Navegábamos
a través del ocaso impulsados por el cinco liebres, un chorro barato que
Alfonso compraba por los lados del centro y que, presumo yo, había llegado al
país de contrabando. Un vino redulce que le hacía honor a su nombre, a ese
nombre que le habíamos puesto Camila y yo, porque la etiqueta traía cinco
conejos blancos, de orejas largas, girando alrededor de lo que, para nosotros,
era un vórtice. Además, la resaca pateaba como un conejo rabioso, en especial
cuando el amanecer aparecía de repente, al otro lado de las montañas, como un
intruso, y poco a poco se montaba en el cielo cual gran inquisidor, con ganas
de ver a todo el mundo quemarse bajo su luz. Ardiendo, sobre nosotros, sobre el
pasto mojado de vino, sudores y ese fino rocío de medianoche que caía como
agujas sobre la piel, mientras Camila y yo soñábamos con tener la libertad de
largarnos de la ciudad sin tener que voltear la mirada nunca. Impulsados por
ese vino de nombre gringo, más de una vez nos habíamos dado en la jeta con los
parches de por ahí cerca de su casa, y por eso, porque las liebres se empezaban
a contar con los dedos de las manos, seguíamos navegando por sus aguas
sanguinolentas, celebrando nuestro amor bajo el chorro del cinco liebres, como
queriendo hacernos una limpia del mundo que nos tocó en suerte, de esta ciudad
en la que tuvimos que nacer, haciéndonos promesas que se desvanecieron sin que
nos diésemos cuenta.
Pensar
en el cinco liebres es, inevitablemente, pensar siempre en Camila, en el día en
que terminamos, en lo paila que fue toda esa semana, separarnos sin
tener la posibilidad de despedirnos, recordar cuando caminábamos por la ciudad
entera, cantando a todo pulmón las canciones de Pixies y Mudhoney, pensando que,
en efecto, si alguno de los dos se iba, el otro no podría hacer más que
morirse, así, irremediablemente, porque estábamos encadenados, porque habíamos
resistido la mezquindad de esta ciudad inmunda, tan llena de secretos,
habladurías, gente que se la pasa mirando cómo joder al otro, porque estamos
todos cerca a todos y la ciudad es una madriguera llena de liebres, de ratas,
de roedores, en todo caso, y somos muchos para poder vivir bien. Mierda. Uh! Is the sound/ that the mother makes
when the baby breaks. Porque estábamos encadenados, o creímos
estarlo, hasta que todo se fue al carajo, hasta que una discusión nos borró
para siempre y Camila no fue más que una mancha en la memoria, una mancha seca
de cinco liebres, de esas que pudren la tela y al final van dejando un vacío,
un hueco por donde se nos va la piel.
De
eso hace ya varios años, y mentiría si no dijera que en todo este tiempo no
traté de volver a ella. No a la ciudad; a Camila, al sonido de su voz, al
recuerdo de sus caricias desesperadas antes del amanecer, porque sus papás
podían llegar en cualquier momento, y lo último que esperaban era ver a un vago
enredado entre las piernas de su hija, mientras sus cabellos nos envolvían a
los dos, impidiéndonos la despedida. Cómo hubiese querido que llegaran, que la
echaran de la casa y poder tener la excusa ideal para largarnos de la ciudad,
para olvidarnos de ese sentimiento de asfixia al ver que los edificios se
tragan más y más el cielo, y dejar atrás la gente, las calles, las historias,
que se repiten, una y otra vez, hasta el hartazgo. Caminar con Camila por la
carretera, hacer autostop y dormir al abrigo de los árboles, decirle al
oído: I'll make you love me, ‘till the day you die/ gonna give you girl,
everything I got, y sin que nada nos faltara, recorrer con ella el mundo,
como siempre quise. Pero ella me decía que me fuera, entre besos, abrochándome
la ropa, con una sonrisa que disfrazaba de reproche. Vete para que podamos vernos una noche más, insistía, y sus
palabras eran dulces porque su boca olía a cinco liebres, porque mi cuerpo olía
a ella, al vino, a su piel, y los dos éramos un mismo ser, bañados en su olor.
Pienso
que por eso regreso a estas calles, a pesar de sus esquinas hediondas a orina,
de sus paredes llenas de publicidad de algún político, que al ganar las
elecciones se robó la plata de la ciudad y, sin embargo, le hicieron una
estatua. Regreso a la casa de Camila, aunque en la fachada diga: «Papelería Milenio», recordando las
madrugadas en que llegábamos borrachos, riéndonos de algún mal chiste,
amándonos bajo los aleros, mientras las botellas del cinco liebres tintineaban
en el bolso. Regreso porque caminar por la ciudad es abrirle la puerta al
recuerdo, permitir que Camila vuelva a mí y me atormente con la memoria de sus
besos; de su cabello, que olía a aceite de coco, a cigarrillo, a pasto recién
cortado, cuando amanecíamos en algún parque, abrazados, muriéndonos de frío.
Regreso porque quiero verla, de nuevo, bailando en la penumbra mientras
susurra apenas: Come on baby, now come with me, quitándose la camiseta
de Mudhoney que le traje de un festival, dejando que mis manos recorrieran un
par de senos que cobran forma ante mis caricias, mientras el vino iba
inundándonos poco a poco, hasta derramarse en forma de promesas, If you
don’t come/ you’ll die alone, promesas inconclusas, al fin, como botellas
rotas con las que uno puede quitarse la vida. Y sí, me es imposible no asociar
su recuerdo con esta ciudad, llena de melancolía y abandono, pues esta ciudad
es Camila, y caminar por sus calles es recordarla en cada bar, en cada esquina,
diciendo: Que ya no más, parce, que ya no más, mientras las lágrimas le
corren por la cara y yo camino detrás suyo, con el corazón herido por la rabia
y el dolor, pensando que todo es una puta mierda, que de todos modos I won’t
live long/ and I’m full of rot, pensando que para qué esta ciudad, para qué
las madrugadas ebrios de cinco liebres, con frío, esperando al amanecer,
riéndonos en la penumbra, haciendo planes que jamás vamos a cumplir, soñando
con una vida lejos de estas calles, de esta ciudad que huele a mierda, en la
que todas las cosas terminan demasiado pronto, como el vino, que se acaba sin
que nos demos cuenta, como la vida, que se nos va en un momento, en un frenesí,
como por afán.
Hace
años que regreso a la ciudad, al recuerdo del cinco liebres corriendo por la
sangre, a ese recuerdo de estar vivo, tener veinte años y soñar con un futuro
al lado de ella, a meternos en peleas estúpidas y amarnos más estúpidamente
aún, a soñarnos a diario y besarnos con el ansia loca de la juventud,
repitiendo: Touch me, I’m sick/ Fuck me, I´m sick. Todo eso es lo que me
mantiene aquí, todo eso es lo que me lleva a regresar, olvidando a veces que la
última vez que la vi estaba tomándose un cinco liebres en un parque, hablando
con una pelirroja, con la camisa de Mudhoney que alguna vez le regalé. Quisiera
ir y contarle que al final fueron más las liebres que los dedos de las manos,
que no fue que la dejara, que la olvidara para siempre como ella quizás creyó,
que I’m a creep, yeah/ I’m a jerk, y que sigo esperando encontrar mis
huesos para irme al fin, para dejar de pensar en ella, en nosotros, en su olor,
en todas las veces en que fuimos un único ser. Pero es en vano. Y, de todos
modos, si he de ser sincero, no quiero. Lo único que quiero es volver a verla,
estar con ella, embriagándome de vino barato, de su olor a aceite de coco y
cigarrillo, lluvia, césped, sudor y sangre. Porque el vino es la sangre de los
días, del tiempo que tuvimos, ese tiempo que nunca podré olvidar. Por eso
regreso aquí, una y otra vez, para buscarla desesperadamente del otro lado del
ocaso.
*John Gómez (Bucaramanga, 1988). Magíster en Filosofía y escritor. Director de la plataforma cultural Alter Vox Media y la Editorial Sátiro. Creador del «Certamen Nacional de Poesía Basura John Gómez». Perdedor en infinidad de concursos, premios y convocatorias literarias. Autor de los libros XIII (2019), Baladas Baladíes (2020), Poemas para lidiar con uno mismo de madrugada (2021), Máscaras (2021), Opus Diabolicum / El Evangelio de las Brujas (2022), Esto no es un libro de poemas (2022), Desaforismos (2023), La mala suerte (2024) y Morir, ese privilegio (2024). Poemas suyos han sido traducidos a varios idiomas. Ha hecho parte de un montón de festivales y ferias del libro, detesta las mafias alrededor de las instituciones culturales y sueña con la llegada del fin del mundo.
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