Papiro, inflando su superficie como si
pudiera erguirse—. Hoy será distinto. El destino nos ha elegido, Carboncillo.
Tú y yo seremos los peritos de una epopeya.
Carboncillo suspiró. Ya no tenía suficiente mina ni para dibujar una
ceja arqueada.
—Mire, Don... con todo respeto: soy medio lápiz, usted es una hoja
arrugada, y el escritor lleva días mirando el cursor parpadear como si fuera
una luciérnaga agónica. No hay historia. No hay tinta. No hay musa.
—¡Pero hay fe! —tronó Don Papiro—. ¡Y mientras haya fe, hay posibilidad
de verbo!
Carboncillo rodó un poco más, resignado. Ya conocía ese tono de su
amigo: era el preludio de alguna locura tierna.
En el rincón más sombrío del escritorio, la Goma suspiró con fastidio.
—Otra vez esos dos —murmuró—. ¿Cuántas veces habrá que borrarles las
ilusiones?
—Shhhh... —la interrumpió la Regla de madera, que todo lo medía—. Deja
que sueñen. El mundo necesita de locos como ellos.
En cuanto Don Papiro declaró su cruzada, las vibraciones se propagaron
por el escritorio como un llamado ancestral. No tardaron en llegar los otros:
la Goma, siempre suspicaz; la Regla, recta y ceremonial; el Sacapuntas,
excéntrico y gruñón; y la Pluma Fuente, que vivía retirada en su estuche de
terciopelo, convencida de que ningún siglo posterior al XIX merecía su tinta.
—¡Este papel se ha vuelto loco otra vez! —protestó la Goma, rebotando
ligeramente sobre sí misma—. ¡No aprendió nada desde aquel cuento incompleto de
2011!
—No es locura —intervino la Regla, colocándose en el centro del escritorio
como si fuera a dictar sentencia—. Es exceso de esperanza, que a veces es peor.
—¡Cállense todos! —interrumpió el Sacapuntas, que había sido traído de
Argentina y conservaba cierto tono tanguero—. ¿Quién de ustedes ha sentido la
emoción de girar y girar hasta dar punta a una idea?
Todos lo miraron en silencio.
—Exacto —continuó, inflándose—. Solo yo. Así que déjenlos. Si el papel y
el lápiz quieren jugar a ser inmortales, déjenlos. ¿Qué otra cosa nos queda?
—Nos queda dignidad —sentenció la Goma—. Y yo no pienso desgastarme otra
vez borrando palabras huecas.
En un rincón, Carboncillo observaba en silencio. Había escuchado todo,
como siempre. Y aunque no creía en epopeyas ni finales felices, sabía que Don
Papiro lo necesitaba. Y eso, aunque absurdo, era razón suficiente.
Se aproximó al borde del escritorio, donde su amigo lo esperaba, vibrando
de emoción.
—Muy bien, Don. Si está convencido de hacerlo... lo haremos, pero será a
mi manera.
Don Papiro permanecía inmóvil. Estaba en silencio desde que la asamblea
se había dispersado entre murmullos y bostezos. Carboncillo, que lo conocía
bien, sabía que aquella quietud era peligrosa.
—Don... —dijo en voz baja—. ¿Está bien?
Don Papiro no respondió. Solo se estremeció al paso de una corriente de
aire que olía a tinta seca y tiempo perdido.
—¿Por qué no me responde?
Emitió un sonido. No fue un suspiro, sino algo más profundo: un crujido
melancólico. Como si le doliera no haber sido escrito nunca.
—¿Y si esta vez sí? —aventuró Carboncillo, con el tono de quien no cree,
pero quiere creer.
Don Papiro respondió con una voz delgada, apenas audible:
—Es que… si no soy historia, ¿qué soy?
Carboncillo sintió un nudo en su astilla. Se arrastró hasta el borde
superior de Don Papiro.
—Tal vez no logre una epopeya… —dijo, mientras apuntaba la mina contra
la superficie blanquecina—. Pero puedo grabar en ti una palabra.
—¿Cuál? —preguntó Don Papiro, esperanzado.
—No lo sé aún. Las palabras no se piensan, Don. A veces surgen solas,
como migas del alma —respondió, y con la poca mina que le quedaba escribió:
"Despertar."
El trazo no fue firme, ni elegante, pero fue trazo.
Don Papiro se emocionó. Contuvo las lágrimas, temiendo que el agua
borrara esa única palabra, pequeña y temblorosa. Por primera vez, ya no era
solo una promesa vacía: tenía contenido, tenía inicio.
Desde su estuche, la Pluma Fuente lo observó con curiosidad. La Goma,
pese a sí misma, sintió un estremecimiento en su caucho. El Sacapuntas giró
sobre su eje, murmurando:
—Valientes, los dos.
Afuera, la lluvia comenzaba a cesar. Dentro, aunque el despacho
continuaba en penumbras, como todos los días desde hacía meses, algo —casi
imperceptible— había cambiado.
El escritor —despeinado, con la barba crecida y los ojos agotados por el
desvelo— se acercó al escritorio arrastrando las pantuflas, resignado a perder
el tiempo con dignidad.
Se sentó, sin mirar. Apoyó el codo sobre la mesa y, por puro hábito,
tomó el lápiz más cercano.
Carboncillo contuvo la respiración, si es que un lápiz puede hacerlo.
Don Papiro crujió suavemente de emoción.
La mirada del escritor se posó sobre la hoja arrugada y leyó, con asombro,
la única palabra escrita en ella.
Esa palabra lo golpeó sin violencia, pero aun así lo sacudió. Sintió
algo en su pecho —dormido hacía mucho— girar sobre sí mismo como un engranaje
viejo que vuelve a funcionar.
Instintivamente, llevó a Carboncillo al Sacapuntas y lo giró. Una, dos,
tres veces.
Carboncillo, entre vértigo y júbilo, gritó en silencio. Don Papiro
hubiera aplaudido… si hubiese tenido manos.
El escritor se acomodó, irguió la espalda, respiró hondo y comenzó a
escribir. Una primera frase. Luego otra. Y ya no pudo parar.
Mientras las letras se enhebraban como perlas tímidas en el cuerpo de
Don Papiro, todos los objetos del escritorio permanecieron en silencio e
inmóviles. Solo la Regla —por una vez— se permitió desviarse un milímetro.
La historia había comenzado. Y aunque no era perfecta, era la historia
que Don Papiro siempre había soñado.
* Mónica Cabrera López nació en Montevideo, Uruguay. Desde muy joven se sintió atraída por el lenguaje y el conocimiento, lo que la llevó a emprender estudios de Derecho. Pero no fue entre códigos y leyes donde encontró su voz, sino en los ritmos más exactos y desafiantes de los números. Así fue como cambió las letras jurídicas por la Administración de Empresas, en busca de un lenguaje propio para interpretar el mundo.
La vida, generosa en
movimientos, la llevó a habitar distintos países de América Latina y el Caribe.
Cada lugar dejó en ella huellas, preguntas, historias. Hoy reside en San
Antonio, Texas, pero su mirada conserva esa amplitud nómada, forjada entre
culturas, paisajes y acentos distintos.
Su escritura nace de esa
confluencia entre la lógica y la emoción, entre la estructura y la intuición.
Escribe desde la certeza de que cada experiencia, cada desplazamiento, es
también una forma de narrarse.
En 2023 publicó su primer libro, La vida en un Cuento, disponible en Amazon.
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