Hay
cosas que se callan tan fuerte que terminan rugiendo en la.
Marina
lo había aprendido a los treinta años, después de casarse con un hombre que le
prometió amor eterno y terminó dándole órdenes. “No te vistas así”, “No hables
cuando yo estoy hablando”, “Deja que yo decida”. Palabras pequeñas que, como
gotas constantes, taladran la roca.
De día,
ella sonreía. En el mercado saludaba con dulzura, en la escuela de los niños
hacía bromas con otras madres y en la iglesia fingía paz mientras el sacerdote
hablaba del amor. Nadie veía las grietas en la porcelana. Nadie miraba las
manos temblorosas detrás del mandil ni el brillo de miedo en sus ojos cuando
escuchaba el motor de la camioneta de Ernesto llegando del trabajo.
Pero de
noche… de noche ocurría algo que jamás pudo explicar.
La
primera vez sucedió tres meses después del primer golpe. No fue brutal —así se
justificó ella—, solo un manotazo en la mesa y un empujón que la hizo tropezar.
Ernesto dijo que era su culpa, que lo provocaba con su silencio. Esa noche,
Marina se fue a la cama con el labio partido y el corazón hueco.
Se
durmió llorando, y a medianoche despertó con un hambre extraña, un cosquilleo
en los músculos, un zumbido en los oídos. Abrió los ojos y no vio el techo de
su habitación, sino sombras agazapadas que olían a selva y humedad.
Se miró
las manos: ya no eran manos. Eran patas negras, afiladas, con garras que
brillaban como vidrio bajo la luna. Su respiración era un ronroneo grave y
profundo. Su cuerpo, ágil y largo. Marina se había convertido en una pantera.
No se
asustó. No hubo gritos. Solo un reconocimiento íntimo, como si aquella bestia
hubiera estado esperándola toda la vida. Caminó sigilosa por la casa: la
cocina, el pasillo, los cuartos de sus hijos dormidos. Olfateó el aire: leche
tibia, sudor infantil, miedo guardado en las paredes. Se recostó junto a sus
hijos y escuchó sus sueños. Supo entonces que esa fuerza no era maldad; era
instinto. Era protección.
Desde
esa noche, cada vez que el dolor se acumulaba, la pantera volvía.
A nadie
le contó.
Marina
aprendió a vivir entre dos mundos: la mujer callada de día y la pantera
nocturna que vigilaba la casa. Mientras preparaba el desayuno fingía no
escuchar los regaños de Ernesto:
—¿Otra
vez tortillas frías? ¿En qué piensas todo el día? —decía él, tirando el plato
al fregadero.
Ella, en
lugar de enojarse, se justificaba y pedía perdón.
—Perdón, amor. Estuve muy ocupada con los niños, estuvieron un poco inquietos.
Miguel y
Lucía, sus pequeños de seis y cuatro años, miraban en silencio, aprendiendo
demasiado pronto lo que significa caminar de puntillas.
De
noche, en cambio, Marina sentía el poder en sus músculos. Saltaba los muros del
patio, corría por los tejados, observaba la ciudad dormida. Nadie podía
tocarla. Ni siquiera Ernesto, roncando en la habitación sin imaginar que su
esposa desaparecía cada medianoche.
Había
algo más: la pantera olía el miedo, pero también la rabia. La suya y la de sus
hijos. Cada lágrima guardada durante el día se convertía en rugido en la
oscuridad.
El día
del golpe fue como un terremoto silencioso.
Era
domingo y el calor de julio se pegaba en las paredes. Ernesto estaba de mal
humor porque el equipo de fútbol había perdido. Marina cocinaba en silencio,
Miguel jugaba con bloques en la sala y Lucía coloreaba princesas en la mesa.
—¡Marina!
—gritó él desde el comedor—. ¿Otra vez salaste la carne?
Ella
respiró hondo. Estaba cansada de seguir soportando su maltrato.
—Sabe igual que siempre, Ernesto.
La
respuesta fue un error. En un segundo él cruzó la cocina y levantó la mano.
Pero antes de que cayera el golpe, un grito agudo interrumpió el aire:
—¡No le
pegues a mi mamá!
Miguel,
con apenas seis años, se había interpuesto entre los dos. Ernesto, cegado por
la rabia, lo empujó sin medir fuerza. El niño cayó al suelo y se golpeó la
frente contra la esquina de la mesa. Un hilo de sangre corrió por su cara.
El
tiempo se detuvo.
Marina
se arrodilló, temblando, y abrazó a su hijo con una ternura desesperada. Lo
apretó contra su pecho mientras él sollozaba. Ernesto, pálido, murmuró algo
como una disculpa y salió de la casa, azotando la puerta.
—Perdóname,
mi amor… —susurró ella al oído de Miguel—. Perdóname por ser tan cobarde.
Esa
noche, cuando la luna alcanzó la ventana, la pantera no caminó: rugió.
El
sonido salió de lo más profundo de su pecho. No fue humano ni animal, fue ambas
cosas. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los vidrios de las ventanas y
erizó la piel de Ernesto, que apenas entraba por la puerta tambaleante y
borracho.
Despertó
a los niños. Despertó a los vecinos. Despertó algo en él.
Ernesto
cayó de rodillas, buscando con los ojos en la penumbra. Vio una sombra enorme,
negra, con ojos amarillos como brasas. Por un instante creyó ver a Marina, pero
Marina ya no estaba. Solo la bestia, erguida entre él y los niños. Un fuerte
instinto de protección hacia sus hijos la despertó.
La
pantera dio un paso hacia adelante. Sus garras arañaron el piso de madera. Su
aliento olía a selva y a sangre contenida. Otro rugido llenó la casa. Ernesto
sintió que todo su machismo, todo su poder falso, se le escurría como agua
entre los dedos.
—¿Qué…
qué eres? —balbuceó.
La
pantera no respondió. No necesitaba hacerlo.
Esa
noche Ernesto no durmió. Se encerró en el coche hasta el amanecer, temblando,
sin atreverse a mirar la ventana.
Por la
mañana, Marina preparó el desayuno como siempre, pero había algo distinto en su
mirada: una calma nueva, una firmeza que Ernesto nunca había visto.
Él no
dijo una palabra. Solo se sentó frente a la mesa y miró a Miguel, con un
vendaje en la frente. Algo se quebró en su interior: vergüenza, culpa, miedo.
Dos días
después, Ernesto pidió ayuda. No fue un cambio milagroso ni inmediato. Fue un
camino largo: terapia, disculpas, silencios incómodos, recaídas. Pero por
primera vez habló. Admitió su violencia. Prometió cambiar. Y, lo más
importante, empezó a intentarlo de verdad.
Marina
lo observaba con cautela. Sabía que las promesas solas no bastan. Pero también
sabía que algo había despertado en ambos: la bestia y el hombre.
Pasaron
semanas. No hubo más gritos. No hubo golpes. Los niños empezaron a reír otra
vez en la casa. Miguel jugaba en el patio sin miedo, Lucía pintaba arcoíris sin
esconderse.
Una
noche, Marina despertó y se dio cuenta de que seguía siendo humana. No había
garras ni colmillos. No había rugidos en su garganta. Caminó descalza por la
casa, escuchando el silencio apacible. Se asomó al cuarto de sus hijos: dormían
abrazados, tranquilos.
Por
primera vez en meses, no sintió la necesidad de protegerlos de un monstruo.
Porque el verdadero monstruo ya no era ella.
Se miró
al espejo. Había cicatrices en su alma y en su piel, pero también una fortaleza
nueva en sus ojos. Sonrió.
La
pantera, comprendió, no se había ido: vivía dentro de ella. Pero ya no
necesitaba salir. Ahora sabía enfrentar la amenaza de frente, sin esconderse,
sin fingir.
A veces,
cuando la brisa de la noche acaricia las cortinas y la luna entra por la
ventana, Marina cree escuchar un ronroneo lejano. Un recordatorio que en su
interior tiene la fuerza de una pantera…solo tiene que dejarla salir.
*Adriana de Jesús Casas Moreno es neuropsicóloga y escritora amateur originaria de México. Ha participado en
diversos concursos de calaveritas literarias, obteniendo distintos
reconocimientos. En el certamen organizado por el periódico El Heraldo el año
pasado, obtuvo la sexta posición. Además, este año participó en la convocatoria
internacional de microcuentos de la Editorial Palabra Herida con su relato
"Voces", el cual fue seleccionado para su publicación en Instagram y
Facebook.
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