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sábado, 6 de diciembre de 2025

Perspectiva y Presencia: Instancias de Voz, los poemas de Amílcar Osorio y Alberto Escobar Ángel

Te puedo hablar de tomarme una coca cola, del cigarrillo, de mis blue-jeans, y pareciera que estuviéramos viviendo la vida cotidiana, con actitudes desechables, en otro momento de tantos, más plano que cualquier pantalla. Pero de repente llega el lenguaje metafórico como una alucinación:

"No tengo un automóvil que brille mejor
que dos naranjas en el refrigerador
que ruede mejor que dos bolas de billar
sobre el cielo verde que habita cuatro patas”[1]

¿Y ahora dónde estamos? ¿Qué aire estamos respirando si la realidad se puede deslizar así?

"Viene el viento a visitarme
y viene en el viento, otra vez, un recuerdo.
Vuelve el viento-- rapsoda ebrio, aflato efímero--,
el viento que en otras partes ya ha cantado sus

    himnos de exterminio o ha sembrado de oro los eriales." [2]

Leí estas palabras por primera vez y me sentí escuchando un tango, cantado por algún amigo del alma, en uno de los bares de Medellín. Pero al sentir todo eso, me doy cuenta que es una sensación absoluta, o sea que lo que estoy viviendo al leer esto es una experiencia. Ese tango, ese amigo, ese bar y su ciudad, todos están contenidos, todos emanan desde esos versos. Lecturas como esa lo llevan a uno a anhelar momentos que nunca vivió. Lo cual es otra manera de decir que estamos hablando de cosas que, por lo menos para algunos lectores, son necesarias decir.

Dónde y cuándo estamos es algo que ocurre en un verso. Solo en esa zona nos escuchamos respirar.

"Allá hay algo
que quiere venir
hasta este sitio.
Aquí hay algo
que quiere ir allá
sin atravesar la galería,
y decir algo que aún se oye"[3]

El vacío. El otro lado de la moneda de lo que es estar. Ese vértigo que dura toda una vida en que la imaginación se esfuerza para habitar la probabilidad de no estar algún día.

"Los escaparates vacíos aquejan olvido.
Fue, tal vez, en muelles sin buque, o en cobertizos
sin tranvías, o en desolados hangares, o --en
fin-- en tortuosos caminos por los cuales se sube a la cima o se desciende a la pradera, donde
hubo de fundarse nuestro extravío."[4]

Al lado de ese sendero largo, de esa búsqueda quizás ilusa, siempre se percibe esa membrana entre estar y no estar, esa ventana que permite ver el mundo de magnífica certeza y desequilibro que es la vida a nuestro alrededor, tan improbable en sus contrastes y apuestas. Esa ventana es el otro o la otra, palpable pero transparente, a través del cual se puede evidenciar cualquier cosa.


"El acre sabor de su carne
incandescente
me ahoga hasta el fondo
nítido de un amanecer espléndido
que se derrama sin clemencia
sobre los despojados cuerpos"[5]

Poco a poco, eso se va volviendo la lucha real. Dado donde voy, ¿cómo lograr que la otra o el otro a mi lado no se vuelva también irreal, espanto de sombras con menos peso que un capricho? Y si eso empiece a ocurrir, ¿cómo detener la insustancialidad de subir desde mis caricias hasta consumirme entero?

"Sin saber tu nombre, ya te llamo
ave ciega que cruza el cielo de la noche,
meandro de miel en los torrentes de la sangre,
melodía meliflua de una sonata que aún no se toca.

Sin saberlo, los labios ya tu nombre musitan.
Sin tenerte, los brazos ya te abrazan.
Sin abrazarte, tu cuerpo es un cárdeno leño
adyacente al cárdeno leño que, en mi todo, arde."[6]

 
 
[1] Amílcar Osorio, Plegaria nuclear de un cocacolo
[2] Alberto Escobar Ángel, Las honras del lecho 1
[3] Amílcar Osorio, de Vana Stanza
[4] Alberto Escobar Ángel, Poema IV (1995)
[5] Amílcar Osorio, Revista Interregno 3
[6] Alberto Escobar Ángel, Poema (2004)




*George Mario Angel Quintero. Hijo de padres colombianos, George Mario Angel Quintero nace en 1964 en San Francisco, California. Estudia literatura en la Universidad de California y es becado en creación literaria en la Universidad de Stanford. Como George Angel, publica poemas y prosas en revistas literarias estadounidenses y canadienses; también publica los libros en inglés: Globo (1996), The Fifth Season (1996), On the Voice (2016) y A Sheaf of Feathers (2022). Desde 1995 reside en Medellín, Colombia, donde, como Mario Angel Quintero, publica los libros de poesía Mapa de lo claro (1996), Muestra (1998), Tentenelaire (2006), El desvanecimiento del alma en camino al limbo (2009), Keselazboga (2014), Mapa de las palabras (2014), la materialidad (2020), Cardos (2020), los libros de dramaturgia Cómo morir en un solar ajeno (2009), La sabiduría de los limones (2013), y Calamidad Doméstica (2016),  y el libro de cuentos Siete Retablos (2022). Su obra ha sido traducida al macedonio, portugués, sueco, croata, búlgaro, francés, italiano, albanés y árabe. También se publicó en Italia un libro de sus poemas al italiano, Diventa l’albero (Samuele Editores, 2020), en Croacia un libro de sus poemas al croata, Moje svjetlo i druge pjesme (Druga priča, 2020), y en Líbano un libro de su novela al árabe, Aqrab (Dar Al-Rafidain, 2020).

viernes, 5 de diciembre de 2025

“Las cenizas de Aulion” relato de Francisco Araya Pizarro

 

La noche cayó sobre los cielos de Caelys Prime, la capital del Imperio Aulion; no era producto natural del tiempo, sino más bien producto natural del uso del fuego. La atmósfera se resquebrajó como un espejo al impacto de los proyectiles orbitales Vor’Ka. Las torres sagradas se desplomaron, los jardines de cristal se fundieron bajo el calor de la invasión y las calles se tiñeron con los ecos de una civilización que agonizaba. Kaelontor Valus corrió entre las columnas derruidas del palacio, con el rostro cubierto de hollín y la mirada sorprendida, aún sin comprender lo ocurrido. Todo había sucedido en cuestión de minutos: los escudos planetarios fallaron, los muros de la ciudad imperial fueron atravesados por criaturas biomecánicas y, uno a uno, sus hermanos, sus padres… su mundo, fueron reducidos a polvo. Solo una nave escapó de aquel infierno. Dañada, sin rumbo, cruzó los sistemas periféricos de la galaxia con un puñado de sobrevivientes. En su interior, Kaelontor se convirtió en algo más que un príncipe sin trono: se transformó en una sombra de esperanza. El exilio fue más cruel de lo que Kaelontor imaginó. Durante semanas, el grupo errante sorteó campos de asteroides, mercados negros, rutas dominadas por piratas que se alimentaban de los restos de imperios caídos como buitres comiendo un cadáver. Las provisiones escaseaban y la moral se deshacía como la pintura del emblema imperial en el casco de la nave oxidada.

—“El Imperio estaba muerto antes del ataque” —escupió Rykos, un pirata descendiente de noble linaje, mientras reparaba su rifle en la sala de mando—. “Solo que ustedes no lo quieren ver”.

—“Esa lengua insolente te costaría la cabeza en otros tiempos —gruñó el general Vaelis Drann, con el brazo envuelto en vendajes y el corazón aún encadenado a sus viejas lealtades.

—“¿Y qué tiempos eran esos, general?, ¿Los de corrupción, esclavitud y pactos secretos?”

Kaelontor, sentado en el centro de la sala, no dijo una palabra. Observaba los restos de su linaje grabados en la insignia imperial, ahora cubierta de polvo. La verdad de Rykos le dolía más que las heridas o el orgullo decaído. En medio de ese caos, fue Nyara Luthen quien descubrió algo extraordinario. En su laboratorio improvisado, revisando muestras genéticas de los aulionitas, encontró una anomalía. Un patrón imposible de origen natural.

—“No fuimos evolucionados. Fuimos diseñados” —explicó con voz temblorosa a Kaelontor—. “Nuestra especie... fue obra de los Ildrathi”.

—“¿Los mitos?” —dudó él.

—“No son mitos. Hay archivos ocultos en nuestra propia sangre. Códigos que activan capacidades que ni sabíamos que teníamos. Biotecnología pura”.

—“Entonces dejaremos de ser quienes éramos”.

Mientras tanto, los Vor’Ka no se detuvieron. Su líder, Zarnok, un titán acorazado de mirada impasible, ordenó la purga sistemática de todo lo que oliera a Aulion. Mundos aliados, colonias agrícolas, ciudades en el exilio: todos fueron arrasados. Kaelontor sabía que no podían seguir huyendo. El último enclave que les quedaba era la luna de Tareth, un planetoide helado y olvidado en los mapas al borde de las zonas no cartografiadas. Allí, entre glaciares y ruinas abandonadas, se refugió el grupo. No era hogar, pero era un lugar donde preparar lo inevitable. La Alta Sacerdotisa Seleneme, anciana y sabia, los esperaba allí. Había sobrevivido a la masacre y portaba los últimos textos sagrados, grabados en placas orgánicas que solo reaccionaban al tacto de un Valus.

—“El Imperio cayó porque olvidó su origen” —dijo mientras entregaba los textos a Kaelontor—. “Pero no todo está perdido...”.

La batalla final llegó como la tormenta que precede al fin del invierno. Zarnok desplegó sus naves sobre Tareth, convencido de que aquel sería el último soplo de resistencia.

Pero Kaelontor, ya no era el niño príncipe. Era un líder nuevo. Y tenía aliados.

Los códigos activados en sus cuerpos dieron a sus guerreros una capacidad impensada. Se movían como ráfagas, sanaban en combate, y sus armas, fusionadas con la antigua tecnología aulionita, cortaban los cascos enemigos como si fueran papel. Rykos y sus piratas, convencidos por la promesa de un nuevo orden, se unieron al combate desde órbita, interceptando las naves de refuerzo. Vaelis, aún cargando su armadura destrozada, dirigió las tropas de tierra con la precisión de un cirujano. Y Kaelontor, portando la espada viviente de los Valus, enfrentó a Zarnok cara a cara, en un duelo donde colisionaban no solo metales, sino futuros.

Kaelontor bramo—. “Ya no gobernaremos como antes. Pero tampoco viviremos de arrodillarnos”.

La hoja de Kaelontor atravesó el corazón de Zarnok con una descarga de energía que iluminó el campo de batalla. Cuando el cuerpo del líder Vor’Ka cayó, las tropas enemigas perdieron cohesión. El ejército se rompió como una ola contra la roca. Tareth estaba en ruinas. Muchos habían caído. Y la pregunta era inevitable: ¿qué hacer ahora?. El general Vaelis propuso reconstruir el Imperio.

Pero, esa noche, reunió a los suyos bajo el cielo helado.

—“El Imperio de Aulion ha muerto” —dijo—. “El poder que tuvimos nos cegó. Gobernamos con arrogancia,”. Se volvió hacia Nyara, hacia Seleneme, hacia los piratas y los soldados.

—“Hoy sembramos algo nuevo. Una alianza de libres. Donde el poder no se herede, sino se merezca. No señores, ni súbditos. Seremos algo distinto”.

Las palabras no fueron recibidas con aplausos. Fueron recibidas con silencio. Con asombro. Y luego con asentimientos lentos, pero verdaderos. Como semillas que echan raíz en tierra fértil.

Años después, los registros aún hablaban del Príncipe de las Cenizas. El último Valus. Algunos lo llamaron traidor, otros, salvador. Pero pocos podían negar que, desde las ruinas de Aulion, nació algo que jamás había existido en aquella galaxia. En lo más profundo de la nave que una vez escapó de Caelys, en su vieja consola cubierta de polvo estelar, aún parpadeaba una frase en idioma antiguo: "De las cenizas, nace el mañana".


*Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas. Además de Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en:  www.tumblr.com/franciscoarayapizarro

jueves, 4 de diciembre de 2025

"16:45 p.m." relato de Juan Diego Gutiérrez Solano

 

Se encontraba paseando a su perro por el parque, vio a una multitud en la acera, él con curiosidad se subió a una pared, para ver lo que pasaba por la calle.

De pronto, vio para abajo para ver como se encontraba su perro, ella estaba jadeando feliz, sin previo aviso vio algo moviéndose entre la maleza donde se encontraba, horrorizado noto que era una serpiente y de forma rápida y fugaz esta se le abalanzo a su pierna, mordiéndosela.

- ¡Aaah! – él pego un sonoro grito, cayendo al suelo, inmovilizado, sin poder moverse. Su perro en modo protector y asustado por su dueño la mordió.

- ¡No! No lo hagas, ¡ayuda! – temía por su mascota, desconocía lo que podría suceder si un animal muerde a un animal venenoso, oyó como soltó un quejido y esta cosa seguía enrollada en su pierna y creía que cada vez más lo mordía o apretaba mucho más, por fortuna para ambos su grito de dolor alerto a varias personas de alrededor, se acercaron ayudar, incluido el jardinero, que con su rastrillo ataco a la serpiente y logro sacarla de encima.

- Arrgh. – el hombre se quejaba del dolor, veía a la gente asqueada y asustada, algunos pidiendo ayuda, quiso ver su pierna al sentir algo baboso, era su perro lamiéndole, tratando de hacerle sentir bien, se notaba lo asustado que se encontraba. – Amigo, no lo hagas, puede ser peligroso, ven aquí. – le decía este en un intento de palmear el suelo para que se acostara a su lado, cuando Doris lo hizo y dejo a la vista su pierna sintió pánico al ver el estado de su pierna, esa cosa le dejo una herida bastante fea.

- ¡Ay no! No dejen que me quiten la pierna, por favor no dejen que me la corten.

– le hacía saber a las personas del alrededor. Solo que este empezaba a sudar, a sentirse mareado, empezaba a sentirse mal, temía por su estado, su pierna estaba hecha añicos, vio a los ojos a su perro y pudo notar que Doris tenía los ojos llorosos, lloraba por él, la veía jadear, sudar, ay no, también la está afectando. – Mierda, ¿Qué clase de serpiente era? – se preguntaba este, presentía que en cualquier momento sucedía. Acariciaba a su can para sentirse mejor, dicha acción era para ambos…

Para cuando llegaron los paramédicos al lugar del incidente se toparon una imagen impactante, era la hora 16:45 p.m. cuando declararon al señor y a su perro muertos en el lugar de los hechos.

El hombre no murió solo, murió al lado de su mejor amiga cuando ella se acostó en su pecho y no despertó más, como su dueño.


*Juan Diego Gutiérrez Solano (2 de abril de 1998), de 27 años, es estudiante de Bibliotecología. Comenzó a escribir a los 16 o 17 años y desde entonces ha continuado desarrollando su interés por la creación literaria.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

"Instinto" cuento de Adriana de Jesús Casas Moreno


Hay cosas que se callan tan fuerte que terminan rugiendo en la.

Marina lo había aprendido a los treinta años, después de casarse con un hombre que le prometió amor eterno y terminó dándole órdenes. “No te vistas así”, “No hables cuando yo estoy hablando”, “Deja que yo decida”. Palabras pequeñas que, como gotas constantes, taladran la roca.

De día, ella sonreía. En el mercado saludaba con dulzura, en la escuela de los niños hacía bromas con otras madres y en la iglesia fingía paz mientras el sacerdote hablaba del amor. Nadie veía las grietas en la porcelana. Nadie miraba las manos temblorosas detrás del mandil ni el brillo de miedo en sus ojos cuando escuchaba el motor de la camioneta de Ernesto llegando del trabajo.

Pero de noche… de noche ocurría algo que jamás pudo explicar.

La primera vez sucedió tres meses después del primer golpe. No fue brutal —así se justificó ella—, solo un manotazo en la mesa y un empujón que la hizo tropezar. Ernesto dijo que era su culpa, que lo provocaba con su silencio. Esa noche, Marina se fue a la cama con el labio partido y el corazón hueco.

Se durmió llorando, y a medianoche despertó con un hambre extraña, un cosquilleo en los músculos, un zumbido en los oídos. Abrió los ojos y no vio el techo de su habitación, sino sombras agazapadas que olían a selva y humedad.

Se miró las manos: ya no eran manos. Eran patas negras, afiladas, con garras que brillaban como vidrio bajo la luna. Su respiración era un ronroneo grave y profundo. Su cuerpo, ágil y largo. Marina se había convertido en una pantera.

No se asustó. No hubo gritos. Solo un reconocimiento íntimo, como si aquella bestia hubiera estado esperándola toda la vida. Caminó sigilosa por la casa: la cocina, el pasillo, los cuartos de sus hijos dormidos. Olfateó el aire: leche tibia, sudor infantil, miedo guardado en las paredes. Se recostó junto a sus hijos y escuchó sus sueños. Supo entonces que esa fuerza no era maldad; era instinto. Era protección.

Desde esa noche, cada vez que el dolor se acumulaba, la pantera volvía.

A nadie le contó.

Marina aprendió a vivir entre dos mundos: la mujer callada de día y la pantera nocturna que vigilaba la casa. Mientras preparaba el desayuno fingía no escuchar los regaños de Ernesto:

—¿Otra vez tortillas frías? ¿En qué piensas todo el día? —decía él, tirando el plato al fregadero.

Ella, en lugar de enojarse, se justificaba y pedía perdón.
—Perdón, amor. Estuve muy ocupada con los niños, estuvieron un poco inquietos.

Miguel y Lucía, sus pequeños de seis y cuatro años, miraban en silencio, aprendiendo demasiado pronto lo que significa caminar de puntillas.

De noche, en cambio, Marina sentía el poder en sus músculos. Saltaba los muros del patio, corría por los tejados, observaba la ciudad dormida. Nadie podía tocarla. Ni siquiera Ernesto, roncando en la habitación sin imaginar que su esposa desaparecía cada medianoche.

Había algo más: la pantera olía el miedo, pero también la rabia. La suya y la de sus hijos. Cada lágrima guardada durante el día se convertía en rugido en la oscuridad.

El día del golpe fue como un terremoto silencioso.

Era domingo y el calor de julio se pegaba en las paredes. Ernesto estaba de mal humor porque el equipo de fútbol había perdido. Marina cocinaba en silencio, Miguel jugaba con bloques en la sala y Lucía coloreaba princesas en la mesa.

—¡Marina! —gritó él desde el comedor—. ¿Otra vez salaste la carne?

Ella respiró hondo. Estaba cansada de seguir soportando su maltrato.
—Sabe igual que siempre, Ernesto.

La respuesta fue un error. En un segundo él cruzó la cocina y levantó la mano. Pero antes de que cayera el golpe, un grito agudo interrumpió el aire:

—¡No le pegues a mi mamá!

Miguel, con apenas seis años, se había interpuesto entre los dos. Ernesto, cegado por la rabia, lo empujó sin medir fuerza. El niño cayó al suelo y se golpeó la frente contra la esquina de la mesa. Un hilo de sangre corrió por su cara.

El tiempo se detuvo.

Marina se arrodilló, temblando, y abrazó a su hijo con una ternura desesperada. Lo apretó contra su pecho mientras él sollozaba. Ernesto, pálido, murmuró algo como una disculpa y salió de la casa, azotando la puerta.

—Perdóname, mi amor… —susurró ella al oído de Miguel—. Perdóname por ser tan cobarde.

Esa noche, cuando la luna alcanzó la ventana, la pantera no caminó: rugió.

El sonido salió de lo más profundo de su pecho. No fue humano ni animal, fue ambas cosas. Un rugido tan poderoso que hizo vibrar los vidrios de las ventanas y erizó la piel de Ernesto, que apenas entraba por la puerta tambaleante y borracho.

Despertó a los niños. Despertó a los vecinos. Despertó algo en él.

Ernesto cayó de rodillas, buscando con los ojos en la penumbra. Vio una sombra enorme, negra, con ojos amarillos como brasas. Por un instante creyó ver a Marina, pero Marina ya no estaba. Solo la bestia, erguida entre él y los niños. Un fuerte instinto de protección hacia sus hijos la despertó.

La pantera dio un paso hacia adelante. Sus garras arañaron el piso de madera. Su aliento olía a selva y a sangre contenida. Otro rugido llenó la casa. Ernesto sintió que todo su machismo, todo su poder falso, se le escurría como agua entre los dedos.

—¿Qué… qué eres? —balbuceó.

La pantera no respondió. No necesitaba hacerlo.

Esa noche Ernesto no durmió. Se encerró en el coche hasta el amanecer, temblando, sin atreverse a mirar la ventana.

Por la mañana, Marina preparó el desayuno como siempre, pero había algo distinto en su mirada: una calma nueva, una firmeza que Ernesto nunca había visto.

Él no dijo una palabra. Solo se sentó frente a la mesa y miró a Miguel, con un vendaje en la frente. Algo se quebró en su interior: vergüenza, culpa, miedo.

Dos días después, Ernesto pidió ayuda. No fue un cambio milagroso ni inmediato. Fue un camino largo: terapia, disculpas, silencios incómodos, recaídas. Pero por primera vez habló. Admitió su violencia. Prometió cambiar. Y, lo más importante, empezó a intentarlo de verdad.

Marina lo observaba con cautela. Sabía que las promesas solas no bastan. Pero también sabía que algo había despertado en ambos: la bestia y el hombre.

Pasaron semanas. No hubo más gritos. No hubo golpes. Los niños empezaron a reír otra vez en la casa. Miguel jugaba en el patio sin miedo, Lucía pintaba arcoíris sin esconderse.

Una noche, Marina despertó y se dio cuenta de que seguía siendo humana. No había garras ni colmillos. No había rugidos en su garganta. Caminó descalza por la casa, escuchando el silencio apacible. Se asomó al cuarto de sus hijos: dormían abrazados, tranquilos.

Por primera vez en meses, no sintió la necesidad de protegerlos de un monstruo. Porque el verdadero monstruo ya no era ella.

Se miró al espejo. Había cicatrices en su alma y en su piel, pero también una fortaleza nueva en sus ojos. Sonrió.

La pantera, comprendió, no se había ido: vivía dentro de ella. Pero ya no necesitaba salir. Ahora sabía enfrentar la amenaza de frente, sin esconderse, sin fingir.

A veces, cuando la brisa de la noche acaricia las cortinas y la luna entra por la ventana, Marina cree escuchar un ronroneo lejano. Un recordatorio que en su interior tiene la fuerza de una pantera…solo tiene que dejarla salir.


*Adriana de Jesús Casas Moreno es 
neuropsicóloga y escritora amateur originaria de México. Ha participado en diversos concursos de calaveritas literarias, obteniendo distintos reconocimientos. En el certamen organizado por el periódico El Heraldo el año pasado, obtuvo la sexta posición. Además, este año participó en la convocatoria internacional de microcuentos de la Editorial Palabra Herida con su relato "Voces", el cual fue seleccionado para su publicación en Instagram y Facebook.

martes, 2 de diciembre de 2025

"Carta a Walt Whitman" poemas de Francisco Álvarez Koki

 

Homenaje a José Saramago
 
El hambre de mi espíritu,
buscaba tu puerta,
y Lanzarote era un destino,
donde buscar tus huellas.
Entre en tu casa,
buscando respuestas,
Con mi corazón de niño y de poeta.
bailaban tus palabras, por todas las paredes,
y desde el mar, llegaba una lágrima,
colgada de las estrellas.
Sentado en tu escritorio,
Atravesabas esferas.
Era tu voz un dardo,
crítico con la explotación ajena.
Era tu corazón una voz,
fuerte y firme contra las hienas,
que buscan con sus multinacionales,
dominar nuestra tierra.
El café de tu cocina,
acariciaba mis manos,
y alimentaba mi alma.
El Arcángel Gabriel,
defendía tu sala,
mientras yo acariciaba todos tus libros,
que conversaban en tu estancia.
Los relojes de tu casa,
Serán testigos cada alba.
Su corazón hecho latidos,
a las cuatro siempre cantan,
para hablar de un amor,
que siempre será llama.
Cuando llego a tu alcoba,
no puedo con mi alma.
Mi corazón sube por mis ojos,
para llorar una lágrima.
Busco tu presencia…
Tu muerte es una herida,
que nos duele a todos.
Sin ti nos falta la vida,
nos hemos quedado tan solos.
Afuera, te llora el olivo, a fuera te llora el olmo,
la silla, la piedra, el recodo.
Afuera te llora el mar,
con un luto de sombras.
Afuera te lloramos todos.
 

Carta a Walt Whitman
 
Amigo Walt Whitman:
Hoy he visitado tu casa,
donde se mecía tu barba,
en el frescor dulce de la hierba.
Me acompañaba mi musa,
también tus palabras.
No todos los días
se visita la casa de un poeta.
Abrí la puerta, de tu casa.
Abrí la puerta, de tu alma,
mientras el frío de febrero,
eran horas en calma.
Una nube de gorriones,
bailaban por las ramas,
y trinaban tus versos,
sonriendo sobre sus patas.
La imprenta con sus dedos de hierro,
Atrapaban tus cartas.
Un murmullo de versos,
protestaban en la sala.
Abrí la puerta…
Abrí tu alma…
Me saludaste a la entrada.
Me condujiste a la sala, donde la partida de cartas,
poetizaba la estancia.
Donde te sentabas, con Rubén Darío,
que soñaba con Nicaragua.
José Martí, te abrazaba,
como a un camarada,
y León Felipe sufría,
por la humanidad vacía.
Mientras, yo callado observaba,
las sillas y las camas,
donde dormía el silencio,
que buscaba su almohada.
Salimos buscando la brisa,
Sobre tu tierra mojada.
La hierba olía a versos,
que cubría nuestra caminata.
Subimos las escaleras hacia la parte más alta,
donde estaban las camas,
despertando tus sueños,
dormidos en tus sabanas.
Los cristales de las ventanas,
atravesaban las miradas,
mientras las chimeneas, todas,
acariciaban el fuego,
que calentaban nuestras palabras.
Nuestro lenguaje era la hierba.
La hierba, nuestra mirada.
De hierba las paredes.
Nuestra despedida de hierba.
Hojas de hierba que cantan.
 

Himno de la igualdad
 
Yo soy tu voz hermana,
que te habla desde el monte,
con mi solidaridad sana.
 
También te hablo desde el mar,
con las olas en mis labios,
dispuesto siempre para amar.
 
Yo no quiero que tú seas,
esclava de mis desvaríos,
ni como enemigo me veas.
 
Yo quiero compartir contigo,
todo el amor que yo tengo,
y vivir en ti lo vivido.
 
No quiero ser tu marido,
sino tu alma gemela,
y vivir en mi amor herido.
 
Yo soy viento en tu herida.
tú eres mi pasión diaria,
donde pongo toda mi vida.
 

 
Quien podrá decir  lo contrario,
nadie lo podrá decir,
somos ostias de nuestro sagrario.
 
Amar como nos amamos,
cruzar tu cuerpo y el mío,
sabiendo que ahí estamos.
 
Tu pasión siempre tan loca,
no es un desvarío,
son dos llantos en una sola boca.
 
Te canto porque te amo
te lloro sin desencanto,
y es tu vida mi reclamo.
 
Hay si mi corazón llega al mar,
y tu corazón va al río,
donde podrá desembocar.
 
 
 
Mi vida es un sin vivir,
en ti esta mi felicidad,
que cada día vuelve a resurgir.
 
 
No podre nunca buscar otros caminos,
ni poseer otros cuerpos, ni besar otros labios,
Como los tuyos divinos.
 
Compartamos el destino
siempre al cincuenta por ciento,
y brindemos hoy con vino.
 
 
*Francisco Álvarez Koki: A Guarda, (1957). Escritor gallego y animador cultural. Autor bilingüe residente en Nueva York, donde fundó el colectivo Celso Emilio Ferreiro, para difundir la cultura gallega. Sus últimos libros publicados en gallego son: Un neno na emigración, Vasoiras Barreiro. (Literatura infantil. Ed. Fervenza 2018). Olivia e o clarinete Máxico edición trilingüe. Ed Mr. Momo 2021. A memoria das palabras. (Poesía. Ed. Fervenza 2018). Maruxía (poesía. Ed. Diputación provincial 2010) Ratas en Manhattan (narrativa. Ed Sotelo Blanco 2007) Mais aló de Fisterre (poesía. Diputación provincial 1999). En castellano ha publicado: El libro de Lourenzo (poesía infantil. Ed. Sial Pigmalión 2018) Erótica..Dos. (Antología de toda la poesía amorosa del autor. Ed. Sial Pigmalión 2018) Sombra de Luna (poesía social. Ed. Sial Pigmalión 2015. Premio escriduende de la feria del libro de Madrid 2016. Participó en los siguientes libros. Escritores españoles en los Estados Unidos. Edición de Gerardo Piña. Academia Norteamericana de la lengua española. 2007. Seis narradores españoles en Nueva York. (Narrativa. Ed. Dauro Granada 2006). Geometría y angustia. (Poetas españoles en Nueva York, Edición de Julio Neira. Fundación José Manuel Lara. Sevilla 2012) Miradas de Nueva York. Ed. Cuadernos de El Vigía Granada 2000) Ha sido editor de los siguientes libros: Piel Palabra. Poetas españoles en Nueva York. Ed. Consulado General de España en Nueva York 2003) Al fin del siglo, 20 poetas hispanos en Nueva York. (Ed. Ollantay Press, Nueva York. 1999) Luna y Panorama sobre los rascacielos (Poetas españoles en Nueva York. Consulado General de España en Nueva York 2019) Luna y panorama sobre los rascacielos. Ed Juglar Toledo 2021. Viento del Norte Antología de poetas hispanos en Nueva York. Ed. Sial Pigmalión Madrid 2021. Erótica, Ediciones Ondina Madrid 2022 Ratas en Manhattan. Ed. Juglar. Ocaña Toledo 2022