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miércoles, 10 de septiembre de 2025

"El viejo" relato de Miguel González Troncoso



            Teófilo Buenaventura esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle, se dirigía al almacén de don Mario distante a dos cuadras de su casa, en la esquina de calle Latadía con Américo Vespucio. Hacía como veinte minutos que su nuera, Lucrecia, le había pedido que fuera a comprar el pan advirtiéndole de no perder el dinero, un billete de dos mil pesos que le introdujo bien doblado en el bolsillo de su americana.

            En cuanto entró al almacén, don Mario le tiró la talla: 

            —¿Y ahora, a qué lo mandaron don Teo?…

            —No, don Mario, la verdad es que no tenía nada que hacer en casa y me ofrecí para venir a comprar el pan —contestó mientras sacaba pan de un canasto que iba poniendo en una bolsa de papel—. Al hacerlo, recordaba que la última vez que había salido a comprar pan fue cuando aún trabajaba y en la oficina celebraron el día del funcionario postal. En esa ocasión, en la oficina se había realizado un coctel —donde él aportó con los canapés— y había sido premiado como el funcionario más antiguo. Había trabajado durante cuarenta y dos años y llegó a ser jefe de correos. En la oficina lo querían y respetaban, pues había sido un verdadero líder… «Pero eso fue hace tanto tiempo», se dijo, y se dispuso a pagar la compra. Para regresar a su casa, Teófilo eligió el camino más largo, no tenía prisa y, como otras veces, se ensimismaba dejando que los recuerdos se agolparan en su mente. Le gustaba ver las imágenes de su pasado, sobre todo esas en las que ve al menor de sus tres hijos, Fernando Alejandro, en la ceremonia de titulación al término de sus estudios universitarios y al que guarda cierta consideración, ya que lo acompañó durante unos meses después del funeral de su mujer, Elizabeth. Teófilo aprendió a sobrellevar la muerte de su mujer lentamente, al principio creyó que la solución para su soledad era morir, pero se dijo que no deseaba ocasionar problemas a nadie, se sobrepuso, y después de jubilarse se dedicó a su gran pasión: la lectura. Y como además era licenciado en filosofía, escribía algunos ensayos relacionados con el sentido de la vida y del ser, escritos que de vez en cuando veía publicados en el matutino semanal. Curiosamente, de sus otros dos hijos, Humberto y Nicolás, tiene recuerdos borrosos, cree que se debe a que viven fuera del país y que dejaron de escribir hace como unos quince años. Tampoco estuvieron presentes en el funeral de su madre. 

            A sus ochenta años Teófilo goza de buena salud, sólo su hipermetropía lo obliga a usar lentes todo el tiempo, pero él se siente vigoroso, por lo menos así lo dice su cuerpo cada quince días, tiempo en que llega doña Julieta a realizar el aseo y orden de la casa, mujer buenamoza, cuarentona y dicharachera, y que siempre cuando entra a limpiar la pieza, permite que Teófilo le mire las piernas a su regalado gusto. Pero todo comenzó a cambiar desde hacía cinco años, cuando Fernando Alejandro junto con su mujer Lucrecia y sus dos hijos, Alberto y Leonardo, se vinieron a vivir con él. Al principio Teófilo se sintió feliz, íntimamente se sentía orgulloso de su hijo abogado, sólo que éste, que había empezado a alzar la voz innecesariamente en algunas ocasiones, ahora se había acostumbrado a gritarle por cualquier cosa: «¡viejo de mierda!», y además le había prohibido regalonear mucho a los niños: «¡No quiero que sean unos abuelados!» —le dijo—, aunque eran estos los que secretamente iban a su pieza y le pedían que les leyera algún cuento o que les contara alguna anécdota en las que siempre había héroes y villanos.

            Un tiempo después, y como para hacerle un favor, lo llevó a la notaría donde hizo que firmara una carta poder. Desde ese día no fue necesario que saliera a “perder el tiempo”; Fernando Alejandro se encargaría de cobrarle su jubilación, la que nunca más vio en sus manos. Éste de vez en cuando le entregaba diez mil pesos para que se comprara una coca cola, la bebida que más le gustaba, algún chocolate y el diario. La cosa se puso peor —recordaba Teófilo—, cuando Fernando Alejandro le dijo que trasladara sus cosas a la pieza de huéspedes que estaba en la pequeña construcción, al final del patio. Pese a sus protestas, terminó convencido de que su habitación era la de más espacio, y que era perfecta para un matrimonio.

            «¡Total, yo estoy solo!», pensó.

            No pudo trasladar su biblioteca, sus amados libros, cuya lectura lo transportaba a bellos y enigmáticos lugares, a otras situaciones donde siempre se encontraba buscando afanosamente el sentido de todo. Lucrecia había tomado los doscientos textos, los había metido a su auto y los había vendido en la “librería de viejo”, de calle San Diego. 

            Teófilo nunca supo el dinero que le habían dado a Lucrecia, ni lo que habían pagado por la “joyita”, aquel poemario que estaba dedicado y firmado por Neruda. Este percance lo había llevado a la gran discusión, y a romperse la cabeza cuando Fernando Alejandro, furioso, lo había empujado haciendo que se golpeara en el canto de la puerta. Ese mismo día, llamó a Carabineros quienes cursaron el parte por violencia al Juzgado de Familia, pero nunca lo citaron. En una ocasión contestando el teléfono, creyó escuchar que eran del tribunal, pero su nuera le había arrebatado el fono de las manos. Desde entonces ya no se atreve a contestar cuando alguien llama.

            Hoy temprano sus nietos Alberto y Leonardo tocaron a la puerta de su habitación y él con cierto temor los dejó entrar. Los niños lo abrazaron y llorando le dijeron palabras de despedida para luego salir corriendo y antes de entrar a la casa le gritaron: “¡te queremos tata Teo!” …, justo cuando apareció Fernando, quien atravesó el pequeño patio hasta la pieza de huéspedes y le pidió a su padre que cogiera su abrigo y lo siguiera.

            El auto comenzó su marcha muy despacio. 

            Como no había dejado de llover, el pavimento estaba resbaladizo. Teófilo fue ubicado en el asiento de atrás, al lado de la ventana, lo que le permitía ver las calles de su barrio, tal vez por última vez. Fernando y su mujer iban en silencio y no lo han querido mirar desde que lo metieron al vehículo. No le dijeron el lugar al cual se dirigen, pero Teófilo cree saberlo.

            Cuando llegaron a destino, Fernando lo tomó del brazo y lo condujo rápidamente a la casona. Teófilo sólo alcanzó a fijarse en el letrero de madera de la entrada en el que está escrito: “Años Dorados”. 

            En una especie de recibidor, Fernando y Lucrecia conversan con la encargada. Teófilo está sentado en el sillón donde le dijeron que debe esperar unos minutos. Ha tratado de decir algo, pero no ha sido escuchado. De pronto, una mujer de uniforme blanco lo tomó de la mano y lo llevó por un largo pasillo. En el trayecto Teófilo se detuvo y miró hacia atrás para despedirse de su hijo, pero éste ya iba saliendo del lugar junto a su mujer. 

            Se han ido sin despedirse —pensó—, y reanudó sus pasos. 

            Se detuvieron ante una puerta y la mujer le dijo: “Ya, don Teo, ésta será su habitación por todo el tiempo que esté con nosotros”. Lo hizo entrar y cerrando la puerta se retiró haciendo sonar sus pasos en el piso de madera. Después de unos minutos, que parecieron toda una eternidad, Teófilo trató de ordenar sus pensamientos… «¿Cómo me pudo pasar esto?», se preguntó. «¡A mí!, ¡que me siento más vivo que nunca y que estoy sano! ¡Que siempre he tratado de no hacer mal a nadie!… Tal vez es el pago a lo que he sembrado» —reflexionó—.

            Teófilo estaba sentado al borde de la cama, solo. En sus manos sujetaba como si fueran un tesoro sus dos libros favoritos: El Castillo y Crónicas Marcianas, los que había logrado salvar del despojo de su querida biblioteca. Al poco rato, y como quien ha tomado una gran decisión, se puso de pie y comenzó a citar en voz baja las frases del último libro que había leído:

“Más yo sigo caminando solo, como Adán Stein, a través de caminos de tormentos, y, como él, he adquirido una sepultura en mi corazón, y camino hacía allí con paso firme” *…

* El hombre perro de Yoram Kaniuk.


*Miguel González Troncoso, Santiago, Chile, de profesión Orientador Familiar y Mediador. Sus obras publicadas son: “Relatos y cuentos breves”, “Helga de Berlín y otros relatos”, “Cuentos y Relatos”, “El Viaje”,” Los Navegantes”. Sus cuentos y relatos han sido publicados en Suecia, en el Semanario “Liberación”, en algunas Antologías y diversas revistas literarias.

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