Tirada
en la arena, era impotente ante la fuerza y el peso de un animal negro al que
antes me entregué por voluntad.
Demandaba
tenacidad al vulgar reservorio de la mente, mientras mi cuerpo se obligaba a no
oponer resistencia y trataba con poco resultado de ignorar cuan inmunda me
sentía en el preciso instante. La arena rojiza que se adhería a mi espalda, se
fundía más adelante con las aguas turbias que acariciaban la ribera. Finalmente,
el monstruo se sació y se levantó; entonces, el hastío que saturaba sus
pupilas, dejó en claro que mi vida ya no tenía ningún valor para él. Le
supliqué regresar a la aldea, juré defender a costa de la mentira, su
reputación ante los demás; prometí que nadie se enteraría nunca de nada. Le
aseguré que sería libre de tomar lo que quisiera, de mí o de alguien más. No me
importaba, era una cobarde.
No
me explicaba como terminé sumida en aquella desgracia: entregando mi vida al
hombre (más bien bestia) que me arrastraba desde la arena, hasta meterme en una
vieja canoa flotante, varada a la orilla del gran rio; pero allí estaba,
totalmente sometida. Sabía que no habría escape. La expresión de asco que retorcía
su rostro, me decía lo que su repulsiva boca callaba: yo ya no era más que un
estorbo. Me aborrecía y como fuera, yo tampoco tenía más para ofrecerle que ese
último momento de vicio que me arrebató con violencia como tantas otras veces.
Se
hacía tarde. Para mí ya lo era.
En
un punto del rio, soltó el remo. Se incorporó en la canoa y con evidente
determinación, vino sobre mí. ¿Qué se proponía? Sólo una cosa podía haberle
conducido a aislarnos en la turbiedad de la corriente. Mientras se acercaba,
rogué por piedad una última vez; desesperadamente, aunque sin poder hablar por
causa del llanto frenético, el predigo dolor en mi garganta y el terror que se
implantaba en mis huesos. En vano intenté tocarlo buscando un ápice de
compasión. Mi fin era inalterable: el agua sería mi tumba, allí en ese lugar
cualquiera, sin testigos ni oposición alguna. El odio indescriptible que
brotaba de sus ojos, se extendió por sus brazos férreos hasta concentrarse en las
manos que sujetaron mi cuello, me arrastraron fuera de la canoa y me hundieron
en el agua. La muerte empezó a tragarme poco a poco.
Débil
y horrorizada, vencida… sentí el agua quemar mi garganta. La tortura parecía
eterna. Aquella sofocante sensación, que durante tanto tiempo me produjo
pánico, se convertía ahora en la más horrenda realidad, escapando a toda
palabra e inevitablemente daba fin a mi patética vida. O eso creí.
De
repente me inundó este recóndito pensamiento…
Este
intenso deseo que conscientemente no había erradicado… como intentando
seducirme, como intentado dominarme y mientras mi cuerpo se apagaba, en esos
últimos instantes de agonía, casi de forma instintiva… tomé la decisión
trascendental:
—
“Hazlo ahora”
—No
puedo ¡No quiero serlo!
-—¡Ya!
—“¡No
quiero ser bruja! ¡No quiero ser bruja!”
Era
necesario. Esa parte de mí no aceptaría perecer. No allí, no en ese momento ni
de esa manera. Entonces, antes del último trago ardiente, la cobardía se
disfrazó y yo cedí al horror.
Abrí
mis ojos. Tomé un gran sorbo de agua que, como un primer aliento, llenó mis
pulmones por completo. Pude respirar el líquido con tal placer… e
inmediatamente reconocí en mí, la fuerza que había invocado.
Desde
mi inmersión pude presumir la falsa convicción del asesino y para mi sorpresa,
noto que sus manos en lugar de soltarme para que la gravedad me eclipsara en el
lecho del rio, halan mi cuerpo para devolverme a la canoa. Tomo la decisión de
fingir para él y lo dejo llevarme de vuelta a la orilla.
Sin
entender el propósito de aquellos actos aleatorios (mas ciertamente sin querer hacerlo),
me dejé arrastrar nuevamente por la arena hasta el viejo punto donde todo
empezó. Arrojó entonces mi cuerpo al suelo, como quien lamenta haber tocado una
peste y caminó algunos pasos, alejándose del agua y de mí. No lo pensé
demasiado: me levanté resuelta, reconstruida por aquella fuerza que, aunque
repudiable, me había salvado de esta muerte, estableciendo ahora una infausta
deuda.
Al
sentir movimiento tras de sí, el fracasado asesino se volvió hacia la mujer que
creyó aniquilar y su cara aterrorizada desplegaba más odio que antes, aunque no
sorpresa del todo. Levantó con torpeza un arma del suelo…
Un
disparo.
Falló.
Lo
miré con avidez. Una sonrisa desfiguraba mi rostro al expandirse hasta los
lóbulos de mis orejas que a su vez se hundían entre el cráneo. Mi persona se
hacía más grande. Entiéndanme: extendí mis brazos, aspiré profundamente y mi
cuerpo se transfiguró. Negras plumas comenzaron a brotar de mi oscura piel,
cubriéndome por completo mientras un largo pico azabache surgía desde mis
labios y nariz.
Aquel
“animal” que antes dominara a la débil mujer, era ahora una pequeña hormiga
miserable, una insignificante presa para las terribles garras que ahora
soportaban mi peso.
Ahora
yo era la bestia.
La
enorme ave negra se elevó en el aire batiendo sus inmensas alas de cuervo.
Se
escucharon estruendosas carcajadas que resonaron entre el río y las montañas.
Inmediatamente, la arpía se abalanzó sobre el cobarde, arrancándole la
miserable vida que antes pretendiera usar para quitar la de ella. Luego,
dirigiéndose a la espesura del monte, se internó entre los árboles y se perdió
en su maldición.
*Leidy Nataly
Tami Rozo. Artista
empírica. Dibujante por naturaleza y escritora por vocación. Bumanguesa de
espíritu reservado y alma inquieta; apasionada por la naturaleza y las
tradiciones campesinas de la región. Crecí en el campo y el campo se quedó en
mi corazón de forma permanente. Escribo poesía desde hace cuatro años, gracias
a la maternidad que me conectó con nuevas formas de expresar el amor y el arte.
Diseñadora de moda de profesión, nunca he limitado mis talentos a una sola
etiqueta y busco constantemente el espacio propicio para florecer de forma
integral en la escritura y la oralidad. Actualmente me encuentro escribiendo un
poemario y espero, este año poder publicar mi primer obra terminada de cuento.