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jueves, 9 de febrero de 2023

"Trastorno obsesivo - compulsivo" relato de Jerónimo Villa


Él estaba acostado. Joven robusto, de metro ochenta y dos de carne escuálida; de mirada inexpresiva y ojos perdidos. Miró al techo y se preguntó —¿Soy capaz de seguir así? —. En la esquina que une el techo con la pared, por una telaraña envejecida se abría paso una araña. El joven, atraído por la danza del arácnido, detalló por unos segundos aquel movimiento. Recordó un documento sobre arañas que en la escuela tuvo que leer alguna vez. No recordaba muy bien su contenido, pero reconoció el concepto: la seda que teje la araña es casi tan resistente como el acero. Construir la telaraña es, pues, conquistar la supervivencia. El engaño, la trampa, constituye para la araña, la victoria de la vida; que es, a su vez para la presa, la victoria de la muerte.

 El joven se preguntó de nuevo —¿Soy capaz de seguir así? —.

Un psiquiatra le había recetado un agresivo medicamento para el trastorno obsesivo-compulsivo. El medicamento parecía no funcionar. Él sufría de obsesiones variopintas: temía tener un infarto debido a su gusto por las frituras, temía un fuerte terremoto, y temía, también, alucinar de manera visual o auditiva. De repente, un nuevo pensamiento intrusivo se presentó: se visualizó degollando a su madre. Se vio deleitado por la sangre que vertía la herida abierta. La telaraña estaba ya puesta, y la presa a punto de caer en ella.

Un golpe de calor le recorrió al joven desde la punta del dedo meñique del pie hasta el último centímetro de su cráneo. Las pupilas de aquellos ojos se dilataron como el hormigón se dilata con el calor. Sus manos temblaban. Se levantó de la cama y se sintió como si midiese diez metros. Pudo sostenerse con torpeza de la cabecera de la cama. Intentó tomar aire, pero sintió como éste se detenía justo en la tráquea, como si algo interrumpiera su paso. Levemente comenzó a hiperventilarse mientras intentaba, sin éxito, caminar por el pasillo que unía su habitación con la de su madre.

Su madre, mujer robusta al igual que él, de metro sesenta y siete de carne fofa; tumbada en su cama, veía imágenes de servilletas en crepé en alguna revista y recortaba, con una tijera, los diseños que le gustaban. Su cuarto constaba de una cama doble enrollada en una franela color verde pastel, una mesa de noche con el retrato de Jesucristo y un televisor antiguo que tenía mala la pantalla y hacía las veces de radio. Ella gimoteaba con insistencia, mientras mojaba sus yemas de los dedos con saliva para pasar a la otra página. Sintió un estruendo en el pasillo, pero esto no interrumpió su actividad y sus continuos gimoteos.

El joven, derretido en el piso, repasaba de manera incesante el plan: se pararía, organizaría su camisa, se miraría en el espejo del fondo del pasillo y se perdería un rato en sus ojos como viviendo una fantasía en la cual daba aviso a su madre del plan macabro y le daría a ella un momento para salir corriendo y salvaguardar su vida. Pero aquella fantasía no sería más que un vago anhelo, y no correría con la suerte de avisar a su madre. Devolvería la mirada del espejo, entraría rápido a la habitación de su madre, cogería las tijeras y tumbando a su madre hacia el otro costado de la cama, la cogería desde la parte posterior de su cabeza, él detrás de ella, y posaría las tijeras en la sudorosa carne de su cuello. Luego, con un movimiento lento, cercenaría el cuello de su progenitora. 

Y así fue. El joven se levantó del piso, organizó su camisa y se miró al espejo. En el espejo anheló darle aviso a su madre sobre su futuro, pero devolvió la mirada y caminó hacia la habitación de ella. Adentro, le arrebató las tijeras y la tumbó hacia el otro costado de la cama. La cogió de la parte posterior de su cabeza, posó las tijeras en el cuello sudoroso de su madre y, con un movimiento lento, le cercenó el cuello. 

La araña en la esquina comenzó a comer el insecto que reposaba en el centro de la telaraña y el joven contestó su pregunta —definitivamente no soy capaz de seguir así—. Siguió acostado, mirando la esquina que une al techo con la pared, y escuchó a su madre en la otra habitación gimotear al pasar de nuevo la página. El calor volvió a recorrer al joven desde la punta del dedo meñique del pie hasta el último centímetro de su cráneo. La araña tragó a su presa. 

 

*Jerónimo Villa, nacido en Medellín, Colombia, el 17 de mayo de 2001, autor del poemario “Versos trasnochados”, es graduado en Conocimientos en artes escénicas en Charlot Medellín y es estudiante de Licenciatura en literatura y lengua castellana en la Universidad de Antioquia. Ha sido parte del elenco de la obra “Anacleto Morones” versión libre de la obra de Juan Rulfo. Ha publicado poemas en las revistas literarias Revista poética Azahar (España), Revista de poesía margen de luz (Bolivia) y Revista Hoja Negra (Colombia); y en una antología poética llamada “El camino de la felicidad” de la editorial ITA.

 

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