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miércoles, 29 de noviembre de 2023

"El río que matamos" poemas de Carlos Manuel Villalobos

La congoja
 
A mediados de noviembre algún dios borracho vomitaba el cielo.
Lo recuerdo bien porque los perros se convertían en pozas de agua
y el río
atragantado de lluvia
corría a guarecerse en la cocina de mi abuela.
 
Se nos mojaba el hambre
y el agua de lavar el miedo.
 
Un ratón a punto de morir era el sol de aquellos días.
Entraba por las rendijas
y pedía
casi a oscuras
un poco de alcanfor para sus huesos.
 
Las ánimas benditas del Santo Purgatorio
oían por las noches nuestros ruegos
y a pesar de los barriales
venían a calentar el humo y la ceniza
pero la santa voluntad de Dios es así
dice abuela
y nadie seca
sin su mano
la humedad de la pobreza.


El arado
 
El río es un arado.
Lo sé porque draga cicatrices a lo largo de su paso.
Lo sé porque deja estrías en la cara del viento
y zanjas en la voz de cada lunes.
 
El río ara con sus cascos la orilla de su nombre.
Es ahí donde mi padre siembra las semillas de la lluvia.
Es ahí donde los bueyes escriben silabarios con los hierros de la historia.
 
El río hunde su silencio en el pecho de la tierra.
Deja grietas en mi mano cuando paso a saludarlo.
 
En el fondo
 igual que el río
todos somos un arado.
Cada cual ara en el fuego un camino para salir ileso. 
Cada cual hunde su verdad a la orilla de los otros.
 
La muerte por ejemplo es un arado.
Cava silencios en los huesos de la noche.
 
El tiempo desde luego es un arado.
Deja arrugas en la piel de los relojes. 
 
Cada pie que arrastra su deseo por la calle es un arado.
Cada boca que escarba la piedad en otra boca
también es un arado.
 
 
Un dios que no entendía el cerrojo de las puertas
 
Yo también hice saurios y planetas en un jardín de lodo.
Tallé embriones de bestias que amansé con la palabra.
Forjé huesos para duendes y labios para el fuego.
 
Yo también fui un pequeño dios
pero no uno de esos que a los siete días descansa y eso es todo.    
 
Le puse ojos a las piedras para que vieran mis manos sucias.
Le tallé orejas a los árboles para que escucharan el silencio.
 
Inventé narices para que el aire entienda el olor de la tristeza. 
Dibujé muecas para un pájaro que no aprendió sus alas.
Hice trenes con sed para que obligarlos a venir al río.
 
Los peces si yo quería eran monos o avionetas de combate.
Los tigres si yo quería eran ángeles o el hijo de la Llorona.
 
Las ranas eran al mismo tiempo ovejas o novias de piratas
y cualquier piedra era iglesia
un castillo o el monte más alto del infierno.
 
Fui un creador que pobló de nombres el alma de mil criaturas
un mesías al que un día castigó la madre porque no llegó temprano a casa.
Sí.
Fui un dios que lloraba de vez en cuando debajo de una mesa,
un dios que no entendía el cerrojo de las puertas.
 
 
El río que matamos
 
Se oía como el llanto de un trueno.
Llegamos a pensar que tal vez era el alma en pena de un volcán con ira.
Pronto supimos que un lagarto de hambre le había roto la garganta al río.
 
Corrimos con vendas de urgencia a coserle los ronquidos.
Pero no hubo forma de atajar el murmullo
y menos los rumores del agua ya sin aire.
 
Tenía la cola alicaída como un árbol cuando pierde el equilibrio.
Alguien dijo que lo mejor era matarlo de un balazo.
No había caso que sufriera más.
 
Lo amarramos del hocico y a rastras lo llevamos a un barranco. 
Sonó el balazo.
Se oyó el resuello.
 
El río cayó sin habla a la orilla de su cuerpo.
Ni una gota de sí quedó en el aire que dolía.
Ahora el resoplo que se oye es un insecto,
un animal de monte que tal vez escapó con vida
o quizá esto que desagua la tristeza es un fantasma
un río sonámbulo
que va de pueblo en pueblo
sin saber que lo matamos.
 
 
Lo que sangran estas minas
 
 
Es la angustia lo que sangran estas minas.
 
Son los ojos del odio lo que brilla
en cada piedra.
 
No hay lámpara que alumbre
un dios
            en el fondo de los cerros.
 
Aquí jadean las manos del miedo.
Aquí se pudre el día como otro niño
que no aprendió a decir el nombre de sus padres.
 
Las naves que salen de Perú
no llevan pedazos de sol para los reyes.
 
No.
 
Lo que empuja el viento hacia Castilla
es un barco de tristeza.
 
Lo que lleva el mar en sus bodegas
es una fosa común
 
toneladas de oro
para hacerle un altar
a la miseria.
 
 
*Carlos Manuel Villalobos, Costa Rica, 1968. Es Premio Internacional de Novela Corta “Diario Jaén” (España); Premio Internacional de poesía “Vicente Rodríguez Nietzche” (Puerto Rico); Premio internacional de poesía Dolors Alberola (España) Finalista del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador (España), Finalista del Premio XXVI de novela Ciudad de Salamanca. Premio UNA-Palabra en el género cuento (Costa Rica); Premio Brunca de la Universidad Nacional de Costa Rica. Publicaciones literarias Poesía: Un río sonámbulo, Cambio de Dios, Fosario, Altares de ceniza, El cantar de los oficios, Trances de la herida, Insectidumbres, El primer tren que pase, Ceremonias desde la lluvia y Los trayectos y la sangre. Cuento: Curación de la locura y Tribulaciones. Novela: El libro de los gozos. Ensayo: Los extremos de la imaginación y El ritual de los Atriles. Es doctor en Literatura Centroamericana, máster en Literatura Latinoamericana y licenciado en Periodismo. Se desempeña como docente en la Universidad de Costa Rica.

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