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domingo, 31 de agosto de 2014

¡Ay, ni te salió sangre!


Tengo que escribirlo…

Mis piernas punzan, las gotas de sudor caen sobre el teclado y la tos no se detiene. Continúo con la agitación por el evento tan efusivo y dinámico que acabo de vivir. Pero para esto necesito ir al principio.

Resulta que hace unas semanas decidí comenzar mi preparación para correr el Maratón de la Ciudad de México, para quien tenga duda, son 42 kilómetros y 195 metros. Me cansé de sólo darle vueltas a una pista, cancha o deportivo, así que opté porque las calles fueran mi pista de entrenamiento.

Todos los días corro un aproximado de 20 kilómetros, hago gimnasio y lo complemento con la bicicleta y un poco de futbol. Regularmente esa rutina la hago en las mañanas, o al menos cuando aún haya luz.

Hoy no. Hoy la desidia, las ganas, la remodelación de mi casa, mi perro y mil pretextos más indujeron a que saliera a trotar hasta las 19:45 hrs. Hoy agarré una llave y emprendí el recorrido a cualquier lugar.

Apenas llevaba unos metros cuando salió Pablito, mi vecino y amigo de tan solo 5 años, quien me cuestionó sobre el costo del balón que le presté la semana pasada. Se le ponchó. Quiere pagarlo de alguna manera. Le dije que así lo dejara. Me acompañó un tramo y luego lo perdí.

Mientras más avanzaba sentía mi trote seguro, ligero, fuerte, imparable. La zancada estaba mejor que nunca y no importó que ayer dedicara todo mi día a pintar mi recámara y no hiciera ejercicio. Siempre con la mirada al frente hacia el objetivo: el cruce entre Fuerte de Loreto y Avenida Guelatao. Sólo hasta ahí llegué y regresé.

La “vuelta” esta vez sería alrededor de la universidad ya que la subida exige un gran esfuerzo, y por lo mismo, aporta bastante a la condición física.

Un dolor en el estómago parecía decirme: “¡Párate! ¡Ya es noche! ¡Comiste mucho! ¡Mañana corres! ¡Regresa a tu casa!”. Pero la necedad es uno de mis defectos (que a veces se convierte en virtud) y sólo bajé un poco el ritmo, pero continué.

De nuevo el límite estaba marcado entre Loreto y Guelatao. Di varios pasos chiquitos en curva y la banqueta era cómplice de la fluidez de mi andar.

En ese momento me percato de que, en la otra acera, un joven, de mi edad o menos, con chaleco y gorra blancos, corre cual velocista en el carril de los autos para después subirse a la banqueta. Fue tan rápido que mi ritmo fue un poco más lento para (ad)mirar su habilidad.   

Al voltear mi rostro al frente observo que hay otros dos sujetos, muy torpes en comparación con el primero, corriendo detrás de éste. Al notar que no podrían alcanzarlo abordan un taxi guinda con dorado y, eso no lo escuché pero por su forma de señalar supongo que gritaron enérgicamente al chofer “¡Sígalo!”…

De pronto he perdido la concentración en lo que estaba haciendo y ya no sé si en ese tiempo corrí, caminé o simplemente me quedé petrificado en esos segundos de acción.

Sólo dos calles después miro a más jóvenes, los cuales, al verme correr, me señalan.

Un instante. Un segundo. Un parpadeo.

Una fuerte contradicción pasa por mi mente: al mismo tiempo quiero echar mano de mi entrenamiento y correr lo más rápido posible; por el contrario, puedo mostrar calma y continuar con un trote suave.

¿Por qué hoy justamente estaba sucio mi short favorito y usé bermuda? ¿Por qué no traje una de esas playeras deportivas como las que acostumbro? ¿Por qué hoy no traje mi celular para medir el tiempo y mantenerme comunicado si algo sucede? ¿Por qué ahora que llevo varios días sin rasurarme y mi aspecto no es nada agradable? Ya de por sí tengo no tengo buena facha y ahora me confunden con un ratero, un buscapleitos, un criminal, un traicionero o un yoquesé. ¿Por qué?

La noche cayó y forma el ambiente perfecto para la escena. Todos los actuantes están en sus posiciones. Elijo la segunda opción: mostrar calma y trotar suavemente. De reojo vigilo que ninguno de los sujetos venga de sorpresa y me propine un golpe que me haga caer (en el mejor de los escenarios), sino es que con un arma blanca, roja, negra o de cualquier color.

En la total oscuridad de mi barrio, noto que, no sé cómo, pero libré aquel conflicto. Entro a mi calle. Alcanzo a escuchar a lo lejos que un niño, en forma de juego, levanta a otro y lo consuela “¡Ay, ni te salió sangre!”


Tengo que escribirlo…   

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