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lunes, 16 de junio de 2025

"Tiempos Olvidados en Tokio: Oda a Katsumoto" poemas de Yohei Moriya Miyakawa


Tiempos Olvidados en Tokio: Oda a Katsumoto 

El saludo se presenta, transcurridos dos mil años. 
Tú también, fuiste amante de una geisha nocturna. 
Un vínculo compartido. En lo demás, 
Tokio se despliega a tu alrededor. Luces, trenes, 
la multitud con palillos en callejones llenos de neón, 
y los templos. Yo, un viajero errante, 
envío un saludo a tu estatua jizō polvorienta 
en un rincón solitario del museo. Ah, Katsumoto, aquí no llegas ni a los treinta años. Desde tu rostro 
irradia la determinación de quien controla el presente 
más que el destino de su imperio. Y esa cabeza, 
que el sumo sacerdote kokuzō esculpió en vida, 
encarna en su esencia el poder predestinado. 
Todo lo que se despliega bajo tu barbilla es Tokio: 
barrios, mercados, y también sumos,  
junto con una multitud de niños que veneran tu katana, 
un sabor en la boca del dragón 
que alimenta a los pequeños samuráis 
y ninjas. (¡Los mismos labios!, 
susurrantes, dulces y misteriosos, 
entre los pliegues de su kimono). En última instancia: 
una estatua jizō, como símbolo de la desconexión entre el cuerpo y la mente. 
En realidad, lo mismo aplica a la metrópolis. 
Si tuvieras que pintar tu propio retrato, 
sería un torbellino de pinceladas. 
 
Aquí no llegas ni a los treinta. Nada 
frena tu mirada. 
Y, a su vez, tu mirada firme 
no se detiene en nada: 
ni rostros ni nihon teien  
¡Ah, Katsumoto! 
¿Quiénes somos nosotros para juzgarte? 
Has sido un monstruo, pero un monstruo imperturbable. 
Pues la naturaleza, al crear sus monstruos, 
aunque nunca sus víctimas, 
los moldea a su imagen. 
Es mejor, mil veces mejor, 
que una bestia infernal venga a destruirnos 
en lugar de un neurótico. 
Con menos de treinta años, 
un rostro de piedra, como una estatua jizō, 
creado para dos milenios, 
te asemejas a un instrumento de destino 
más que a un esclavo 
de pasiones humanas o a un forjador de ideas 
y demás. Y resistirse a las adversidades 
es como proteger un cerezo de sus flores, 
cuya complejidad radica en que son, entre susurros 
discontinuos pero claros, la mayoría. 
 
En una galería silenciosa. En un día nublado. 
La ventana manchada con el reflejo de los neones. 
El zumbido de la calle. Totalmente ajeno 
a la textura del espacio, a la estatua jizō 
¡No puedes evitar escucharme! 
Porque yo también huí, sin mirar atrás, 
de todo lo que me ocurrió; me convertí en una isla 
con sus propias ruinas de muryokin, sus grullas. 
También esculpí mi propio rostro 
con la ayuda de un pergamino. 
A mano. Y lo que pudiera haber dicho, 
lo que haya dicho, a nadie le importa, 
no en su momento, sino hoy. 
¿No es esto también una forma de acelerar 
la historia? ¿No es un intento exitoso, aunque desafortunado, 
de poner el efecto antes que la causa? 
Y además, incluso en el silencio absoluto, 
que no garantiza aplausos. 
¿Arrepentirse? ¿Cambiar su destino? 
¿Jugar, como se dice, con un mazo diferente? 
Pero, ¿realmente vale la pena? 
La brisa de los cerezos en flor nos abrazará 
no mucho peor que el historiador que tú eres. 
¿Y quién vendrá a maldecirnos? ¿Un dragón? 
¿La luna? ¿Un byakku enloquecido 
por innumerables transformaciones, de pelaje suave y eterno? 
Todo es posible. Pero cuando, como un objeto sólido, 
nos enfrentemos a ello, también, 
quizás, algo perturbado, detendremos la búsqueda. 
 
 
Errancia, búsqueda y exilio  
 
Ninguna recompensa eterna 
nos perdonará ahora 
por desperdiciar el amanecer.” 
— Jim Morrison ,The Wasp (Texas Radio and the Big Beat) 
 
Me han dicho que el ámbar guarda la luz de soles antiguos, 
que la obsidiana recuerda el filo de todas las guerras. 
Pero la mayoría de la gente olvidó esto 
cuando aprendió a pelear con otras armas. 
 
Las batallas nunca terminan del todo— 
siguen latiendo en la memoria del suelo, 
en el pulso del cobre bajo la piel. 
 
He cruzado desiertos donde el deseo 
es un fósil dormido, 
esperando la lluvia. 
 
Te toco como quien encuentra una piedra preciosa 
en la garganta de un río seco, 
como quien talla la sombra de su propia sed 
en la arena roja. 
 
No hemos aprendido a quedarnos, 
pero sabemos cómo hallarnos. 
El cuerpo recuerda lo que la boca olvida— 
cicatrices de labios, 
rosas minerales brotando en la carne. 
 
Donde han estado tus manos, 
mi piel fue cantera, 
mi espalda, cuarzo fracturado. 
 
Dicen que hay semillas que esperan 
décadas bajo la arena 
hasta que la tormenta las despierta. 
Yo también espero, 
bebiendo del eco de una lluvia 
que aún no llega. 
 
La guerra nunca terminó, 
pero, de algún modo, 
comienza otra vez. 

 
La opulencia de la encrucijada y la acuicidad de los extremos 
 
“En todas las almas 
como en todas las casas 
además de fachada 
hay un interior escondido” 
Raul Brandão 
 
Escucha, amor, como se escucha la lluvia 
cuando cae sin prisa sobre la tierra abierta. 
He intentado escribirte en las esquinas del tiempo, 
dibujar las calles donde la infancia 
aún es un murmullo de tamarindos y luz. 
He querido atrapar el viento, 
su dominio sobre el polvo y los días, 
pero todo se desvanece 
en el espejo blanco de una página. 
 
No te muevas; deja que la tarde 
se deslice sobre tu piel desnuda. 
Abre el trigo de tu falda al viento, 
como quien entrega la última verdad. 
Ese es nuestro mundo: 
una ráfaga suspendida entre el deseo y la brisa. 
 
Me ahogué en la marea de nombres y números, 
en la ceniza del poder que no entiende la lluvia. 
Vi el dinero raspar la piel de los muros 
y me senté en el atrio blanco del silencio, 
a esperar que el olvido se volviera semilla. 
 
No hables; deja que la noche 
desate tu cabello en la sombra. 
Deja caer tu vestido de agua, 
ofrécelo a la luna que espera 
como quien espera el roce de un juramento. 
Ese es nuestro parlamento: 
la tregua callada entre los cuerpos 
que aún creen en la ternura. 
 
El calendario ha dado la vuelta 
como un río que regresa a su origen. 
Los dioses de agua y humo 
se han fundido en la misma plegaria, 
pero contigo, amor, 
soy apenas un esbozo de sílabas, 
una sombra que se rinde al fulgor de tu aliento. 
 
Sin ti, amor, 
soy huerto en penumbra, 
árbol sin raíces, 
navaja que hiere la espalda del día. 
Dos pájaros alzaron el vuelo en tus ojos: 
uno sin alas, el otro, un incendio 
devorando el horizonte. 

*Yohei Moriya Miyakawa, poeta y abogado peruano-japonés por la Universidad Nacional de Trujillo, con maestría en derecho por la Universidad Clemson, ha vivido en más de cinco países. Se desempeñó como docente de gestiones judiciales en la Universidad Austral (Argentina) y argumentación jurídica en la Universidad San Francisco (Quito). Además, es director de la Fundación Biblioteca Virtual El Último Bastión y Fundador de la Cátedra Internacional Antonio Cillóniz De la Guerra. Ha trabajado para la ONG Projects Abroad en Zanzíbar y Malawi, y en su estadía en Estados Unidos, fue parte de TITTLE Boxing Club NYC Midtown West.

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