Mnemosyne
“Memorias de la Literatura: lapsus y destrucciones”
9ª Edición
2019
@"Reina Cósmica" - Camila Ríos |
PRÓLOGO
Elian Luka
(Colombia)
LA MEMORIA DE LAS COSAS FÚTILES
Todos estamos bajo el efecto del desgaste, lo más sólido se va desvaneciendo y la vida no permite la quietud pétrea donde se fosilizan las memorias. Hay una permanente corrosión, una destrucción continua, como ya lo advertía Aldo Pellegrini, en una estética de la destrucción, “Más profundas, más extensas que las de la construcción, son las leyes de la destrucción. Pero destrucción y construcción son mecanismos asociados. Nada se puede construir sin una etapa previa de destrucción” nos comunicaba en su libro Para Contribuir a la Confusión General. Las ruinas, que tanto embelesaron al romanticismo, esas construcciones derruidas que evocaban el pasado, son una nostalgia en el tiempo, una belleza carcomida, que el investigador toma como unos vestigios de una época posterior, lo ya vivido. Más nadie ha retornado a esos lugares vivificados con una experiencia directa, entre el asombro y un enfrentamiento a otras costumbres y a otros contenidos. Todo son aproximaciones, deleites de poetas, argumentos de filósofos, observaciones de historiadores. Algo patético nos aproxima la senectud, son los días y los momentos de exaltación, las pasiones, los trabajos, los amores, los esfuerzos, los olvidos y también los recuerdos que nos van dejando cicatrices y abandonos. En ese sentido todo es un permanente desgaste, un siempre olvido, que se cruza con la muerte y el recuerdo.
La idea es aproximarnos a un valor que siempre nos ha parecido nimio y carente de sentido, o al menos de valor, pues está excluido de las connotaciones a grandes objetos, libres de homenajes, sin una historia de personajes ni batallas, el valor de las cosas fútiles. Hay una estética de lo sencillo y de lo simple, una presencia que nos habla desde la sombra y el olvido, en cada objeto se afinca un ser invisible, pura magia cotidiana expresada en el símbolo encarnado en la presencia del objeto que “habla”. Esos trastos oxidados, tarros vacíos, ollas inservibles pero vivas en los anaqueles de un escaparate entre el polvo y una nostalgia de tierra y de canciones, están allí, en esas casas donde cada ser está convertido en una galería de necedades, que sólo cobran valor cuando son evocadas y trasferidas al presente, tan sólo bajo el hechizo de alguien que las nombre, las toca y las realiza en una renovada esperanza salida del olvido.
Tal vez la poesía logra esa fuerza, eso no equivale a pensar que la poesía viva del pasado, pero se alimenta de esos fragmentos, de esas esquirlas, las transforma y las destruye en el sentido que lo fútil, lo innecesario, lo innombrado, retorna diferente. Es más un territorio recobrado entre lo onírico y la belleza de los seres que logran hablar con el pasado sin caer en bucólicas nostalgias, ni en pretéritos donde todavía escurre la frase “ todo tiempo pasado fue mejor”, cosa tonta, que no ubica el objeto en lo anímico, en lo íntimo y lo desaloja de sus connotaciones con lo vivido. Como decir que todo tiempo pasado fue mejor, ante una daga manchada de sangre, una espada o un fusil, una cama de tortuosas peregrinaciones con la carne, un misal o un potro de tormento. Son presencias, una imagen que está gritándonos su estado fantasmal en nuestros rostros.
Hay una belleza de lo simple, esa sencilla aparición de lo poético en cosas nimias que el ojo del poeta convierte en asombros, como decía Luis Tejada, uno puede hacer la poesía en la insólita aparición de una zanahoria en un tejado, o la famosa máquina de coser y una sombrilla sobre una mesa de disección, de nuestro querido Lautréamont, todo ese arte de mirar en lo más simple, y a la vez en los más profundo de las cosas. Existe una poética de los elementos nimios, el asombro donde nadie se lo espera. En ese proceso de destrucción-construcción, se hacen visibles nuestros ancestros y también nuestros deseos, ese ejercicio de mirar para poder hacer el “ver” una condición creadora.
No estamos solos, nos acompañan los objetos diarios, esa foto en sepia que dejó de ser persona para convertirse en un ser que retorna en su fantasmagórica realidad de un tiempo renovado en visiones del presente. Amuletos, códigos de representaciones, alfabetos de historias recobradas, algo que está en la simple estancia de nuestros siglos de imaginarios escrutando nuestras vidas. Todo habla, el asunto está en sabernos escuchar. Lo que no ha sido nombrado no es que no exista, no lo hemos visto, al volver a mirar nos damos cuenta, que hemos dejado atrás y que nos promete otra dimensión de lo vivido, las mismas vidas de antepasados son un lenguaje vívido de nuestras penurias presentes y de nuestros amores futuros.
Existe una torpe relación con el pasado, el falso recordaréis, la quimérica noción de devolvernos, ya no es posible, todo se va, todo es efímero. Un buen historiador en ese sentido es un poeta, que nos presenta lo de ayer como si quisiera ver futuros en cada episodio de un relato que se abre siempre nuevo a la luz de nuevos objetos y objetivos encontrados. La vida es poesía en grado superlativo de conversaciones suspendidas, es una larga espera para encontrar el poema nunca escrito, el que nos saca de ese errar entre errores de aciertos, una comunicación permanente con todos los ancestros.
Habitamos la innombrable sensación que aún no hemos hablado, que poco se ha dicho de la memoria viva a nuestro lado. Hemos hablado sobre la añoranza, pero poco del tiempo recobrado, de esa selva de presentes enmarañada en silencios y abandonos. Toca volver a que las cosas hablen, que nos digan sus sueños temporales y sus misterios legendarios, que nos den tregua para volver a mirarlos sin los ojos de la aprensión y del oprobio. Dejarlos libres, para que su condición vuelva a resurgir entre nosotros.
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