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miércoles, 3 de diciembre de 2025

"Instinto" cuento de Adriana de Jesús Casas Moreno


Hay cosas que se callan tan fuerte que terminan rugiendo en la.

Marina lo había aprendido a los treinta años, después de casarse con un hombre que le prometió amor eterno y terminó dándole órdenes. “No te vistas así”, “No hables cuando yo estoy hablando”, “Deja que yo decida”. Palabras pequeñas que, como gotas constantes, taladran la roca.

De día, ella sonreía. En el mercado saludaba con dulzura, en la escuela de los niños hacía bromas con otras madres y en la iglesia fingía paz mientras el sacerdote hablaba del amor. Nadie veía las grietas en la porcelana. Nadie miraba las manos temblorosas detrás del mandil ni el brillo de miedo en sus ojos cuando escuchaba el motor de la camioneta de Ernesto llegando del trabajo.

Pero de noche… de noche ocurría algo que jamás pudo explicar.

La primera vez sucedió tres meses después del primer golpe. No fue brutal —así se justificó ella—, solo un manotazo en la mesa y un empujón que la hizo tropezar. Ernesto dijo que era su culpa, que lo provocaba con su silencio. Esa noche, Marina se fue a la cama con el labio partido y el corazón hueco.

Se durmió llorando, y a medianoche despertó con un hambre extraña, un cosquilleo en los músculos, un zumbido en los oídos. Abrió los ojos y no vio el techo de su habitación, sino sombras agazapadas que olían a selva y humedad.

Se miró las manos: ya no eran manos. Eran patas negras, afiladas, con garras que brillaban como vidrio bajo la luna. Su respiración era un ronroneo grave y profundo. Su cuerpo, ágil y largo. Marina se había convertido en una pantera.

No se asustó. No hubo gritos. Solo un reconocimiento íntimo, como si aquella bestia hubiera estado esperándola toda la vida. Caminó sigilosa por la casa: la cocina, el pasillo, los cuartos de sus hijos dormidos. Olfateó el aire: leche tibia, sudor infantil, miedo guardado en las paredes. Se recostó junto a sus hijos y escuchó sus sueños. Supo entonces que esa fuerza no era maldad; era instinto. Era protección.

Desde esa noche, cada vez que el dolor se acumulaba, la pantera volvía.

A nadie le contó.

Marina aprendió a vivir entre dos mundos: la mujer callada de día y la pantera nocturna que vigilaba la casa. Mientras preparaba el desayuno fingía no escuchar los regaños de Ernesto:

—¿Otra vez tortillas frías? ¿En qué piensas todo el día? —decía él, tirando el plato al fregadero.

Ella, en lugar de enojarse, se justificaba y pedía perdón.
—Perdón, amor. Estuve muy ocupada con los niños, estuvieron un poco inquietos.

Miguel y Lucía, sus pequeños de seis y cuatro años, miraban en silencio, aprendiendo demasiado pronto lo que significa caminar de puntillas.

De noche, en cambio, Marina sentía el poder en sus músculos. Saltaba los muros del patio, corría por los tejados, observaba la ciudad dormida. Nadie podía tocarla. Ni siquiera Ernesto, roncando en la habitación sin imaginar que su esposa desaparecía cada medianoche.

Había algo más: la pantera olía el miedo, pero también la rabia. La suya y la de sus hijos. Cada lágrima guardada durante el día se convertía en rugido en la oscuridad.

El día del golpe fue como un terremoto silencioso.

Era domingo y el calor de julio se pegaba en las paredes. Ernesto estaba de mal humor porque el equipo de fútbol había perdido. Marina cocinaba en silencio, Miguel jugaba con bloques en la sala y Lucía coloreaba princesas en la mesa.

—¡Marina! —gritó él desde el comedor—. ¿Otra vez salaste la carne?

Ella respiró hondo. Estaba cansada de seguir soportando su maltrato.
—Sabe igual que siempre, Ernesto.

La respuesta fue un error. En un segundo él cruzó la cocina y levantó la mano. Pero antes de que cayera el golpe, un grito agudo interrumpió el aire:

—¡No le pegues a mi mamá!

Miguel, con apenas seis años, se había interpuesto entre los dos. Ernesto, cegado por la rabia, lo empujó sin medir fuerza. El niño cayó al suelo y se golpeó la frente contra la esquina de la mesa. Un hilo de sangre corrió por su cara.

El tiempo se detuvo.

Marina se arrodilló, temblando, y abrazó a su hijo con una ternura desesperada. Lo apretó contra su pecho mientras él sollozaba. Ernesto, pálido, murmuró algo como una disculpa y salió de la casa, azotando la puerta.

—Perdóname, mi amor… —susurró ella al oído de Miguel—. Perdóname por ser tan cobarde.

Esa noche, cuando la luna alcanzó la ventana, la pantera no caminó: rugió.

El sonido salió de lo más profundo de su pecho. No fue humano ni animal, fue ambas cosas. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los vidrios de las ventanas y erizó la piel de Ernesto, que apenas entraba por la puerta tambaleante y borracho.

Despertó a los niños. Despertó a los vecinos. Despertó algo en él.

Ernesto cayó de rodillas, buscando con los ojos en la penumbra. Vio una sombra enorme, negra, con ojos amarillos como brasas. Por un instante creyó ver a Marina, pero Marina ya no estaba. Solo la bestia, erguida entre él y los niños. Un fuerte instinto de protección hacia sus hijos la despertó.

La pantera dio un paso hacia adelante. Sus garras arañaron el piso de madera. Su aliento olía a selva y a sangre contenida. Otro rugido llenó la casa. Ernesto sintió que todo su machismo, todo su poder falso, se le escurría como agua entre los dedos.

—¿Qué… qué eres? —balbuceó.

La pantera no respondió. No necesitaba hacerlo.

Esa noche Ernesto no durmió. Se encerró en el coche hasta el amanecer, temblando, sin atreverse a mirar la ventana.

Por la mañana, Marina preparó el desayuno como siempre, pero había algo distinto en su mirada: una calma nueva, una firmeza que Ernesto nunca había visto.

Él no dijo una palabra. Solo se sentó frente a la mesa y miró a Miguel, con un vendaje en la frente. Algo se quebró en su interior: vergüenza, culpa, miedo.

Dos días después, Ernesto pidió ayuda. No fue un cambio milagroso ni inmediato. Fue un camino largo: terapia, disculpas, silencios incómodos, recaídas. Pero por primera vez habló. Admitió su violencia. Prometió cambiar. Y, lo más importante, empezó a intentarlo de verdad.

Marina lo observaba con cautela. Sabía que las promesas solas no bastan. Pero también sabía que algo había despertado en ambos: la bestia y el hombre.

Pasaron semanas. No hubo más gritos. No hubo golpes. Los niños empezaron a reír otra vez en la casa. Miguel jugaba en el patio sin miedo, Lucía pintaba arcoíris sin esconderse.

Una noche, Marina despertó y se dio cuenta de que seguía siendo humana. No había garras ni colmillos. No había rugidos en su garganta. Caminó descalza por la casa, escuchando el silencio apacible. Se asomó al cuarto de sus hijos: dormían abrazados, tranquilos.

Por primera vez en meses, no sintió la necesidad de protegerlos de un monstruo. Porque el verdadero monstruo ya no era ella.

Se miró al espejo. Había cicatrices en su alma y en su piel, pero también una fortaleza nueva en sus ojos. Sonrió.

La pantera, comprendió, no se había ido: vivía dentro de ella. Pero ya no necesitaba salir. Ahora sabía enfrentar la amenaza de frente, sin esconderse, sin fingir.

A veces, cuando la brisa de la noche acaricia las cortinas y la luna entra por la ventana, Marina cree escuchar un ronroneo lejano. Un recordatorio que en su interior tiene la fuerza de una pantera…solo tiene que dejarla salir.


*Adriana de Jesús Casas Moreno es 
neuropsicóloga y escritora amateur originaria de México. Ha participado en diversos concursos de calaveritas literarias, obteniendo distintos reconocimientos. En el certamen organizado por el periódico El Heraldo el año pasado, obtuvo la sexta posición. Además, este año participó en la convocatoria internacional de microcuentos de la Editorial Palabra Herida con su relato "Voces", el cual fue seleccionado para su publicación en Instagram y Facebook.

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