“Si nos
regalaran la inmortalidad en la Tierra, ¿Quién querría aceptar este triste
presente?”
Jean-Jacques Rousseau
Nació con una
mutación genética rarísima. Era el único caso registrado en la historia. No
podía morir, pues sus células, tejidos, huesos y todo lo demás se regeneraban mucho
más rápidamente que en los demás. Luego de algún corte, lesión o herida,
inmediatamente se producía la recuperación y volvía a estar bien.
Si bien no
podía enfermar, ni morir, sí envejecía. En cuanto al paso del tiempo era uno
más igual que todos, pero lo hacía muy pero muy lentamente. Tenía 142 años y
estaba viejísimo, arrugado como una pasa y aburrido hasta la coronilla. Había
hecho de todo y ya solo quería descansar, dormir en la eternidad, morir de una
vez, pero no podía. En cierto momento de su vida visitó médicos, biólogos,
genetistas, psicólogos, religiosos y hasta chamanes y brujos. Recibió variadas
explicaciones de lo que le pasaba, todas igualmente válidas, todas igualmente
insuficientes.
El asunto es
que era un caso único en la historia de la biología humana. Lo visitaron de
muchas clínicas y universidades prestigiosas del mundo, le hicieron cien
pruebas y doscientos estudios a cambio de generosos pagos. Fue noticia por
algún tiempo y apareció en reportajes, noticieros y revistas del corazón. Luego
de algunos años todos, hasta los mismos científicos, se desinteresaron del
caso. Todo lo que vive también muere, menos él.
En una época
incluso adoptó una posición mística creyendo que tenía una misión especial en
la Tierra, tarea encomendada por los dioses. Pero no, el asunto era increíble,
falto de toda lógica, aunque brutalmente simple: no se deterioraba al punto de
enfermar y consecuentemente morir como todos. Se sanaba instantáneamente de cualquier
lesión, accidente o infección. De joven, esta condición le pareció fascinante y
llena de suerte y posibilidades. Bendijo al cielo y gozaba como loco de todos
los placeres y oportunidades que esta invulnerabilidad le brindaba. Pero al
pasar las décadas, este agradecimiento se convirtió en reclamo. Estaba harto,
cansado y aburrido.
Desesperado y
a poco de haber cumplido sus primeros cien años intentó, años atrás,
suicidarse. Se arrojó del piso 18 de un moderno edificio de departamentos al
que logró colarse cuando el portero se descuidó y si bien se rompió todo el
cuerpo, a los pocos segundos se recuperó de la salvaje caída y sentado en medio
de la pista lloraba amargamente su desgracia. Maldijo el cielo aquella vez.
Pero poco
antes de cumplir los 192 años, lo visitó en su sueño un duende; -ya lo había
visitado cuando José era un pequeño bebé- y le dijo al oído algo que, siempre
dentro del mismo sueño, lo dejó impactado y seguidamente llenó de paz.
A la mañana
siguiente, el viejo José, amanecía –de forma también inexplicable- muerto. Y
esta vez para siempre.
Nunca se había visto un cadáver con una sonrisa como la suya.
*Manuel Arboccó de los Heros. Psicólogo y escritor. Magister en Psicología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Se dedica a la psicoterapia de orientación humanista y existencial asó como a la docencia universitaria en la ciudad de Lima. Fue articulista del Diario Oficial El Peruano desde el año 2014 hasta el año 2020. Difunde información psicológica desde su blog Nos sobran las palabras. También es autor de más de treinta artículos científicos de Psicología y Humanidades en revistas de la especialidad, disponibles en la web. Ha publicado el libro Tiempos inciertos: aproximaciones a la sociedad posmoderna (2020), La Comarca y otros relatos (2022) y Grandes psicólogos y psiquiatras de la historia (2023).
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