Ver una entrada al azar

viernes, 27 de mayo de 2011

"Aquí y ahora" ensayo de Mario Mendoza

Tomado de: Proyecto Frankenstein - Mario Mendoza




Es difícil imaginarnos una declaración de amor a una ciudad. Y en tal caso podríamos creer que se trata de París, Nueva York o Barcelona, ciudades preciosas, sin duda, encantadoras y con motivos más que suficientes para enamorarse de ellas. Pero el asunto se complica cuando uno tiene que confesar un amor por una ciudad como Bogotá, pobre, fría, sin mar, déspota, y, para empeorar las cosas, con fama de violenta. Es como estar enamorado de una cabaretera vulgar con una vida inconfesable.
Ése es mi caso. Cuando buena parte de mi generación se sorprendió con la Dublín de Joyce, con la París de Balzac o de Proust, o con la Nueva York de Dos Passos o de Auster, yo ya estaba enamorado de las casetas de discos y de libros de segunda de la Diecinueve, de las calles coloniales de La Candelaria, de los callejones oscuros de Usaquén, de las peregrinaciones todos los lunes a la tumba de Leonardo Kopp, de los desfiles gay que iban por la Avenida Caracas hasta el Cementerio Central en medio de grabadoras a todo volumen con canciones de Piero o de Sandro. Y entonces, cuando hablaban de viajar o de vivir en otra parte, yo me quedaba callado y no me atrevía a confesar que estaba enamorado de una fea, de una desprestigiada, de una violenta, de una de dudosa reputación.
Una ciudad como ésta no es para todo el mundo. Aquí estamos siempre en pie de guerra. Éste es un lugar para soldados, para gente entrenada en el combate cuerpo a cuerpo. Aquí el que no conoce de estrategias y de artimañas tarde o temprano es derrotado, se retira o sale corriendo hacia el exilio.
Con el paso de los años he venido confirmando una intuición que tuve desde muy joven, cuando me enamoré de este lugar: que si uno quería mirar hacia adelante, anticiparse, echar un vistazo desde la vanguardia, no había que viajar al Primer Mundo para ello, pues esas ciudades eran en realidad la retaguardia. Yo nunca creí que para ser escritor era necesario vivir en París, en Nueva York o en Barcelona. No. Lo que había que hacer era adentrarse aún más en el Tercer Mundo, ahondar en él, descifrarlo. Creemos, en un esquema que nos viene del progreso decimonónico, que nosotros, como países subdesarrollados, estamos atrasados. Es un error de óptica que nos viene de la técnica: alumbrado público, máquinas a vapor, aviones, computadores. Pero no, el esquema es caótico y por eso todo se da la vuelta.
Desde una lógica de la entropía, el mundo no está avanzando ni mejorando, sino aniquilándose, destruyéndose, haciéndose pedazos. Por primera vez hemos pasado la cifra de mil millones de personas con hambre, el cambio climático está generando huracanes y tsunamis, las guerras proliferan, las pandemias crecen a velocidades alarmantes, África es una llaga gimiente que cuestiona toda nuestra civilización, las otras especies están siendo diezmadas por nuestra mano asesina, la contaminación ensucia ya cualquier rincón del planeta (y en este punto no son los países subdesarrollados una amenaza, sino las principales potencias) y, como si esto fuera poco, en el 2008, desde su centro en Wall Street, el capitalismo ha dado un paso significativo: dejó de ser salvaje para convertirse en depredador.
Desde este punto de vista, el Tercer Mundo es la vanguardia, somos el futuro. No vamos hacia allá, hacia la Declaración de los Derechos Humanos, la Democracia, la Igualdad y la Solidaridad. Ellos vienen hacia acá. Seis mil autos quemados en las afueras de París, obreros echados a patadas de sus empresas en todos los países desarrollados, millones de inmigrantes recorriendo las calles en busca de un mendrugo de pan, miles de millones de dólares del erario (es decir, de los contribuyentes) entregados a los bancos y a las grandes compañías automotrices de Estados Unidos para hacer de las suyas: todo nos indica que ese Primer Mundo, tan admirado en el pasado, ha empezado un proceso de desmoronamiento que lo hará asemejarse, cada vez más, a su pariente pobre y maloliente: el Tercer Mundo.
Siempre me ha gustado estar aquí porque me siento en la proa del barco oteando el horizonte, un horizonte apocalíptico. Estar en Bogotá, en Calcuta, en Río de Janeiro, en Bangkok o en Ciudad de México, es un privilegio. Nuestro deterioro, al menos, es explícito. El del Primer Mundo es soterrado, ocultado, no aceptado, y precisamente por eso mismo es más demoledor. Y me alegra confirmar que esta intuición que tuve a los veinte años de edad fue correcta. Me quedé al lado de una frenética, de una indecente de mal gusto, y gracias a ello pude construir una obra literaria que fuera un testimonio honesto del lugar y de la hora en los que me tocó vivir.
Finalmente, quiero hacer una confesión: lo más difícil para mí, tanto en mi vida de escritor como de profesor o de conferencista ocasional, ha sido luchar en contra de una imagen que me persigue desde hace ya varios años: retirarme de todo, vivir lejos, en una isla o entre salvajes, sin afeitarme, descalzo, con unas bermudas y una camiseta rota, al margen de una sociedad que siempre he percibido como peligrosamente hipócrita y despiadada. Es decir que, si en lo más profundo de mi inconsciente yo escucho ese llamado desde hace tiempo, ir en la dirección contraria (dictar conferencias, escribir, publicar) me cuesta un trabajo enorme. Supongo que algún día tendré que irme, desaparecerme y cumplir con ese desafío que una voz desconocida me viene proponiendo desde hace años. Mientras tanto, cada palabra que escribo y publico es un enfrentamiento, una lucha constante en contra de ese salvaje que vive dentro de mí y para el cual una vida letrada y culta es un motivo de risa.

(Prólogo a La Locura de Nuestro Tiempo)

1 comentario:

  1. ah excelente articulo. medellin tambien es una puta, de las peores, que bueno seria vivir en una ciudad que fuera como una campesinita inocente.
    Muchachos me alegra ver que el blog esta al dia...

    ResponderEliminar