Hace diecinueve años me gradué como Bachiller
Técnico, en un colegio donde pasé 11 años de mi vida. En ese colegio, que me
enseñó a escribir en doble-línea, a dividir y multiplicar, a usar un
computador, a pintar carteleras para las exposiciones, a cantar el himno
nacional, recitar el juramento a la bandera y rezar el padrenuestro en
formación, también me cerraron a la posibilidad de conocer un mundo diverso,
vasto y, sobre todo, muy lejano a la realidad educativa de ese entonces.
Parte de lo que ocurre hoy en Colombia es debido
a ello, a la precariedad o el enfoque de
la educación pública. En el colegio no me enseñaron, por ejemplo, que a los
campesinos los desplazaban y asesinaban para quitarles sus tierras, y que el
Gobierno siempre ha sido juez y parte de estos hechos; pero sí me enseñaron que
La Ceja del Tambo (mi municipio) queda en el Oriente antioqueño, que limita con
Abejorral, El Retiro, El Carmen de Viboral, La Unión, Rionegro y Montebello y
que tiene un único Corregimiento: San José. No me enseñaron, en cambio, que en
varios de esos municipios, La Ceja entre ellos, se desarrollaba un conflicto
armado que se cobraba la vida de un montón de gente, campesinos en su mayoría,
señalados de colaborar con este, aquel y el otro.
En el colegio aprendí que los principales ríos
de Colombia son el Magdalena, El Cauca, El Atrato, El Amazonas y el Orinoco;
pero no me enseñaron que las aguas profundas del imponente Cauca fueron
convertidas en un gran cementerio fluvial donde las autodefensas arrojaron
cientos de cadáveres. Tampoco me enseñaron que hubo una época en que la gente
vivía del río, la pesca y la minería artesanal, que eran los ríos importantes
canales de comunicación del país, y que todo cambió con la llegada de la
minería a gran escala y la violencia incontenible por los territorios y los
recursos. Me enseñaron a diferenciar entre una montaña, una colina, una meseta,
un nevado y un volcán, pero no me enseñaron que la erupción de un volcán borró
del mapa a Armero, en una tragedia que se pudo haber evitado; así como tampoco
me enseñaron a entender los conflictos eternos que han existido por la tierra.
Me enseñaron a leer el evangelio cada domingo, a
marcar rimbombantemente el cuaderno de religión, y a obedecer sin reparo los
designios de la biblia, dios, la iglesia católica, y la profesora Beatriz. No
me enseñaron, en cambio, que en el mundo existen más de 4 mil doscientas
religiones, y una incontable, realmente indeterminada, cantidad de dioses…
tampoco me enseñaron que la santa inquisición persiguió, reprimió, condenó y
asesinó todo lo que se pareciera a ciencia, educación y otras formas de
pensamiento, y quemó libros y personas en hogueras infernales.
En el colegio no leímos a Germán Castro Caidedo,
ni a Juan José Hoyos, ni la obra de Gabo desde la perspectiva histórica.
Tampoco nos contaron que existía un libro llamada “El olvido que seremos” y que
habría sido un deleite literario para ese preciso momento de la vida, pues se
publicaba justo hace 19 años, cuando estábamos en el último grado de colegio, y
que nos habría conmovido y acercado a la realidad que necesitábamos y
necesitamos comprender. Pero sí leímos el resumen pirata de “El cantar del Mío
Cid”, la Constitución Política, La Biblia, ¿Quién se ha robado mi queso?, La
culpa es de la vaca, El caballero de la armadura oxidada, y algunas obras
colombianas que debíamos leer para luego exponer en público, más como un
resumen o informe de lectura oral, que como una conversación o debate que nos
ayudara a comprender y reflexionar sobre el ejercicio de lectura y el
contenido, principalmente. Rememoro, entre las opciones de lectura, La casa de
las dos palmas, La Vorágine, La Mansión del Araucaima, La Casa Grande, La
Rebelión de las Ratas y Cóndores no entierran todos los días. Sobre este último
recuerdo una anécdota que luego les contaré.
En el colegio me enseñaron sobre el
descubrimiento de América, sobre Cristóbal Colón y La Niña, La Pinta y La Santa
María. Sobre la independencia de Colombia, sobre los símbolos Patrios, la
antioqueñidad, los indígenas que “habitaron” (porque para nosotros, los
indígenas eran algo que le pertenecía a la prehistoria) estas tierras. Pero no
nos enseñaron sobre la guerra atroz entre liberales y conservadores, por qué y
cómo pasaba. No nos hablaron sobre los movimientos cívicos, sobre el paro del
77, la época oscura del narcotráfico en Colombia en los 80s y 90s, ni de este
mismo fenómeno y su relación entrañable con la política colombiana.
En el colegio aprendí a obedecer sin reparo, a
repetir, a hacer planas, a llenar cuadernos de información replicada de una
cartilla a un tablero, del tablero a los cuadernos, de los cuadernos al lóbulo
temporal del cerebro para el examen y, finalmente, después del examen, al bote
del olvido. Pero no me enseñaron algo tan elemental como respetar la
diferencia. Todos debíamos ser los mismos, y siempre había alguna ofensa o
insulto para quien fuera nerd, negro o negra, flaca, pecoso, gay, quien
profesara una religión diferente al catolicismo, para el peludo, el flaco, la
huérfana, el que la mamá vendía chance o empanadas, el dientón, la gorda. Mientras en clase de ética y
valores nos hablaban del respeto, de ese sofisma que “todos somos iguales”, se
reproducían conductas discriminatorias y arbitrarias, donde la última palabra
en ser escuchada era la del estudiante. Mi directora de grupo, en noveno, citó
a mis padres para decirles que a pesar de que mis notas eran excelentes y no
tenía queja alguna de mi comportamiento, había algo inaceptable: tenía el pelo
largo, y debía cortármelo. Mis padres accedieron. Si hubieran podido, mi
cabello habría sido exhibido: todo un trofeo para la profe, y un botín de
guerra justo para el Colegio, que enviaba un mensaje claro a los otros peludos
que de a poco germinaban con timidez en los demás grados. Había una preocupación
latente por impedir los asomos de pensamiento crítico, y por eso regía el
miedo, disfrazado con capa y máscara de “respeto y la autoridad”.
No me enseñaron sobre educación sexual, aunque
otros 10 estudiantes y yo tuvimos la posibilidad de hacer un cambalache: cuando
cursábamos 7mo grado, una caja de compensación ofreció un Programa de Educación
Sexual y Reproductiva llamado “Gestores”. Eligieron a algunos estudiantes y nos
propusieron hacer el proceso a cambio de las horas obligatorias de servicio social,
o alfabetización. Accedimos sin reparo, pues era librarnos con cuatro años de
anticipación de una responsabilidad ineludible. Ese programa, y la profesora
Doreley a quien recuerdo con muchísimo aprecio, una psicóloga muy joven,
divertida, con una chispa y una energía increíbles, y una naturalidad para
hablarnos sobre los temas que siempre nos eran prohibidos, fue una de esas
experiencias de mi época de colegio que marcó mi vida, mi adolescencia y muchas
formas de relacionarme con el mundo, además de entender muchas cosas sobre mi
cuerpo que, hasta ese momento, me producían pánico.
En el colegio me enseñaron, en clase de
artística, a dibujar cuadrados, círculos, triángulos, figuras de colores,
figuras con las figuras de colores; me enseñaron sobre “historia del arte” (de
la cartilla al tablero, del tablero al cuaderno, y ya saben lo demás…) teoría
del color y otras teorías que ya no recuerdo. Pero no me enseñaron sobre Débora
Arango y su obra, Alejandro Obregón, o Pedro Nel Gómez, tampoco sobre Ricardo Rendón
Bravo, sobre la caricatura y su fuerte contenido social y político, ni me
enseñaron, en ese colegio, que el arte es una de las más poderosas herramientas
para la construcción y la cohesión social, para la resistencia y la esperanza,
para la vida misma.
Y no quiero parecer desagradecido. Muchos
momentos y aprendizajes del colegio han formado lo que hoy soy y hago. Varias
profes de una dedicación y entrega admirables, la calidad humana de muchos de
mis profes de escuela y colegio, es lo que más recuerdo, pues poco sirve un
conocimiento sino no hay una intención de construcción e incluso de duda sobre
ese conocimiento, una grieta que permita dialogar con los estudiantes, como una
pequeña fisura que deja entrever un haz de luz que lo cambia todo, que ofrece
otra perspectiva. La primera profesora de mi vida, en Preescolar, 9 años más
tarde fue mi profesora de español y literatura. Ella fue una de esas personas
que marcaron mi vida para que siguiera entre páginas de libros, historias y
letras.
Si es cierta esa frase cliché de que “quien no
conoce su historia está condenado a repetirla”, se preguntarán por qué seguimos
repitiéndola si “sabemos” que han sido tantas décadas en marchas, paros,
manifestaciones. Yo creo que la educación tiene la respuesta. Los medios de
comunicación también, pero ese es tema para otro escrito.
Entonces, si no queremos repetir esta historia
de hoy, que es la misma desde hace muchísimas décadas, conozcámosla, pero en
serio. El poder del docente reside en esa posibilidad de cambiar la historia. Y
no una, sino muchas. Además de las familias, son los docentes quienes marcan la
vida de sus estudiantes, son quienes les inspiran a saber, a entender, a
cuestionar (sobre todo a eso, a dudar y cuestionar) y a ser, en su integridad, o quienes cierran las puertas a un horizonte
de conocimientos y al entendimiento del mundo. Los docentes hoy, y siempre, han
tenido el poder de cambiar la historia.
Así como la primera, otra frase cliché de
película sería “Todo poder conlleva una gran responsabilidad”. Pero sin el
melodrama hollywoodense, el rol de los docentes también es y debe ser político,
porque realidades como la actual deben suscitar muchos cuestionamientos en los
estudiantes, la pregunta es ¿están preparados los docentes para responder a esos
interrogantes? o ¿es mejor darle la espalda al problema, y defender la idea
ilógica de que los salones de clase no son espacios de discusión de esos temas?
Yo, en lugar de alguna respuesta, estoy lleno de dudas. Y cada vez que logro responderme alguna, me surgen otras tres, pero voy formando el entramado complejo de la realidad, leyendo otros libros, buscando otros referentes, explorando el mundo que, hace diecinueve años, no sabía que existía, el que se veía tan extraño, ajeno y lejano, allá, cuando estaba todavía en el colegio.
*Eisen Hawer López Chica (La Ceja, 1990). Es comunicador social-periodista egresado de la Universidad de Antioquia en el año 2012. También es escritor, lector, activista literario, miembro fundador y actual director general de la Revista Kronópolis, con la que recibió la Mención de Honor en los Premios CIPA a la excelencia periodística en la categoría “Periodismo comunitario” en los años 2020 y 2021. Publicó el libro de relatos Acto de contrición y otros cuentos (Sílaba Editores, 2021), con el que ganó la Convocatoria de Estímulos 2021 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia. Todos mis muertos, su segundo libro, también fue ganador de la misma beca en el año 2024.