Desde que tengo memoria recuerdo ser fiel al asiento que da contra las ventanas de los buses, siempre solía hacerme justo ahí para mirar a las personas afuera. Era una sensación similar a ver televisión, solo que si te detienes en la persona correcta puedes robar unos segundos de atención, estos provocan una extraña tensión entre dos desconocidos que optan por hacer como si nada hubiera pasado.
Todos los jueves después de salir de clases tomaba un bus para distraerme, solía dar vueltas por toda la ciudad mientras me quedaba atónito en la ventana. En mi paso por las calles veía personas manoseando las frutas, mujeres vendiendo besos en la libertad y un puñado de autos sonando sus bocinas. Todo esto me reconfortaba hasta el punto de querer encontrar alguien con quien coincidir, en la parada calle diecisiete subieron muchas personas a las cuales no les puse la mayor atención, hasta que en mi asiento de viajero se subió un copiloto, él tenía una melena desaliñada, dos lumbreras color miel y un calor corporal sofocante.
Su calor era tanto, este se desprendía de su piel para hacer contacto con mi ropa. Sus dedos largos jugaban con el asiento de adelante, chocaba los anulares contra el plástico frío y volvía hacerlo como si de una manía se tratará. En mi asiento de piloto me balanceaba pensando si preguntarle su nombre o hacer algún acto que nos obligará a hablar.
Cuando el bus salió de lo urbano a lo rural, las ventanas se empañaron y los corazones de todos los presentes se enfriaron, menos los de mi copiloto y yo que seguían encendidos por la llama de su calor corporal.
— ¿Está haciendo mucho frío? dijo él.
—de mis fauces se desprendió un sí.
— ¿para dónde vas? dijo con una voz gruesa
—no tengo rumbo fijo respondí y miré hacia la ventana.
Después de eso él no dijo nada más, el bus siguió su rumbo, uno a uno se bajaban y subían pasajeros. Cuando volteo él estaba dormido sobre mi brazo, en ese momento decidí cuidar sus sueños como mi bien más preciado, asumí una posición de descanso y deje que mis músculos se relajaran sobre la silla de plástico, me dormí y puse mi cabeza junto a la suya. Cabeza contra cabeza, cabello con cabello y torso junto a torso. Me deje llevar por la somnolencia imaginando todas las posibilidades que se darían entre ambos como: un intercambio de números telefónicos, una cita al bajarnos o nuestras caras sonrojadas al despertar.
Entre tantos pensamientos mi percepción de la realidad desapareció. Ya no sentía los demás automóviles en la calle, los baches sin tapar o los otros pasajeros. Cuando desperté mis ojos se abrieron lentamente viendo de nuevo las luces de los semáforos en rojo y miré la silla del al lado, él ya no estaba, se había bajado en algún lugar del camino y no habíamos podido intercambiar nada, más allá del calor de nuestros cuerpos.
*Harry Santiago Cárdenas (Pereira, Risaralda Colombia 1999) A la edad de 8 años se interesó por el mundo de la escritura relatando lo que veía a su alrededor como son: las costumbres, la violencia y los vínculos humanos. En su adolescencia lo marcó su amistad romántica con Rose Quintana otra escritora aficionada con la cual se dedicó a publicar sus escritos en redes sociales. Actualmente es estudiante de la Licenciatura en comunicación e informática educativa y practicante en la Maestría en historia de la universidad tecnológica de Pereira.
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