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viernes, 23 de abril de 2021

“Frente al espejo” relato de Rolando Reyes López


Soy nuevo aquí, no reconozco estas paredes y las voces que escucho no las entiendo. Hay un hombre que se siente como una mierda. El mundo me dejó en este sitio junto a este desconocido que me mira con angustia y me acosa constantemente. Él es el hombre al que le han robado todo; le digo que no puedo imitarlo, que la virgen soberanía de mis poemas románticos lo impide.

Sáquenme pronto, extraño el lugar donde estaba antes, las mujeres que allí viven, los niños corriendo por las aceras y al anciano que reparte periódicos; allí yo era lo que quería ser. Quiero un final lleno de estrellas, reaparecer en un sitio nuevo, no este que me aplasta junto al hombre que me sigue por las cuatro esquinas de este marco. Él no entiende lo que pasará conmigo si permanezco aquí; cree conocerme desde que vine al mundo, en una vida anterior o en una tierra sumergida tras el anonimato. 

Respiro y mi aliento suena como si estuviera roto en minúsculos pedazos. No estoy solo y al menos eso debería complacerme, y aunque trato de ser fuerte, su mirada permanece fijada a mi historia, me sacude el rostro cada vez que lo miro.

No creo saber sus intenciones, no gastaré energías en eso, pero me observa como sabiendo por qué comparto su lugar. Anoche dijo que persevere, pues a él le fue difícil hallarme, que si él pudo, yo también; que no me vaya, que me desnude y olvide los versos de Neruda y de los otros (ellos son efímeros, caminan junto a las nubes en busca de la liberación más ancha), que los míos son tesoros invaluables, plenitudes de una vida que jamás pidió limosna a la tristeza, que nadie preguntó por mí el día que falté, que no sea estúpido: los héroes no me necesitan; que no diga tonterías y no busque otra imagen, él es lo que me falta; que no hable por él, que vuele más abajo e intente alcanzar su mano tibia, que si ignoro sus palabras mis sueños no se cumplirán, que bajo los amaneceres imaginarios y los amores artificiales se ocultan las tinieblas de la muerte, que lo ayude a revivir sus recuerdos, que sin mí no es nada y el tiempo no transcurre, que no busque otro amor, que desde que llegué cada rincón de mi cuerpo es suyo, que cree en mí, en la longevidad de los míos, que no tenga miedo, que salte ahora sobre las colinas, que es temprano para reencontrarme en él, que no dude de su fidelidad: las muchachas vendrán luego. 

Hace una pausa, enciende su cigarro, levanta la cabeza e insiste en que debo dejarme llevar por las apariencias, y agrega enfáticamente: Hombre bello, no vaciles ante la precariedad del tiempo y mírame,  no seas cauteloso, yo estoy prendido a tu respiración, no llores ahora que más nadie puede verte, tú eres mío, porque juntos, frente a frente, somos dos raíces inmortales retozando en el jardín de la infancia nuestra; bebe junto a mí el licor de la sabiduría, mira como tiembla todo alrededor; abre tus alas, rompe con las leyes del hombre y entra conmigo al reino de la luz.

Bendito tú que cruzaste anticipadamente las puertas del horror; muéstrame las bellezas que conociste en esa oscuridad, deja que atrape ese hilo de esperanza que se le escapó a los poetas; vete del pasado, convierte esta imagen despoblada en imagen auténtica o retrato trascendente, sigue mi camino, lee las líneas de tu mano, tenme cuando imagines que llegó la hora de partir, libera los fantasmas, siente el calor de la tierra, olvida la locura, confía en mí, dulcifica el brillo de tus ojos, sueña, escribe sobre tu cuerpo todas mis palabras; voy a curar tu desolación: Soy lo que estás viendo y no el horizonte lejano que imaginaste, deja que las criaturas te abandonen y se marchen a sus madrigueras, hazlo por nosotros, quiero alcanzar la cumbre de tu cielo, accede a que tus lágrimas despierten por felicidad, los ángeles de hoy están listos para recibirte, escucha atentamente sus voces, porque la tierra donde estamos carece de memoria, y repite: las muchachas vendrán después.

Le respondo que aún creo saber quien soy; que nadie cree eso, que los pájaros heridos están condenados a morir desamparados, que no pude descifrar el enigma para protegerlos. Noto su angustia y le hablo del sonido del viento en las montañas, del atardecer cuando los pájaros buscan el ramaje, y de la noche concluyente.

Parece que el destino no va a separarnos nunca, no importa la cantidad de veces que trate de ignorarlo. Sobre el verde oscuro de las paredes escribe mi nombre, una y otra vez; lo acurruca entre sus manos torcidas y malformadas; lo hace como si fuera su oficio de siempre, un oficio con hambre y sed. Estira la mano para alcanzarme una belleza mustia e inevitable. Todas las mañanas, con armonioso homenaje, enjuaga mi frente, como si quisiera alcanzar mi espíritu, estático a la sombra de un cedro antiguo, muy antiguo.

Amanece en la vereda lejana, allí están los suspiros que abandoné, están agotados; no sé qué decirles cuando lleguen, quizás que me perdonen porque afuera, de febrero a febrero, la tierra gris salta sobre las chispas del amanecer, mientras un eclipse intenta privar de colores la fachada de esta habitacióndicen que la culpa es mía. Callo, el vacío en mi alma se marchita una vez más. Si algún día fui feliz, era una mentira sorprendente, supongo.

¿Qué dolor tan grande lo impulsa a hacer esto conmigo?; no sé, y así llega otra mañana y me siento a su lado, silente, apacible resignado. A cada rato le doy una lágrima como limosna, mientras afuera, en las calles, nadie imagina la altura de mi silencio.


*Rolando Reyes López, Cuba. Miembro del Taller Literario “Placido Valdez desde 1995, reside en el Municipio de Jovellanos. Matanzas.

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